Voy
a escribir algo, empezando por el silencio del ventilador y continuando con los
golpes sordos de las cosas en contacto con las cosas.
Les
sucede una turba de gente entre la cual percibo un olor conocido. Se estaciona
tras mi espalda y me inunda. Es magnético porque tiene gravedad.
Este
espacio, esta laguna mental es el olor de tu ausencia, por eso espero un poco.
Ahora
hay una danza de dedos haciendo traquetear las teclas. Click, click, click.
Nosotros, los humanos, tenemos la gran capacidad y urgente necesidad de
comunicarnos, aunque sea a través de los aparatos más fríos.
Me
entretuve un segundo con la “sociedad del entretenimiento”. Las pupis hacen un
escándalo buscando a Yalile para empezar su exposición y mi celular hace plam
plám.
Acabo
de encontrar al que mi cerebro psicópata denomina como “tesoro humano”, y por
psicótica es que fantaseo con confabulaciones del destino e historias de amor
que terminan con los clásicos ojos de bulldog y aullido de ternura (aawwww) en
los lectores/espectadores/televidentes/audientes.
Hay
un neón que parpadea con swing caribeño y las sorpresas de la noche anularon
por un segundo la atención sobre el capibara.
Yalile
y la gula de la vida… Yalile se soba las tetas. Las tiene gigantes.
Su
muro (del tesoro humano) dice interesante, gracioso quizás, pero no, es solo
otro colla gordo.
_Isa,
¿tú tienes la cámara de Quark?
_Noup,
ni puta idea de quién la tenga.
_Hmmm
(ambos se sostienen la mirada)
¡Maestro!
Eso es todo.
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