Como
todo es relativo, tengo el tamaño de una hormiga y vivo a la orilla de un gran
charco. Como todo es relativo, este charco, que para una persona de tamaño
humano sería un charco cualquiera, es un gran lago ante mis ojos.
Del
otro lado del charco hay una ciudad gigante en la que yo solía vivir, hasta que
un día llegó una tormenta violenta y me arrastró
lejos. Su agua me envolvió y su viento me condujo. Yo traté de escapar,
luchando con todas mis fuerzas; nadé contra la corriente, me agarré de lo que
pude, hasta intenté acabarme golpeando mi cabeza contra las piedras, pero la tormenta pudo más.
Conforme
perdía mis fuerzas, perdía también mi tamaño. Para cuando la tormenta acabó y
salió el sol, ya era una náufraga del tamaño de una hormiguita, tendida en el
playón de este enorme lago que no es más que un charco.
Al
recobrar la conciencia, inconsciente aun de mi nueva condición, miré hacia el
horizonte, a través del lago, hacia donde estaba la ciudad. Los relámpagos
iluminaban sus edificios y las nubes densas eran soberanas en su cielo. Por
supuesto que no iba a volver.
Me
pareció mejor idea adaptarme a mi extraña realidad y utilizar los recursos que
me rodeaban para reconstruir mi vida. Recolecté ramitas, pasto seco y
piedrecitas, y los uní con barro para levantar mi cabaña, cercana al charco, pero protegida por la maleza.
Junté
un montón de pétalos para hacer mi cama y aprendí a cazar caracoles, a comerlos
crudos, a disfrutar su viscosidad. Después de engullir mi primer caracol, robé
su caparazón y lo convertí en la mesa sobre la que ahora escribo estas líneas
con letra de palo y papel de hoja.
Mi
casa está completa, me dije entonces, y empecé a vivir.
La
vida no es muy ajetreada de este lado del charco. No hay mucho que hacer. Con
una lombriz de tierra, ciega y fácil de cazar, tengo para comer como reina por
días. Me paso las horas revolcándome en los pétalos de mi cama, miro las
estrellas, adoro a la luna, me escribo a mí misma para no enloquecer de
soledad.
A
veces pasa un tropel de hormigas furibundas, impacientes, cargando sus cargas a
toda prisa. Es mejor no meterse en su camino, por eso las miro desde mi cabaña,
y no sé si me alegro de no tener que trabajar o si envidio el afán con el que
cumplen su trabajo.
Algunos
días, el sol brilla sobre la ciudad y me dan ganas de volver. Algunas noches
tengo insomnio y el viento me trae gritos que pronuncian mi nombre. Extraño oír
nombrarme en los labios de otras personas. Extraño sentir mis manos en otras
manos, mi reflejo en el espejo, mi cabello lavado.
Miro
a través del charco, a donde aguarda la ciudad, días con lluvia, días con sol,
y pienso que podría construir un barco para llegar al otro lado. Sería hermoso
hacer un puente, aprender a volar o solo crecer, crecer hasta mi tamaño original, y caminar hacia la ciudad atravesando con pies enormes este charco, que solo entonces será un
simple charco.