lunes, 19 de agosto de 2019

Sobre Crónicas de un Llokalla Jailón, de Óscar Martínez


“Era un llokalla, pero no era llokalla jailón, todavía no”, nos cuenta Óscar Martínez en su segundo libro publicado, relatándonos pasajes de su juventud entre humor y reflexiones existenciales, aunque más de lo primero que de lo segundo.
Si 10 de la Mañana de un Domingo Sin Fútbol era una ventana a la mente, a la imaginación del autor, este libro constituye un ventanal que da a su alma, a sus recuerdos más tiernos, tanto como a los más amargos, entre la vulnerabilidad de la infancia y el desprecio a uno mismo, ese sentimiento que se vuelve tan recurrente en algunos de nosotros, sobre todo durante la carrera universitaria, entre el marco teórico y el combo de Pampeño.
Óscar Martínez se desnuda en breves cuentos, hablando de ver mujeres desnudas antes de los 5 años, con un arbusto más bien parecido al de un animal sin dientes. Se quita los pellejos del decoro y el recato. Acaso sus familiares y amigos se sintieran atracados en lo más íntimo, sepan comprender que el oficio del escritor, entre otras cosas, se nutre de la infidencia.
La lectura es rápida y amena: nos habla un amigo, con cercanía y franqueza. Nos cuenta sobre las peripecias que tuvo que atravesar para ratificar su legítimo nombre en su carnet de identidad, pesadilla boliviana que ha sulfurado a más de uno a lo largo de todo el territorio nacional. Nos escribe, casi cantando, cómo se compone una pelea en un boliche de Sopocachi en la que se enfrentan un paisano y un gringo mal encachado.
Es interesante tener la oportunidad de analizar la biografía a tras bambalinas de un escritor, no solo por el ejercicio morboso de espiar la vida privada a través de una ventana, hecho que podría ser el principal gancho comercial de esta publicación, sino más bien, porque tal como actúa el universo, que se refleja lo macroscópico en lo microscópico y viceversa, nos podemos encontrar con la sorpresa de enfrentarnos a un espejo. Sí, a nosotros también nos pasó, de una forma u otra, que los tres padres y una madre que fue el mejor de los tres, que la profesora de colegio que creía en ella más que en los demás, que los bares en Potosí, o en Tarija, o en La Paz, o que esa angustia interminable provocada por saberse una decepción para mamá.
Estas crónicas, en la inocencia de su sinceridad, cavan en lo profundo del ser humano como tal, articulado este, como un títere, por los hilos de la memoria y la nostalgia. A su vez, como escenario para este personaje, el autor repasa la evolución atolondrada de una ciudad que tanto abraza como patea.
Me causa cierto alivio, sin embargo, conocer a Óscar, pudiendo seguir, a parcialidad, algunos detalles de su vida actual en las redes sociales. Quizás, si no lo conociera, me preguntaría si el autor de estas crónicas habría logrado, por fin, pensar como blanco y convertirse en un jailón, iniciar una carrera en letras, con la valentía para leer que esta exige, o cumplir su sueño de ser cocinero y andar comiendo en los mejores restaurantes de La Paz. Gracias a la providencia, lo conozco y sé que está bien parado, sé que inició y finalizó dos carreras, la de psicología y la de antropología; sé que se encuentra esta noche ante nosotros, presentando su segundo libro luego del éxito arrasador del primero y, bueno, la verdad es que no sé qué tal cocina pues nunca he tenido la suerte de probarle un plato, pero en definitiva sé que se pampea seguido por los mejores restaurantes de La Paz, no perdiendo la oportunidad de sacarle fotos a sus manjares culinarios para mostrarlos a sus contactos, quienes reaccionamos entre envidia y admiración, y esto, en definitiva, lo convierte en un llokalla jailón.            

martes, 30 de abril de 2019

Adiós tardío


Al Gabo no le faltó vida. Muchos llegan a sus 87 años pensando en todo lo que hicieron y en lo que no hicieron, pero este hombre, que surcó guerras y pantanos, que voló en un avión con goteras y aterrizó con este en un puerto de tablas podridas, que andaba con 10 centavos y un manuscrito bajo el brazo por los cafés de Bogotá, este hombre que escribió tantas veces y con tantas palabras distintas "que me lleve el diablo"...



Este hombre, lo que no vivió, se lo contaron para que lo escriba.
Dios no permitió que el diablo se lo lleve, pero como no podía faltar la risa, el Gabo lo llamó un jueves santo para quitarle protagonismo a Jesús.




Mentiras de larga distancia


La línea 55, en su paso por la Beni, abandonando El Arenal. Iba en el penúltimo asiento individual, a la izquierda del micro, abstraída en la ventana. Detrás de mí, un hombre realizó una llamada con la cara bien pegada a la ventana cerrada para que nadie lo oyera.
-          ¡Mi amor! Mi amor, qué bien que me contestaste, por fin. No sabés cuánto me costó conseguir tu número.
Ay mi amor, cómo te extrañaba, te extraño mucho mi vida, me muero por verte.
Yo ahora estoy aquí, en Asunción de Paraguay, pero la próxima semana voy a estar por Santa Cruz para verte.
Sí amor, en dos semanas, que ahora estoy en Paraguay.
Te amo mi vida, te extraño. Cuando llegue te lo voy a hacer como nunca en tu vida un hombre te lo ha hecho.
Te amo mi vida, te extraño. Ponete una foto de perfil bonita, que todos te deseen. Que se vean tus piernas hermosas para que todos me tengan envidia. Eso mi vida. ¿Querés ponerte una foto conmigo? Lo que usted quiera mi amor.
La extraño, la veo la próxima semana. Adiós.     

Apoyo


El último asiento de la línea 110. A mi derecha, la ventana. A mi izquierda, tres amigos. El de en medio narraba con coloquial estilo:


-          Y así pues, entonces ella le dijo que ya no podían besarse porque era prohibido.
-          ¿Bah? ¿Cómo así?
-          Así pues, le dijo que cada vez que se besaban estaban pecando, entonces ya no.
-          No… nada que ver. ¿Y qué hizo?
-          La dejó pues, qué más va a hacer. Yo le dije “son huevadas Valeria, si tenés hembrita es para besarla”.
-          Por supuesto.

martes, 19 de febrero de 2019

/Intermedio/



Es una pena escuchar tus ronquidos.
Se reconocen como el símbolo de aquello que no es grato.
Nada más tortuoso que no poder conciliar el sueño.
A la vez, ¿por qué no nos reconocemos, el uno al otro?
¿Será por ese afán de odiarnos a nosotros mismos,
y a la vez, buscar con desespero la aprobación del ser querido?
Debemos ser la materialización de la inseguridad.
Más nos afligen palabras de reproche y rechazo
que sinceros halagos. Desinteresados abrazos.
Es tan fuerte, la mente.
Me reconozco manipuladora de mi propia compulsión.
No me gusta que me desafíen a la verdad.
Yo digo amar. ¿Alguien me cuestiona?
Toda la fuerza de mi existir se posiciona sobre la convicción de que aquella conclusión es incorrecta, quiéranlo o no.


lunes, 29 de octubre de 2018

Terciopelo de agua


Terciopelo de agua. Te pensaba sobre el kayak. Agradecí a la vida por la inmensa paz que me rodeaba. El humo se levantaba sobre la represa, el sol rojo pintaba de apocalíptico encanto el ocaso del sábado. Los tucunarés nadaban por los bejucos, daban fe de ello los patos cuervo que ya se acomodaban sobre sus cobijas de hojas y colchones de ramas. El árbol, seco, se erguía triste sobre el agua salpicada de burbujas; eran las sardinas que, regocijándose, brincaban para recibir el milagro de las seis de la tarde. La quietud era majestuosa, a pesar de la música que viajaba, fuerte y clara, desde la orilla contraria. Tanto calor hacía. El pueblo se había arrimado a la represa por playas, balnearios y esquinas sacramentadas, todos afanados en refrescar el cuerpo, en calentarlo más con funky y cerveza, en volverlo a enfriar.

Ella ama el agua tanto como yo, por eso no puedo evitar pensarla delante de mí, con su sonrisa blanca y sus piernas largas, extendidas hacia la proa de este kayak que hoy me lleva sola, que fue el único testigo de mi “gracias, dios”.

La pienso por los rincones de la casa: nos bañaremos aquí, colgaremos nuestras toallas allá. Esta ducha pasa corriente. Todas, en realidad. Pienso en sus ojos, en sus pies. Me estremezco al imaginar la hermosa pareja que harían la tierra colorada de San Ignacio con sus adorados zapatos de tela, antes blancos, ahora escalando a tonos más vanguardistas.

En medio de la represa, abandoné el kayak y salté al agua. Fue difícil animarme, el agua oscura, el fondo infinito, imposible de adivinar. Flotaba con mucho esfuerzo, intentando, errada, pararme sobre el vacío acuático en el que estaba inmersa. Intenté flotar de espaldas. Miré hacia el bello celeste del cielo, salpicado apenas por coquetas nubecillas. Vi completa hermosura y sentí pavor. Las películas de terror habrían tenido algo de culpa, pero mientras más absorta estaba en la belleza, mayor era el pánico de que algún animal voraz o monstruo nadador salga de las profundidades y me ataque por la espalda. Cuando agarré confianza, sin embargo, me sentí como flotando en el espacio, por una galaxia densa donde podía deslizar mi cuerpo a mi antojo. El cansancio me hacía sonreír.

Luego el sol descendió. Temblé cuando volví a subir al kayak, rescatada por mis brazos del éter líquido. La hora pintaba, a través de los lentes, colores sobrenaturales, millones de tonos de violeta.

A ella le gusta el violeta. Me gustan sus labios, los únicos en el mundo que tolero pintados. Besos de violeta, tucas coloreadas por tu color.

Salió la luna, dorada. Volaron las garzas, plateadas. Volaban en bandada, formadas en V. Se erguía creciente, entre hojas y palmas, con los cráteres sonrosados. Las capturé con el teleobjetivo. A la luna, a las garzas, al violeta del cielo, a las lucecillas del pueblo que comenzaban a tirar hilachas de luz sobre el espejo del Guapomó.

Pero uno solo conserva lo que no amarra.

Aceitunas, cerveza, arena en mis pies, la silueta del sol diciendo hasta mañana, el agua como intermediaria, mi padre a mi lado. “Siento mi alma llena”, le dije. Dio un saltito de sorpresa, acaso no esperaba que su hija fuera tan feliz. Sin explicaciones ni contradicciones, me dijo “gracias”.



sábado, 27 de octubre de 2018

El clima y el alma



Los troncos aguantan, las hojas caminan.
Los demonios internos son domados por las pasiones propias.
Cada noche, en mi terror, conozco más la casa.
Es como aprender un idioma nuevo:
comienzo a reconocer sonidos y dejo de temerles.
Los reconozco.
No siempre sé de dónde provienen,
pero los reconozco cotidianos, lo que los hace inofensivos.
Las paredes lloran hilos líquidos que las marcan de lastimero modo.
Tan nueva y tan vieja, las tempestades doblegan a la casa.
La orquesta Follaje proviene de todas las viviendas vecinas.
Los chirridos que se perciben más cercanos,
se adivinan oriundos de los inmuebles traseros;
esos que no conozco con precisión,
acaso una casa, acaso un edificio,
arañando las ramas de sus árboles,
las paredes de mi edificación.
El clima no me da tregua.
Poco recuerdo las pocas noches en que dormí como bendecida
(nunca bendita).
En cambio se graba en mi memoria
cada tormentosa cifra que me advierte la inminencia del alba.
Yo, en vela, pendiente del menor ruido,
aterrorizada del malhechor que se acerque a ultrajarnos.
El insomnio me devora.
O, más bien, me escupe a la realidad,
a la conciencia.
Quien devora es el sueño,
solo para acogernos
en su tibio refugio estomacal,
durante el tiempo que demore la digestión,
antes de volvernos a defecar
al aquí y al ahora.
La tormenta se calma.
¿Qué conexión extraña tienen
el clima y el alma?