Hubo
un momento de mi vida en el que pensé: todo está bien conmigo, soy feliz,
estable, tengo las metas claras y disfruto cada día que pasa. Luego -no luego
de inmediato, sino algo después de no tomar consciencia del paso del tiempo-
luego, todas mis afirmaciones se vinieron abajo.
Me
cuesta concentrarme. Tengo un par de fotos de mi infancia a mi lado, sobre el
edredón de plumas que Corvette ensució por andar paseando por la chimenea. Ella
lo disfruta, al igual que disfruta mi almohada, la muy mugrosa. Estoy dispersa.
Escucho a Fatoumata Diawara porque no puedo escuchar mis propios pensamientos.
No
sé, hablar de mi depresión me pone a llorar; pensar en ella también. Que sea un
tema de conversación me irrita. “Pasaste por cosas feas, mucho estrés, todo se
te acumuló”. Nada que no sepa; ningún consuelo. Aun así, no puedo evitar hablar
de las lágrimas que brotan solas cuando me miro al espejo.
En
una foto estoy en brazo de mi abuelo, tengo un año y estamos en su camioneta.
Lo miro como tratando de descifrar sus muecas de payaso. En la otra, tengo unos
ocho años y estoy parada junto a él, mi abuelo, frente al gallinero de su
estancia, dándole maíz a las gallinas con una batea de madera. Tengo un overol
rojo y mi abuelo usa un sombrero de vaquero bien camba. Ambas fotos fueron
tomadas en San Ignacio de Velasco. Estoy dispersa.
Tengo
la mala costumbre de escribir pensando en la publicación, como si cada letra
que marcase en el papel ya fuera una cifra binaria lanzada a la interweb. Igual
y escribo todo lo que pasa por mi mente. Mis letras no tienen rumbo en este
texto desesperado.
El
padrino bajó una chirimoya gigante de nuestro árbol, la más grande que he visto
en mi vida. Lloré como una niña porque tuve que levantarme temprano. Lloré como
una niña porque la presión de tener que levantarme temprano no me dejó dormir
bien las escasas cuatro horas que tenía para hacerlo. Desperté a la hora exacta
y desde ese momento, me dediqué a maquinar excusas para no ir a sacarme
análisis, mientras palidecía en la espera de que mi madre se despertara y
viniera a levantarme a la fuerza.
Pasaron
una hora y quince minutos desde que desperté hasta que mi progenitora vino. Apliqué todas las excusas maquinadas en ese
periodo de tiempo, ninguna funcionó. Es tarde, solo van a atender cuarenta y
cinco minutos más, dije. No importó. Mayor razón para levantarme de inmediato.
Y lloré. Lloré sentada en el sofá de la sala, esperando al taxi. ¿Se puede ser
más estúpida? ¿A qué pérdida de la razón me he sometido? Soy idiota. La sola
idea me hace llorar más.
Sentí
que tenía muchas cosas que decir cuando agarré el mango y abrí el cuaderno,
pero apenas derramé la tinta, las palabras se diluyeron en mi mente.
Anoche
vi a Tash Sultana diciendo que la depresión es una enfermedad que nadie toma en
serio. Que es como ver a alguien agripado y decirle que se levante de la cama y
siga con su vida. ¿Qué se hace entonces? Me pregunto. Cómo se cura; a quién
acudo. ¿El psiquiatra? ¿Fármacos antidepresivos? Terror
y Pesadillas.
Marcela
dice que tu pasión puede curarte cualquier tristeza. Mi pasión es escribir, por
eso ahora estoy quemando letras, tratando de encontrar una respuesta, a ver si
cae del cielo de las palabras, a todo este tedio de vida mocosa que estoy
llevando.
Solo
ensucio papel. Solo gasto tinta. Taconeo con párrafos los vacíos de mi alma;
los envuelvo con cintas de esperanza, la esperanza de que, una vez publicados
estos sollozos lastimeros, algún ser misericordioso, que sienta, acaso, el
menor interés por mi vida, diga “oh, vaya, qué profunda lucha por vivir; cuánto
la comprendo y compadezco”.
Soy
patética. Patética en lo más auténtico, tanto como estúpida de pura cepa.
Esta
noche por fin es el concierto, el último eslabón en el proyecto del documental,
que una vez termine de filmar -y de editar- podré entregar para decirle adiós
para siempre a este semestre; a todas las materias y trabajos de grupo de esta
carrera. Y la verdad es que no me importa cómo salga ese documental, yo con
entregarlo ya estoy del otro lado. Oh sí, viva la mediocridad. Viva encargarse
solita de los trabajos en grupo y tener que andar rogándole a tus compañeros
que aparezcan y cumplan su función.
Me
estoy buscando por dentro, de nuevo. No es que trate de definirme; es más bien
que intento ser aquella que era a los quince años, quizás mi ser más auténtico
y virginal, que se daba el lujo de tener una fuerte opinión sobre todo, sin
saber nada. Aquella a la que le interesaba más aprender que lucrar. Más
importaba hacer, jugar, descubrir, practicar, que solo descansar del solo
cansancio.
Quizás
estoy sufriendo tanto porque me aterra independizarme. Tendré que hacerme total
cargo de mi existencia y no sé si soy capaz. Qué nivel de inutilidad. Cómo
fuera con hijo, si no puedo existirme a mí misma.
En
estados de crisis similares, solía hacerme tatuajes para reafirmarme. Mi brazo
espera con ansias la pieza del gallo y el perro, pero para reafirmar qué. Que
el perro depresivo, lastimero y chantajista es quien debe agachar la cabeza.
Ese comprador pesimista de ojos tristones y cola entre patas, que a quien sea
arrastra hacia el remolino de su tristeza fútil. Este debe agachar la mirada,
llorar de espaldas con el hocico hundido en la esquina, mientras el orgulloso
gallo emerge, madrugador y optimista, para ofrecer cánticos al sol. Colorido,
sagaz, seguro de sí mismo. No hay adversidad que penetre al gallo, pues la fuerza
de su espíritu lo mantiene erguido; pero, ay del perro, cuya sombra siempre
acechante, siempre dispuesta a aullar a la luna, sabe llorar en días fríos.
Me
mareo. Tengo las náuseas de quien está embarazada de sí misma. Por una vez en
la vida, he de parirme.