“Era un llokalla, pero no era llokalla jailón,
todavía no”, nos cuenta Óscar Martínez en su segundo libro publicado,
relatándonos pasajes de su juventud entre humor y reflexiones existenciales,
aunque más de lo primero que de lo segundo.
Si 10 de la Mañana de un Domingo Sin Fútbol era
una ventana a la mente, a la imaginación del autor, este libro constituye un
ventanal que da a su alma, a sus recuerdos más tiernos, tanto como a los más
amargos, entre la vulnerabilidad de la infancia y el desprecio a uno mismo, ese
sentimiento que se vuelve tan recurrente en algunos de nosotros, sobre todo
durante la carrera universitaria, entre el marco teórico y el combo de Pampeño.
Óscar Martínez se desnuda en breves cuentos,
hablando de ver mujeres desnudas antes de los 5 años, con un arbusto más bien
parecido al de un animal sin dientes. Se quita los pellejos del decoro y el
recato. Acaso sus familiares y amigos se sintieran atracados en lo más íntimo,
sepan comprender que el oficio del escritor, entre otras cosas, se nutre de la
infidencia.
La lectura es rápida y amena: nos habla un
amigo, con cercanía y franqueza. Nos cuenta sobre las peripecias que tuvo que
atravesar para ratificar su legítimo nombre en su carnet de identidad, pesadilla
boliviana que ha sulfurado a más de uno a lo largo de todo el territorio
nacional. Nos escribe, casi cantando, cómo se compone una pelea en un boliche
de Sopocachi en la que se enfrentan un paisano y un gringo mal encachado.
Es interesante tener la oportunidad de analizar
la biografía a tras bambalinas de un escritor, no solo por el ejercicio morboso
de espiar la vida privada a través de una ventana, hecho que podría ser el
principal gancho comercial de esta publicación, sino más bien, porque tal como
actúa el universo, que se refleja lo macroscópico en lo microscópico y
viceversa, nos podemos encontrar con la sorpresa de enfrentarnos a un espejo.
Sí, a nosotros también nos pasó, de una forma u otra, que los tres padres y una
madre que fue el mejor de los tres, que la profesora de colegio que creía en
ella más que en los demás, que los bares en Potosí, o en Tarija, o en La Paz, o
que esa angustia interminable provocada por saberse una decepción para mamá.
Estas crónicas, en la inocencia de su sinceridad,
cavan en lo profundo del ser humano como tal, articulado este, como un títere,
por los hilos de la memoria y la nostalgia. A su vez, como escenario para este
personaje, el autor repasa la evolución atolondrada de una ciudad que tanto
abraza como patea.
Me causa cierto alivio, sin embargo, conocer a
Óscar, pudiendo seguir, a parcialidad, algunos detalles de su vida actual en
las redes sociales. Quizás, si no lo conociera, me preguntaría si el autor de
estas crónicas habría logrado, por fin, pensar como blanco y convertirse en un
jailón, iniciar una carrera en letras, con la valentía para leer que esta
exige, o cumplir su sueño de ser cocinero y andar comiendo en los mejores
restaurantes de La Paz. Gracias a la providencia, lo conozco y sé que está bien
parado, sé que inició y finalizó dos carreras, la de psicología y la de
antropología; sé que se encuentra esta noche ante nosotros, presentando su
segundo libro luego del éxito arrasador del primero y, bueno, la verdad es que
no sé qué tal cocina pues nunca he tenido la suerte de probarle un plato, pero
en definitiva sé que se pampea seguido por los mejores restaurantes de La Paz,
no perdiendo la oportunidad de sacarle fotos a sus manjares culinarios para
mostrarlos a sus contactos, quienes reaccionamos entre envidia y admiración, y
esto, en definitiva, lo convierte en un llokalla jailón.