viernes, 28 de septiembre de 2012

El color del instinto


Un haz de luz se dibuja en el espacio atravesando la monotonía de los sinsentidos de las ocho de la mañana. Si de este espesor de horas nacieran muchos más textos, muchas más palabras, la colección se llamaría Fotografía.
El docente es un mago: tiene la increíble habilidad de tomar el tiempo, filtrarlo por sus maravillosos lentes de 75mm. y difractarlo cual si fuera la luz que da pelea a la tecnología que hasta ahora no ha comprendido la distancia anatómica entre los ojos, espacio en que, sin nosotros notarlo, se nublan las esencias y se desenfocan los centros perfectos de los cuales puede partir cualquier radio.
Estoy divagando durísimo.
Me ha nacido un rechazo singular contra el color rosado, casi una fobia. Por muchos años se destinó este color, mezcla del rojo sangre con el blanco limpieza, a la sexualidad femenina, y es recién en estos últimos tiempos de mentes abiertas y vanguardias que los hombres se han aventurado a vestir prendas de este particular tono.
No lo sabía, pero creo que, nuevamente, la razón de esta destinación reside en el instinto mezclado con la biología. Resultó ser que ese rosadito chicle, Barbie, señorita, pastel, niña buena, no es otro más que el mero color del útero.
No creo que se haya descubierto antes de plantear los parámetros de preferencias de color. Instinto nomás debe ser.

Aquello que ella no supo describir

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Vehículos de todos los sabores y colores recorren veloces esa avenida ancha, bien iluminada, por la que ha pasado tantas veces. Sus ojos han visto al menos cien veces ese letrero amarillo y ese terreno baldío lleno de basura, pero en esta noche de nauseas, la ciudad se reinventa y se revela para ella engalanada de verde, más moderna y menos sucia que a la luz del día.
Está sentada en un taxi con la mente a cientos de kilómetros de la estratósfera, pero conserva en su mano, apretado, el quinto de valor absoluto que aboga por su juventud y la afirma en su condición de estudiante. Los adultos cargan con tres monedas en una mano y un crío en la otra. Ella no sabe con qué carga, y más preocupante aun, no sabe cómo cargar.
Podría estar rodeada de mil personas como sola en el más inhóspito desierto; en este momento, ella es la única habitante de su mundo. Cuando la mente tiene la necesidad urgente de escapar a un espacio donde pueda trabajar con lógica y tranquilidad, salta el térmico, enloquecen los sensores y, por virtudes del instinto, la conciencia se aísla en la mera nada, en una ausencia tan incorruptible que ni los pensamientos entran en ella.

Luego vuelve, se da cuenta de que es de noche. Mira a su alrededor, se da cuenta de que está bien acompañada. Él bromea, ella se da cuenta de que le duele reír.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Con lana y celofán


Estoy destinada a ser anormal, a estar sola, a ser artista. Soy artista, creativa, escritora; todos estos males los padecen las personas solas… o son solas todas las personas que padecen de estos bienes.
Dicen que no tengo nada, o nadie dice nada porque no se los pregunté, pero sí, estoy algo mal de la cabeza y no me lo creerían, parezco perfectamente normal… no lo soy! No soy normal! No quiero serlo. No quiero ver lo que escribo, mis ojos están clavados en las teclas porque temo que cuando repare en que esto es real deje de serlo, así, abruptamente, como los sueños.
Las ideas y la inspiración, las determinaciones, las elucubraciones, las reminiscencias, las dilucidaciones… todo está fluyendo en este momento que es una madeja de tristeza, arrepentimiento, claridad y una película que supera a millones de otras, una película hecha a mi medida con lana y celofán.
Yo sé, yo tengo la culpa y te debo disculpas, no he podido sacarme en todo el día esa frase de la cabeza y los brazos me duelen por el esfuerzo y el cansancio de soportar mi propio peso, que además carga con el peso de la conciencia y el remordimiento. Cómo duelen esos mordiscos de tiburón… duelen más que nada, más que la incertidumbre, aunque me encataría saber.
Quizás lo que necesito es a alguien que me aguante, y yo aguantarlo sin hacer estupideces o herirlo… lo siento mi amor, te herí, nunca quise hacerlo, prometí no hacerlo y lo hice. Lo siento muchísimo, de nuevo voy a llorar. No he hecho más en todo el día: llorar y pensar, llorar y leer, llorar y ver, llorar y crear.
Lo siento mi amor, mi pajarito del amor, como dice la cancioncita que no me deja en paz la cabeza. Quisiera estar mal de la cabeza y poder excusarme con eso, pero lo cierto es que estoy mal de la cabeza, pero si lo digo, sólo es repugnante.
Y sólo es repugnante que esté tan dolorida de haberte hecho daño, en todo caso, el que debería revolcarse de dolor sos vos, por eso reitero que nada duele más que la culpa.
Y ya. Las palabras que tenían que salir, salieron, y la cabeza se me calmó como consumada, como recién triunfadora de la cima más alta.
Y se acaban las palabras como se acaba el agua de un bidón en un hospital repleto de gente angustiada que sólo toma agua para calmar la angustia, no la sed. Y es justo ahí donde al bidón se le acaba el agua.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El Ascensor


Dos hombres, A y B, están parados frente a la puerta metálica de un ascensor. Lo esperan. Cuando se abre, la luz blanca revela un cubículo con paredes de espejo y piso de goma negra, y a dos hombres de traje que se arrinconan para darles espacio: C y D.
Los cuatro, de forma casi simultánea, emiten un fugaz movimiento de cabeza. Ascienden. ¿Qué piso? El último. Todos al último.
Ninguno pronuncia palabra. Sus miradas intercalan entre el piso, el techo, el tablero de números y la puerta. Evitan la cámara de seguridad. Cuando sus ojos se encuentran en el espejo, se desvían veloces, como si les doliera el choque de miradas.
Pasados unos segundos de que la puerta se cierre, C se quita el saco y se lo alcanza a D, se afloja la corbata, se enrolla las mangas de la camisa y saca de su maletín una afeitadora y un frasquito de jabón líquido.
Prosigue a afeitarse. No tuvo tiempo de hacerlo en su casa, pero no puede permitirse llegar con esas pelusillas en el rostro a tan importante reunión.
A y B no caben en su emoción. Tienen material de sobra para un nuevo informe sobre el comportamiento humano sometido a la pérdida del espacio personal en el ascensor, investigación que les ha tomado años de trabajo y por la que se han subido a todos los ascensores que encontraron a su paso.
Una música alegre decora el diminuto lugar.
C aplica un poco de loción en su rostro recién afeitado  y se acomoda de vuelta la vestimenta. D lo ha estado contemplando con una mezcla de pena y admiración. Le sorprende el sentido del humor de su amigo y envidia la tranquilidad con la que durmió toda la noche, y hasta tarde, mientras él, condenado por el insomnio, tuvo que pasársela dejando todo listo, afeitándose con una precisión quirúrgica.
Una música demasiado alegre lleva rato sonando en el lugar.
A y B tienen sus ojos clavados en C y D, quienes alternan la vista entre el tablero de números y la puerta del ascensor. Los dos últimos desearían que funcione la pantalla que marca en qué piso van; los dos primeros se regocijan con el creciente nerviosismo de C y D, que solo piensan en salir.
Una absurda música alegre inunda el lugar.
C y D comienzan a hablar en susurros; bromean de cosas que solo ellos entienden para disminuir la tensión, mientras que A y B entran poco a poco en pánico. Han olvidado que están en medio de una investigación, no recuerdan por qué están en ese ascensor ni cómo llegaron. Desconocen, incluso, su propia identidad.
Les asfixia el encierro del ascensor y les incomoda la charla de C y D, sus miradas, el reflejo que les lanza el espejo. Son incapaces de pronunciar palabra y el ojo acosador de la cámara de seguridad los tiene paralizados. Llevan horas de ascenso y desearían más que nada que funcione el indicador de pisos.
Y una horrorosa música alegre satura el lugar.
A no soporta más, tiene muchas preguntas y necesita respuestas urgentes. Se dirige a C con timidez y desespero para preguntarle, por favor, cuántos pisos tiene este edificio. C está perplejo y confundido, pero no lo demuestra. Gruñe que no sé y mira para otro lado, para el espejo, donde se topa con la mirada de los tres.
B pregunta a D, con más desespero que timidez, que a dónde vamos señor, qué hay en el último piso, y D, demostrando su perplejidad y confusión, le pregunta que a dónde quiere ir señor, por qué se subieron a este ascensor.
A responde que creo que nos hemos equivocado, a dónde vamos.
C y D anuncian, al unísono y con verdadera lástima en el semblante, que al cielo.