Ecos.
Ecos como un lago, como un río, como las ondas infinitas de un granito de nada
cayendo en el mar.
Y
luego entra el mundo con su naturaleza de tambores y sus gorriones
trompetistas.
Los
seres de la tierra merodean sigilosos y el gran león hace su entrada triunfal,
elevado por un coro de palabras como almohadas de plumas. Todo es verde y
submarino.
Al
final de las escaleras de piedra bruta, de sudor humano, de manos de esclavos, se
encuentra el manantial que permite ver tu reflejo más claro; entender un poco
más.
Luego
bajamos por la escalinata de mármol a un magnífico banquete de notas a la
mantequilla, con un toque de vinagre y otro de pimienta.
¡Son
las bodas del año! Se juntan cielo y mar en sagrado matrimonio. ¿Hay nombre
para eso? Un tornado, un ciclón, un compás.
Llegó
el funky. La lluvia. El llanto del bebé. El cigarrillo y la barra del bar. El
sombrero, la facha y el solo de órgano.
En
la fiesta de las algas, más baila la que más se menea, como este funk tirado a
blues que sangra con las venas abiertas.
Redondo,
circular, como las ondas en el agua que se repiten para estar. Las ondas tienen
ritmo. Son música.
El
eco de una voz que se repite sin cesar a través del tiempo y el espacio, a
través de generaciones y nacionalidades.
La
música va más allá de la física, un plectro impactando en una cuerda va más
allá de la muerte.
Y
luego…
La
muerte.
Los
guardianes de lo oscuro escoltan a la parca, el grim reaper, la pálida loco.
Baja silenciosa, acecha a su presa y le pega la estocada mortal.
El
chillido es prolongado y repetitivo. Hay mucho viento. El chillido se escucha
cercano, lejano, plural, abundante. Nos estamos adentrando. Hay cada vez más
viento, mis manos tiemblan y mi corazón se quiere salir. Hay cuervos.
¡Hay
cuervos, señor almirante! Será mejor que cambiemos el rumbo. Ningún cuervo
puede ser de buen augurio.
Pero…
¿qué es esa luz? No podemos dejar de acercarnos a la luz inmaculada, absoluta.
En el blanco hallamos el placer total; a este lo inundan gotitas, una por una,
cada vez más, cayendo en el hielo con su tintinar agudo. Su eco llega a los
confines de la cabeza.
Un
ave se levanta herida, se acomoda el plumaje, mueve la cola, reclina las patas,
abre las alas, toma aire, le reza a su madre y ahí va. ¡Se lanza! Bendito Dios,
el ave se lanza en vuelo sobre el abismo y sobre los demonios.
Su
silueta recorta un cielo de betún y es lo más hermoso que hemos visto jamás.
El
ave divide las nubes con sus alas, orgullosa. Se zambulle en el agua evaporada
y al salir de nuevo al mundo, encuentra a su rival.
La
emoción es muy fuerte, la sensación muy alta, ¡se agarran a picotazos! Vuela el
plumaje, se crispan las garras, se hunde el pico con fuerza para que brote la
sangre. Se atacan con todo lo que tienen porque sus vidas dependen de ello.
Un
ave cae.
Un
ave se levanta.
Se
va el sol y sale la luna en esta mañana de Diciembre. Mejor cierra bien las
ventanas y renuncia al cielo.
El
cielo es agridulce, pero cuán placentero. Esos golpes en el pecho, ese temblor
en el brazo izquierdo, ese cosquilleo en la pantorrilla derecha, esos labios
secos de tanto cantar, esos pies ampollados de tanto bailar, eso es el placer,
eso es el cielo.
Porque
después del estrépito de los rayos, viene la caricia de la lluvia. Vino a
recogernos la flota interestelar, deslizándose cada vez más rápido por los
túneles de la percepción. Va más rápido, más rápido, cada vez más rápido y ya
ni el sonido puede alcanzarla.
Se
fue, el sonido se fue y nos dejó su canción de amor: el silencio.
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