miércoles, 2 de noviembre de 2016

El último apagón

Alex está solo en su apartamento y, a la vez, conectado con todo el mundo. Acostado en su cama: con la laptop a la derecha, la Tablet a la izquierda y el celular sobre el ombligo. Navegando cual Capitán Nemo, se desayuna veinte mil leguas de viaje submarino, suenan clicks en el mouse y ocasionales campaneos, tintineos y onomatopeyas varias que anuncian mensajes. Es domingo y son las once de la mañana.
Después de media hora actualizándose con el mundo en Flipboard, Alex recién arrastra su cuerpo resacoso fuera de la cama y se encamina al baño, celular en mano. Abre Deezer, da play a su lista de reproducción “Ducha” y prosigue medio bailando al son de New Disco.
Mientras se enjuaga, o al menos intenta, la música se detiene. Servidor saturado, piensa.
Del baño, sale directo a la computadora para verificar si tiene conexión, pero tampoco. ¿Será que todo el mundo está hueveando en internet a esta hora? Reniega mientras se viste con lo más holgado que encuentra; se quedaría en toalla, pero ya se propuso ir al café más cercano, más por el wi-fi que por el café que necesita.
Fracasa en su esfuerzo, pues, al pedir la contraseña, le anuncian que no funciona el internet. La frustración le quita las ganas de café, pero no la sed. Pasa por un quiosco y compra una botella grande de Gatorade y dos sobres de Alikal. Poción mágica, se dice a sí mismo.
Vuelve a su departamento a paso lento, arrastrando los pies, sosteniendo la botella llena de burbujeante solución, con el sol marchitándole las mejillas. Todo lo que uno tiene que hacer para poder ver los snapchats del sábado antes de que por pudor sean eliminados.
Tiene hambre y detesta almorzar solo, pero no puede llamar a sus reconfortantes muchachos porque las llamadas no entran. Teclea con violencia e intenta enviar mensajes estrellando su índice contra la tecla Enter, pero no llega, no sale. Qué aburrimiento. No puede ni chatear, ni ociosear en Facebook, ni siquiera ver televisión porque hasta esta lo ha abandonado. ¿Será posible? Prende la tele y solo encuentra en la pantalla un azul vibrante. Cree que con un poco de tiempo las antenas volverán a funcionar. Debe ser el viento, piensa. Siempre pasa con este servicio ordinario. Pero media hora no basta.
Se lame el bigote rojo que le dejó el último sorbo de Gatorade y se siente un poco mejor. No tiene la menor motivación para buscar comida y el aburrimiento del domingo le está mutilando la moral. Tiene más ganas de volver a dormir que otra cosa, de adelantar el final de este día opaco.
Se tira de panza sobre el revoltijo de su cama y se deja consumir por la depresión. Es el alcohol, es el domingo, es normal. La pasó tan bien anoche… Es el calvario de cada fin de semana, pero para aligerarlo estaban los muchachos, el almuerzo con Coca-Cola, las fotos y videos de la noche anterior, y todo ese infinito tesoro virtual que le brindaba entretenimiento, socialización e información, todo a la vez. Bendito internet, por qué me has abandonado. Alex exagera con sus pensamientos fatalistas, es el domingo, no, en verdad le está desesperando la soledad y hasta le indigna que su falta de conexión implique falta de contacto con el mundo real. ¿Qué pasó con las visitas que tocaban el timbre y las llamadas a teléfono fijo?
Intenta volver a llamar a Esteban, desesperanzado, pero nada. Nada de nada. Ni siquiera la operadora que dice “Después del tono, dejar mensaje tiene costo”. Del otro lado de la línea solo hay silencio.
Encima, batería baja. Qué ironía. Conecta el celular al enchufe más próximo y derrama su cabeza en profundo sueño sobre la almohada de plumas.
La quietud del ocaso lo despierta, ¿o el hambre? ¿Qué hora es? El silencio ahonda su soledad. Es ese momento de la tarde en que todos los sonidos se detienen para honrar la muerte del día, cuando ya es demasiado tarde para ver el atardecer. Alex mira fijo a su celular con una incómoda mezcla de esperanza y desilusión. Sabe que el servicio no ha vuelto a funcionar, pero desea en lo profundo ver unas cincuenta notificaciones, mínimo. Pero no las ve. Ya no puede ver nada porque está oscuro. Extiende su brazo y presiona el interruptor, mas la luz no acude al foco. ¿Un apagón en toda la zona? Alcanza el teléfono fijo a tientas e intenta llamar a su madre, pero este tampoco tiene tono. Está muerto.
Resignado, se para frente a la ventana y presencia una oscuridad total; a la vez, un escalofrío le eriza la columna completa. La ausencia de luz artificial es absoluta: no se ven las luces del alumbrado público, tampoco los faroles de automóviles, ni una linterna titilando en alguna habitación. Nada. No se mueve un alma.
El cielo todavía tiene un tono azul profundo cuando empiezan a aparecer las estrellas, brillando más que nunca ante los ojos de Alex. En cuestión de minutos, se abalanzan al cielo todas las estrellas. La luna hace su entrada triunfal por el poniente, gigantesca.  

El firmamento brilla como si se hubieran apagado todas las luces de la ciudad. Así se verá en adelante, mañana y la noche siguiente. La luz no vuelve. Y así es como empieza a acabarse el mundo. Su mundo.