miércoles, 2 de noviembre de 2016

El último apagón

Alex está solo en su apartamento y, a la vez, conectado con todo el mundo. Acostado en su cama: con la laptop a la derecha, la Tablet a la izquierda y el celular sobre el ombligo. Navegando cual Capitán Nemo, se desayuna veinte mil leguas de viaje submarino, suenan clicks en el mouse y ocasionales campaneos, tintineos y onomatopeyas varias que anuncian mensajes. Es domingo y son las once de la mañana.
Después de media hora actualizándose con el mundo en Flipboard, Alex recién arrastra su cuerpo resacoso fuera de la cama y se encamina al baño, celular en mano. Abre Deezer, da play a su lista de reproducción “Ducha” y prosigue medio bailando al son de New Disco.
Mientras se enjuaga, o al menos intenta, la música se detiene. Servidor saturado, piensa.
Del baño, sale directo a la computadora para verificar si tiene conexión, pero tampoco. ¿Será que todo el mundo está hueveando en internet a esta hora? Reniega mientras se viste con lo más holgado que encuentra; se quedaría en toalla, pero ya se propuso ir al café más cercano, más por el wi-fi que por el café que necesita.
Fracasa en su esfuerzo, pues, al pedir la contraseña, le anuncian que no funciona el internet. La frustración le quita las ganas de café, pero no la sed. Pasa por un quiosco y compra una botella grande de Gatorade y dos sobres de Alikal. Poción mágica, se dice a sí mismo.
Vuelve a su departamento a paso lento, arrastrando los pies, sosteniendo la botella llena de burbujeante solución, con el sol marchitándole las mejillas. Todo lo que uno tiene que hacer para poder ver los snapchats del sábado antes de que por pudor sean eliminados.
Tiene hambre y detesta almorzar solo, pero no puede llamar a sus reconfortantes muchachos porque las llamadas no entran. Teclea con violencia e intenta enviar mensajes estrellando su índice contra la tecla Enter, pero no llega, no sale. Qué aburrimiento. No puede ni chatear, ni ociosear en Facebook, ni siquiera ver televisión porque hasta esta lo ha abandonado. ¿Será posible? Prende la tele y solo encuentra en la pantalla un azul vibrante. Cree que con un poco de tiempo las antenas volverán a funcionar. Debe ser el viento, piensa. Siempre pasa con este servicio ordinario. Pero media hora no basta.
Se lame el bigote rojo que le dejó el último sorbo de Gatorade y se siente un poco mejor. No tiene la menor motivación para buscar comida y el aburrimiento del domingo le está mutilando la moral. Tiene más ganas de volver a dormir que otra cosa, de adelantar el final de este día opaco.
Se tira de panza sobre el revoltijo de su cama y se deja consumir por la depresión. Es el alcohol, es el domingo, es normal. La pasó tan bien anoche… Es el calvario de cada fin de semana, pero para aligerarlo estaban los muchachos, el almuerzo con Coca-Cola, las fotos y videos de la noche anterior, y todo ese infinito tesoro virtual que le brindaba entretenimiento, socialización e información, todo a la vez. Bendito internet, por qué me has abandonado. Alex exagera con sus pensamientos fatalistas, es el domingo, no, en verdad le está desesperando la soledad y hasta le indigna que su falta de conexión implique falta de contacto con el mundo real. ¿Qué pasó con las visitas que tocaban el timbre y las llamadas a teléfono fijo?
Intenta volver a llamar a Esteban, desesperanzado, pero nada. Nada de nada. Ni siquiera la operadora que dice “Después del tono, dejar mensaje tiene costo”. Del otro lado de la línea solo hay silencio.
Encima, batería baja. Qué ironía. Conecta el celular al enchufe más próximo y derrama su cabeza en profundo sueño sobre la almohada de plumas.
La quietud del ocaso lo despierta, ¿o el hambre? ¿Qué hora es? El silencio ahonda su soledad. Es ese momento de la tarde en que todos los sonidos se detienen para honrar la muerte del día, cuando ya es demasiado tarde para ver el atardecer. Alex mira fijo a su celular con una incómoda mezcla de esperanza y desilusión. Sabe que el servicio no ha vuelto a funcionar, pero desea en lo profundo ver unas cincuenta notificaciones, mínimo. Pero no las ve. Ya no puede ver nada porque está oscuro. Extiende su brazo y presiona el interruptor, mas la luz no acude al foco. ¿Un apagón en toda la zona? Alcanza el teléfono fijo a tientas e intenta llamar a su madre, pero este tampoco tiene tono. Está muerto.
Resignado, se para frente a la ventana y presencia una oscuridad total; a la vez, un escalofrío le eriza la columna completa. La ausencia de luz artificial es absoluta: no se ven las luces del alumbrado público, tampoco los faroles de automóviles, ni una linterna titilando en alguna habitación. Nada. No se mueve un alma.
El cielo todavía tiene un tono azul profundo cuando empiezan a aparecer las estrellas, brillando más que nunca ante los ojos de Alex. En cuestión de minutos, se abalanzan al cielo todas las estrellas. La luna hace su entrada triunfal por el poniente, gigantesca.  

El firmamento brilla como si se hubieran apagado todas las luces de la ciudad. Así se verá en adelante, mañana y la noche siguiente. La luz no vuelve. Y así es como empieza a acabarse el mundo. Su mundo. 

miércoles, 19 de octubre de 2016

Causas y Azares

¿Sufres de infortunio?, preguntó Madame Zafire con la expresión agravada por la luz de una vela negra que le recorría los surcos del rostro como el agua por las heridas de la tierra.
Winston Green, envuelto en un manto de humo empalagoso, dejó que su silencio afirme.
Las cartas muestran dolor en tu ascendencia, prosiguió la bruja con acento de origen indescifrable, tan postizo como la parafernalia que envolvía sus místicos movimientos. ¿Conociste a tu abuelo materno?
Eugenio Roca, murmuró Winston con anglosajona dificultad para pronunciar la “R”. Mi abuelo era una leyenda en vida. Un mujeriego que conquistó a muchas muchachitas y las abandonó, dejándolas con uno o varios hijos.
¡Tu abuelo era un ladrón!, le reveló Madame Zafire con énfasis teatral, casi gritando. Tu abuelo desató una maldición sobre su herencia al robar las joyas de una de las doncellas a las que desfloró.
Extrajo otras tres cartas del mazo y las colocó sobre la mesa.
¡Oh! ¡Qué es esto! Pero mira nada más, exclamó la bruja. Su sorpresa era tan actuada que Winston Green no sabía si seguirle más el juego o pedir un reembolso.
La doncella ultrajada, robada y abandonada, continuó con suspenso: no es otra sino tu propia abuela.
Me está diciendo que sufro todas estas desgracias por…
¡No interrumpas muchacho, dijo la bruja con violencia. Si has venido hasta mí en busca de respuestas es porque no has podido hallarlas en otro sitio.
Winston Green se ruborizó y agachó la cabeza.
¿Estás dispuesto a cambiar tu suerte?, inquirió Madame.
Por supuesto, respondió Green, cola entre patas.
No va a ser fácil, continuó la bruja. Será necesario que hagas una travesía que cambiará por completo tu vida.
Winston escuchó impávido a la bruja. Su misión: recuperar las joyas de su abuela y devolverlas a la familia. Su destino: Roboré, Bolivia.

Tres semanas después, Winston Green estaba sentado en el asiento trasero de un minibús que iba a toda velocidad por la carretera entre San José de Chiquitos y Roboré.
El paisaje a su alrededor no le cabía en los ojos: los portentosos cerros de piedra colorada, la abundante vegetación de un verde vibrante, el cielo de acuarela salpicado de loritas cantoras de todos los colores. Tanta belleza junta no parecía posible.
De pronto hubo un sacudón y el vehículo se detuvo. El chofer se bajó, renegando, para descubrir tremenda barra de fierro atravesando una llanta del minibús.
El gordo maldijo, se restregó los cabellos y se acarició la quijada mientras analizaba la situación.
Voy a conseguir una llanta nueva, dijo después de unos segundos. Que no tengo llanta de auxilio, aclaró sin necesidad. Se paró sobre la carretera y se montó en el primer camión que pasó rumbo a San José, dejando a los pasajeros a cargo del vehículo.
Las estrellas se fueron revelando conforme caía la noche. Green las miraba extasiado y recordaba el cielo opaco de su ciudad, negro como los frijoles de su abuela gringa. Repentinamente, sintió que sus intestinos vibraban. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y la urgencia acudió a su colon. Miró a su alrededor en busca de un escondrijo para liberar la urgencia. Caminó hasta que vislumbró, a treinta metros del minibús, un barbecho alto capaz de cubrirlo por completo de pudores y escándalos.
Se metió tras el matorral, se bajó los pantalones y, ya de cuclillas, en el instante de la gloriosa descarga, vio que enfrente, al otro lado de la carretera, una hermosa familia de capiguaras intentaba cruzar hacia él.
Virginia de Fernández retornaba a la ciudad en su vagoneta junto a un grupo de amigas muy divertidas que la acompañaron durante el feriado con charlas interminables y risas inverosímiles. Venían de pasar el fin de semana en Aguas Calientes y ahora iban de regreso a casa, a Santa Cruz. Virginia disfrutaba el paisaje, respiraba profundo, admiraba las luces del atardecer que ya abandonaban el cielo. Pero tales sensaciones no le duraron. Las luces del camión que venía en dirección contraria encandilaron a Virginia y, apenas entre la súbita claridad, logró distinguir las siluetas de varias capiguaras que realizaban un cruce suicida justo delante de su vehículo. Espantada, Virginia de Fernández solo atinó a lanzarse fuera de la carretera, sintiendo un impacto seco. Al bajar, temblando de pies a cabeza, descubrió a un hombre entre la maleza, vivo, por suerte, pero cagado entero y con unos cuantos huesos rotos
La limpieza del herido fue traumática, el traslado al hospital, un calvario, pero lo que le dio la estocada mortal a Virginia fue la cuenta total de la clínica: quince mil dólares.
Rodrigo Fernández, su marido, estuvo al borde del desmayo cuando se enteró. ¿Qué vamos a hacer? Qué desgracia. ¡Carajo! No tenemos ese dinero. Tendremos que ahorrar. Tendremos que trabajar turnos dobles. Yo puedo hacer de taxista por las noches o… no sé… Lo mejor será vender esa maldita vagoneta. La vendemos en diez mil, doce mil con suerte… Tranquila Virginia. No fue tu culpa. Vamos a salir de esta. Agradecé que el hombre está vivo.

Chichín Moreno era conocido en su barrio como un auténtico pícaro. Había quienes lo recordaban en sus épocas de colegio, cuando era el mejor amigo de Estaban Sosa. Chichín solía quedarse a dormir en su casa porque, recién divorciado, el señor Sosa se dormía viendo la televisión con media botella de café coñac encima y, ahí, el pequeño maleante aprovechaba para sacarle la billetera y sustraer cualquier billete que encontrara.
Otros narraban las historias de sus años de motocross, como la de esa vez en que se accidentó en el circuito: Chichín protagonizaba, con la moto encima y la pierna rota, un escándalo desgarrador que conmovía hasta a los corazones de piedra. Finalmente, un conocido suyo se apiadó de él y, haciéndose cargo de todos los gastos, lo llevó de emergencia a la clínica. Cuando Moreno fue dado de alta, no devolvió ni las gracias.
Esta vez, el famoso timador habría de realizar su más sobresaliente actuación. Vio el anuncio de “En Venta” sobre la vagoneta de los Fernández y, sin pensarlo mucho, se contactó con ellos. Acordaron una reunión, revisaron el vehículo y, para alegría de Virginia y Rodrigo, Chichín Moreno puso su firma en un cheque junto a la suma de doce mil dólares. Tan pronto intentaron cobrar, descubrieron que el cheque no tenía fondos. De Chichín Moreno y de la vagoneta ya solo quedaba el amargo recuerdo.

Sonia Robles no sabía lo que era la suerte. Sí sabía lo que era trabajar. Trabajando duro llegó a Washington y estando allí tuvo que trabajar aún más duro, ya no solo para ella, sino para mantener al hijo que dejó en Bolivia y al padre, abuelo del muchacho, que iba feliz cada trimestre a cobrar los jugosos giros que le enviaba su hija.
Sonia Robles solo conoció la suerte cuando su modesto prometido estadounidense puso un anillo en su anular izquierdo. Él la convenció de dejar de mandar los giros; el pequeño Patricio ya estaba en edad de trabajar y de ayudar al viejo de su abuelo.
Para suavizar la noticia y darles una última ayuda, Sonia Robles envió a su padre un giro con todos sus ahorros, el equivalente a la pensión de todo un año, pero uno escucha solo lo que quiere escuchar. La frase “quince mil dólares” alumbró la mente de Hermenegildo Robles, obviando el resto de las especificaciones de su hija.
Esta noche nos vamos de fiesta, le dijo a Patricio con el giro en el bolsillo, fresquito, recién cobrado.

Minutos antes de la llegada del sol, Rodrigo Fernández cabeceaba a la altura de un semáforo en rojo. Faltaba menos de una hora para terminar su fatigosa jornada como taxista nocturno. Iba despacio por la zona del zoológico cuando una mano extendida lo hizo detenerse. Era un joven beodo de más o menos dieciocho años que sostenía a un anciano que apenas podía mantenerse en pie. Ambos tenían un pintoresco aspecto de trasnoche, con sus prendas elegantes bañadas en sudor y sus ojos vidriosos y entrecerrados. Patricio acomodó a su abuelo adelante antes de desparramarse en el asiento de atrás. Hermenegildo Robles, le dictó con dificultad la dirección al taxista, asentó una bolsita de coca sobre el freno de mano y se durmió profundo hasta que Rodrigo Fernández lo despertó delante de un portón de lata blanco.
Cuando Rodrigo llegó a su casa con las nalgas y la espalda molidas de manejar toda la noche, reparó en la bolsita verde que el viejo había olvidado en el taxi. Bolear no era lo suyo y cualquier cantidad de dinero, aunque fueran unos pesos, le venían bien, así que se propuso venderla, pero pasaron días, noches, y la bolsita de coca seguía intacta en su guantera luego de haber sido rechazada por varios de sus nuevos colegas.
Una noche, un despechado Carmelo Unzueta alzó la mano ante el taxi de Fernández. Huía de una pelea con su mujer, directo a la casa de la amante. Le dictó la dirección al taxista, muy similar a la del viejo Hermenegildo, y así el destino los condujo a la casa contigua al portón de lata blanco.
Ya que estoy aquí…, murmuró Rodrigo. Pensaba que la bolsita de coca era insignificante para el viejo, pero su presencia en el taxi le fastidiaba.
Tocó el portón con tres golpes y aguardó. Abrió el nieto, Patricio, a quien mostró la bolsita verde. La cara del muchacho se iluminó y, eufórico, condujo al taxista hasta la cocina. Hermenegildo Robles, que tomaba taciturno su café, se quedó paralizado al verlo.
Rodrigo no entendía la escena, el adolescente dando brinquitos de emoción, el viejo con los ojos aguados, hasta que vaciaron el contenido de la bolsita y, sobre la mesa, cayeron fajos de dólares atados y entreverados con la coca.
Son casi quince mil dólares, dijo Hermenegildo. Yo siempre guardo mi plata con la coca para que esté bien protegida y no me quieran robar.
Nadie la quiso robar, musitó Fernández, atónito. ¡Nadie ni siquiera la quiso comprar!
La recompensa que recibió Rodrigo Fernández por su noble acto fue de cien dólares, un millón de gracias y un par de abrazos.

Virginia y Rodrigo continuaron trabajando turnos dobles, rompiéndose la cabeza y el lomo, tratando de descifrar si todo lo que les pasó fue una lección de la vida, una prueba de que a los buenos les va mal o solo una cagada del destino. Una de tantas más. 

martes, 21 de junio de 2016

El hilo invisible

Poco antes de las dos de la mañana, solo los ronquidos del señor Julio se escuchaban en la casa de los Parada. Verónica Parada, que ahora soñaba para aliviar a su fatigado cuerpo, realizaba la misma rutina cada noche: Con su salto de cama y su taza de infusión de manzanilla en una mano, recorría cada habitación de la casa apagando luces y revisando que cada cosa esté en su lugar. Todo en orden, pensaba después de escudriñar su vitrina de la sala, atiborrada de delicadísimos adornos, y subía a dormir.
En esa vitrina, entre patos de cristal y búhos de cerámica, se encontraba un candelabro metálico con pantalla de colorido vitral llamado Clara. No destacaba entre el popurrí de orfebrería que lo rodeaba, pero era bello por naturaleza y Verónica Parada lo apreciaba.
Poco antes de las dos de la mañana, como decíamos, Clara oía los ronquidos y empezaba a temblar, pues sabía que en cualquier momento el hilo invisible daría su primer tirón.
Ahí estaba, no demoró ni un segundo. El tierno pajarito de madera del reloj cucú saludaba dos veces con su melodía de abuelas y el hilo invisible empezaba a tirar del cuerpecillo metálico de Clara.
Cuánta impaciencia. Clara se hacía paso entre las miniaturas de porcelana, abría apenas la puerta de la vitrina y saltaba al brazo del sofá rojo. Trepaba al respaldo y lo recorría a lo largo, cuidando de no resbalarse, hasta la ventana entreabierta. Se paraba en el alféizar, miraba al vacío y saltaba. Cada noche mejoraba su salto, pero la caída siempre era un desastre. Se acomodaba la velita aromática, se enderezaba y seguía su camino a brincos, que si no se levantaba, el hilo invisible lo arrastraba de todas maneras. No sabía aguardar, el hilo invisible.
Clara brincaba por la galería hasta el pasto y luego seguía bordeando la casa por un costado. Se tropezaba con ramas y raíces, se caía en huecos ocultos en la maleza, se ensuciaba con barro y así, sosteniendo tembloroso su vela, llegaba a una pequeña reja negra que guardaba el depósito de los Parada.
Clara había llegado. De las tinieblas del depósito, salía a su encuentro Antoine, el martillo.
Clara pasó por entre los barrotes de la reja, le dio a Antoine un besito de hierro y vitrales, y ambos se metieron bajo un toldo plástico. De inmediato, el martillo quiso despojar al candelabro de su pantalla, pero este no se dejó con la facilidad de cada noche.
_Tenemos que hablar_ le dijo Clara, con miedo en la voz.
_Podemos hablar después_ respondió Antoine, ansioso_ sacate la pantalla.
Antoine se acercó al candelabro y, con un movimiento de la parte posterior de su cabeza, lanzó la pantalla de vitral al piso. Clara pedía que no, con voz baja, pero no se esforzó [mucho] para no quedar con la vela al viento.
_Antoine_ musitó Clara_ en serio, necesito que me escuches.
El martillo tenía oídos de palo. La vela era lo único que le interesaba. Inició su ritual arañando con ternura el cebo, untando sus metales con cera fría. Clara solo temblaba, ya ni siquiera decía que no. Dolían un poco los araños en la vela, pero era Antoine, era normal.
Ahora el martillo también temblaba, pero no de frío ni de nervios. En muy poco tiempo, el espíritu de su madera ya estaba inquieto y su alma rogaba salir despedida de su erecta estructura. Se puso a rebatir sus cachivaches y entre estos lo encontró.
_ ¡No, por favor!_ exclamó el joven candelabro tras el hallazgo del encendedor_ mi vela se está agotando y si la encendés ahora me voy a quedar sin nada.
_Tu dueña la va a cambiar_ refutó Antoine, convencido_ total, es solo una vela. No vale nada.
_Te equivocás_ balbuceó Clara, entre risa y llanto_ Verónica no va a cambiar mi vela porque nunca la ha encendido. Te conocí con la vela nueva y vos te has encargado de consumirla hasta este punto.
_Qué dramático_ se burló Antoine_ como todos los adornitos. Quizás, si te rompo unos cuantos cristales, tu dueña se da cuenta y te repone entero.
Clara se quedó helado.
_Es chiste_ aclaró el martillo, notando su repentino espanto_ ahora déjate encender.
Activó el encendedor y se iluminó todo el escondrijo que los amparaba. Clara miraba el fuego embelesado, atraído a este como por magnetismo. Era su momento favorito, quizás la auténtica razón por la que acudía al llamado del hilo invisible cada noche, ya que solo entonces podía ver directo al fuego, a la llama, antes de que esta pase del encendedor a su mecha y su cera se empiece a derretir.
Qué desbarajuste, qué sufrimiento. Lo que quedaba de su vela se chorreaba y el charco de cebo derretido que de a poco se iba formando lo destrozaba de ardor. Pero más que el dolor, lo descomponía la cara con que el martillo, idiotizado, contemplaba la tenue flama que salía de su cabeza.
_Antoine, tenemos que empezar a ver a otras personas. Creo que sería mejor que los dos busquemos parejas dentro de nuestro entorno_ dijo Clara, harto de su embobamiento.
_¿Qué? _preguntó el martillo, absorto en el fuego.
_Que deberías estar con alguien del depósito_ explicó Clara despacio, temeroso_ así como yo debería estar con alguien de la sala.
Antoine se sobresaltó y lo miró perplejo. En su rostro de martillo, Clara percibió cómo colisionaban la ira, la confusión y la desesperación, todas ellas estrellá
ndose en una fracción de segundo de total inexpresividad. Un rostro a punto de explotar. Fue entonces que Clara logró ver un resplandor extraño en el cuello del martillo y supo que no podía ser más que el hilo invisible.
Con brutal determinación y con la última llama que podía sostenerse de su diminuto pabilo, Clara se lanzó de cabeza hacia el nudo del hilo, pero Antoine, apenas sintió el roce del fuego en su cuello, arremetió contra el candelabro a martillazos.
El delicado cuerpo metálico quedó tendido en el suelo y la oscuridad fue total. Corazón en mano, el martillo tomó el trapo menos sucio del depósito y lustró el magullado esqueleto del candelabro.
Clara no dijo palabra. No se dijo una palabra más. Con la parsimonia que requiere un cuerpo herido, Antoine le ayudó a pararse y a vestir su pantalla, guiado por la flama intermitente de su encendedor. Clara se alegraba cada vez que lo encendía, le reconfortaba el cuerpo, pero ni siquiera así, ni siquiera notando la costra de cera que había dejado en el cuerpo del martillo, estaba dispuesta a decir una palabra más.
Antoine la acompañó durante todo el recorrido de vuelta. De hecho, era la primera vez que recorría ese camino a pie. Lo escoltó hasta su vitrina, hasta su pequeño rincón, y al dejar a Clara notó la preciosidad de adornos que lo rodeaban, la pulcritud y la belleza. Tanta recargada formalidad en la que él nunca tendría que encajar. Aliviado  por su pensamiento, salió al jardín y lo caminó como quien acaba de llegar a este mundo de infinitas posibilidades, sintiéndose más libre que nunca, libre al fin del tormento al que lo tenía atado a ese candelabro infeliz e inconforme. Ahora sin velita aromática, además.
A la mañana siguiente, la señora Parada notó los dañas en su candelabro. Sujetándolo, lo acercó a su cara para verlo mejor y preguntó en voz alta, al viento, que quién había golpeado su candelabro, luego lo dejó en su sitio y continuó con su vida, como tiene que ser.

martes, 17 de mayo de 2016

Los Sonidos de la Ex Terminal




La Ex Terminal, con sus cinco cuadras caóticas en el centro de la ciudad de Santa Cruz, es la pasarela de un sinfín de sonidos de todo tipo, desde los gritos emitidos por los choferes que van a Yapacaní, hasta los cánticos mal cantados de las monjas del colegio Cardenal Cushing. 

De sol a sol, el coro irregular de la Ex Terminal acompaña a moradores y transeúntes. Esta galería de fotos intenta retratar en imagen, si es posible, el pan de cada día de nuestros oídos, de los que vivimos en la Ex Terminal.


Escuche con atención.
Almuerzo completo por Bs.-10 en la pensión de doña Lucero. De lunes a viernes atiende a unos cuantos comensales; los fines de semana, su terraza se repleta con los invitados de sus estridentes e interminables fiestas bailables.  


El turno de la tarde en el colegio Cardenal Cushing inicia a las 2:15, pero desde la 1:30 se puede oír desde los alrededores al desentonado profesor de música cantando "Déjalo que te toque y déjalo que te toque y recibe su bendición", con micrófono y acapela. 

Estos no son taxis ni trufis, estos son instrumentos musicales de viento, cada uno tocando su bocina en tonos y tiempos distintos, emulando el canto de los cucos en primavera. 

En otoño, flores de Toborichi se mezclan con la basura que adorna las aceras y el trinar de los gorriones se suma al canto de los motorizados. 

Madre de familia esperando para cruzar al colegio con sus dos hijos. Es zona escolar, sí, pero también es zona de la Ex Terminal. Ceder el paso no es una opción

Cuando por fin logran anteponerse al tráfico, cruzan corriendo, bocinazos e improperios mediante. 

 Los niños se quedan en el colegio, las madres se van y desde la puerta, se oye a la directora cantando "Cómo están los de kinder cómo están". Los niños deben responder gritando "Muy bien".

Cuatro veces al día, dos por cada turno del colegio, el tráfico de la calle Lemoine es una marea plateada en la que se pelean a sablazos padres de familia, choferes y vecinos. 

La Agencia de Empleos "Chavelita" es silenciosa. Las señoritas sentadas adentro se fueron escondiendo discretamente al notar la presencia de una cámara al otro lado de la calle. 

Todos los días, un camión de bomberos pasa por la Ex Terminal en hora pico haciendo simulacro de incendio, acompañando la marcha de bocinazos con su magnánima sirena. 

El sueño a la hora de la siesta es imperturbable para los que pueden dormir. 

Mientras tomaba esta fotografía, un hombre me gritaba desde la acera de enfrente que "¡Qué hacés sacándole foto a los indigentes! A ver, qué te importa a vos. Andá hacé tu tarea a otro lado, andá sacale fotos a tu familia si querés, ¡qué hacés molestando acá!". 

Después de las alabanzas mal cantadas del profesor de música, la directora, también por micrófono, pide a cada nivel que pase a su curso: "Los de tercero, pasen a su curso", y así. 

Doña Cleo vende jugos todos los días en la plazuela de la Ex Terminal. No necesita gritar porque su clientela es abundante y sus jugos de naranja, mocochinchi, papaya, lima y canela desaparecen antes de que se ponga el sol. 
 Doña María Josefina charla a gritos con Doña Cleo. Ambas estacionan su carrito lado a lado y se dedican a hacer negocio conjunto. Una vende jugos y otra, anticuchos de chorizo, corazón de pollo y lomito. No es raro ver al mismo cliente con doña Cleo primero y con doña María Josefina después.

La muchacha del somó acompasa su caminar con una corneta, no de las que vienen con la melodía característica incluida, sino una simple corneta. 

En el puesto de doña Josefina, los sonidos provienen de sus brazas chispeantes, de sus anticuchos chorreando grasa en la parrillita, y del motor de los micros al pasar. 

Cada vez que llega una encomienda a alguna de las oficinas de trufis que hay en la Ex Terminal, la encargada grita "¡¡¡Encomienda!!!" y un chofer de su empresa le responde "ya...". 

Agentes de la Dirección de Tránsito y Transporte descansando antes de seguir luchando con los micros y minibuses que pasan por el Primer Anillo. 

Esta ambulancia no está haciendo un simulacro. Su sirena resuena con verdadera urgencia. 

Chofer de trufis descansando. Así como los pájaros cantan y los gallos cacarean, los choferes de la Ex Terminal se la pasan gritando todo el día "¡Yapacaní para uno, Yapacaní para dos!", "¡A Montero, Buena Vista, San Carlos!!, "Minero, Minero, Minero", etc. 

Pasando la Ex Terminal, sobre la calle Lemoine, se encuentra la Escuela de Audio y Sonido AEA. Allí van los músicos a componer su propia bulla. 

No es necesario estar tocando los instrumentos para presentir el sonido que saldrá de ellos. 

Doña Merced no habla, solo vende papaya. En las mañanas, su marido se pasea ofreciendo jugos de papaya, remolacha, manzana, espinaca y demás brebajes espesos. 

 "Maní, maní, chipilo, papa frita, maniiií" 


viernes, 22 de abril de 2016

La Vaca Enferma

Estoy hundida en la aflicción, la vaca está en el hospital.

La vaca ha sido mi amiga y compañera por años, aguantándome el peso de uno como de diez, perdiéndose conmigo por la ciudad de los peces monstruos, fatigándose con los ventarrones de arena ardiente de las aceras del 5to Anillo… más de una vez sufrió algún percance y no es la primera vez que va al hospital. De hecho, a estas alturas, ya debería tener membrecía.

Desde hace unos días que la notaba decaída, débil, terca para andar. Las temperaturas aumentaron y la vaca empezó a dar señales de sufrimiento. A veces mugía con dolor, a veces se le paralizaban los músculos y se ponía lenta como tortuga, moviéndose sus patas con una parsimonia cósmica.

Fue ayer que le subió la fiebre. Tuvo que andar todo el día, la pobre, y por mi culpa, pues le hice dar más vueltas de las necesarias por haber olvidado mi cabeza en casa ajena y tener que ir a buscarla.
Al medio día, con el grandioso sol sobre nuestras cabezas, galopamos hacia una misión urgente. La vaca tuvo que esperar afuera, achicharrándose como churrasco, sus carnes duras deshidratándose, exhalando vapor.

Llegando de vuelta a casa le toqué la nuca y la sentí caliente. Al mirarla, sus ojos me devolvieron una súplica, por favor, necesitaba agua. Pobre vaca, ardiendo en fiebre.  Le serví dos litros de agua que se tomó como si fueran los últimos del mundo, y refresqué su frente con compresas frías.

Se acostó en la sombra y durmió por horas, sudando frío y temblando. Cuando tocó salir de nuevo, le di más agua y volví a aplicarle compresas. Sentí sus mejillas frescas y sus ojos aliviados, hasta tenía ánimo, hasta me decía que salgamos. Entonces salimos.

Muy entrada la noche y después de andar por horas, la fiebre volvió a subir, arrasadora, golpeando las rodillas de la vaca que no podía más que andar despacio, la pobre vaca. Al llegar donde Marce, le volvimos a dar agua y la refrescamos. Tomó muchísimo y seguía con sed, entonces le dimos más. Y más y más, y no paraba de tener sed.

Mejor vas a tu casa a que descanse, dijo Marce, así que me monté en la vaca y la llevé lo más despacio que la seguridad vial permite. Llegamos a la casa, abrí la tranquera y al subir la barranca, la vaca se desvaneció. La zamarroneé para que reaccione y termine de subir, pobre vaca, que empleó todas las fuerzas que le quedaban para llegar a su corral.

Ahí se tiró y quedó como muerta. Me contuve de llorar para no perder la calma, salí a buscar ayuda y tuve la providencia de encontrar a mi padre llegando. La vaca se está muriendo, gemí desesperada, qué vamos a hacer. Lo lógico, me contestó tranquilo, llamar a una ambulancia para que la lleve al hospital.

Entonces proseguí, llamé al número de la emergencia 800… y pedí una ambulancia, urgente, para mi pobre vaca. Llegaron antes de que colgara el teléfono, gracias a dios.
La subieron entre 6 a una camilla enorme, luego a la ambulancia, cerraron las puertas traseras y se fueron, dejándome con el corazón en la mano y las lágrimas en las pestañas.

Hace poco llamé al hospital para saber cómo estaba y me dijeron que todavía no había ingresado a pieza por falta de espacio para una vaca, que la tenían en su camilla enorme en los pasillos, pero que supiera que la cuenta no me saldría barata, pues necesitaba con urgencia un trasplante de radiador, cambio de correas, chapeado, pintura y otros arreglos más. 

miércoles, 20 de abril de 2016

Sobre Caja de Zapatos en Tribus Urbanas

Todo lo que querías saber sobre mi libro Caja de Zapatos, mis escritos, el Concurso No Municipal de Literatura 2015 y el enigmático seudónimo de Pitilumpi aquí!!

Genial entrevista hecha por Luis Fernando Ávila para el programa Tribus Urbanas de TVU Canal 11.

Muchas gracias por el apoyo!!

Pueden encontrar la entrevista desde el minuto 9:13:


Y no se olviden de seguir en FB y YT a Tribus Urbanas!!  https://www.facebook.com/TribusUrbanasTVU/

viernes, 26 de febrero de 2016

Charquito

Como todo es relativo, tengo el tamaño de una hormiga y vivo a la orilla de un gran charco. Como todo es relativo, este charco, que para una persona de tamaño humano sería un charco cualquiera, es un gran lago ante mis ojos.
Del otro lado del charco hay una ciudad gigante en la que yo solía vivir, hasta que un día llegó una tormenta violenta  y me arrastró lejos. Su agua me envolvió y su viento me condujo. Yo traté de escapar, luchando con todas mis fuerzas; nadé contra la corriente, me agarré de lo que pude, hasta intenté acabarme golpeando mi cabeza contra las piedras, pero la tormenta pudo más.
Conforme perdía mis fuerzas, perdía también mi tamaño. Para cuando la tormenta acabó y salió el sol, ya era una náufraga del tamaño de una hormiguita, tendida en el playón de este enorme lago que no es más que un charco.
Al recobrar la conciencia, inconsciente aun de mi nueva condición, miré hacia el horizonte, a través del lago, hacia donde estaba la ciudad. Los relámpagos iluminaban sus edificios y las nubes densas eran soberanas en su cielo. Por supuesto que no iba a volver.
Me pareció mejor idea adaptarme a mi extraña realidad y utilizar los recursos que me rodeaban para reconstruir mi vida. Recolecté ramitas, pasto seco y piedrecitas, y los uní con barro para levantar mi cabaña, cercana al charco, pero protegida por la maleza.
Junté un montón de pétalos para hacer mi cama y aprendí a cazar caracoles, a comerlos crudos, a disfrutar su viscosidad. Después de engullir mi primer caracol, robé su caparazón y lo convertí en la mesa sobre la que ahora escribo estas líneas con letra de palo y papel de hoja.
Mi casa está completa, me dije entonces, y empecé a vivir.
La vida no es muy ajetreada de este lado del charco. No hay mucho que hacer. Con una lombriz de tierra, ciega y fácil de cazar, tengo para comer como reina por días. Me paso las horas revolcándome en los pétalos de mi cama, miro las estrellas, adoro a la luna, me escribo a mí misma para no enloquecer de soledad.
A veces pasa un tropel de hormigas furibundas, impacientes, cargando sus cargas a toda prisa. Es mejor no meterse en su camino, por eso las miro desde mi cabaña, y no sé si me alegro de no tener que trabajar o si envidio el afán con el que cumplen su trabajo.
Algunos días, el sol brilla sobre la ciudad y me dan ganas de volver. Algunas noches tengo insomnio y el viento me trae gritos que pronuncian mi nombre. Extraño oír nombrarme en los labios de otras personas. Extraño sentir mis manos en otras manos, mi reflejo en el espejo, mi cabello lavado.
Miro a través del charco, a donde aguarda la ciudad, días con lluvia, días con sol, y pienso que podría construir un barco para llegar al otro lado. Sería hermoso hacer un puente, aprender a volar o solo crecer, crecer hasta mi tamaño original, y caminar hacia la ciudad atravesando con pies enormes  este charco, que solo entonces será un simple charco. 

viernes, 8 de enero de 2016

La puerta está un paso más allá

Ayer escuchaste demasiadas porquerías que hoy se repiten como un eco. No existen días mejores en el oscuro túnel que tenés que recorrer. No hay tragaluces, antorchas ni salidas de escape. La negrura está habitada por crueles ilusiones.
Y como ya no soportás las palabras que te rompen la cabeza, ese coro de sandeces que interpreta la gente soberbia, te sumergís en tu refugio de sábanas. Te acurrucás sobre tu costado izquierdo, presionando tu descascarado corazón, y te cubrís hasta las orejas para luchar contra el terror a que algo maligno te ataque por la espalda. Sabés que el edredón no es el mejor escudo, pero tu enemigo es un miedo incorpóreo.
Ya te sentís segura. Asumiste que nada malo sucede y las lucecillas de la calle iluminan lo suficiente la habitación, pero las voces de tu cabeza siguen ahí, tormentosas. Son el espejo de las palabras pronunciadas, día a día, por las mismas personas que destrozan tus oídos, y mientras más cerca estás de cruzar el umbral del sueño, más nítidas y fuertes suenan ellas.
Tu corazón bombea tan fuerte que lo sentís omnipresente. Late tu estómago, marchan tus orejas y tamborilea tu cuerpo desde la cabeza hasta la planta de los pies. Tu sangre danza una coreografía tropical cuando lo único que querés es suspender la sesión. Stand by.
Ya casi llegás. Se adormece tu pulso, tu conciencia y tu miedo al miedo. Estás a punto de llegar, pero entonces es la casa quien comienza a hablarte: la madera cruje y los plásticos se dilatan con un sonido explosivo que perturba tu triste tranquilidad.
Te rendiste. Echás a un lado las frazadas, el terror patológico y la frenética necesidad de descansar. Dejás de oprimir tu corazón con tu cuerpo y, como todas las noches a esta hora, te ponés a mirar el techo, a naufragar en reminiscencias.
Sabés que solo estás en un túnel, que todo esto va a acabar antes de lo esperado. Es un pasaje de transición y no podés dejar huella en sus paredes pues quizás, por dañina curiosidad, podrías querer volver  comprobar su tu marca sigue allí, y allí estará, condenada junto a vos a este camino insufrible.
Así que solo caminá, derecho, derecho, y si la oscuridad te da miedo, cerrá los ojos, pues es mejor penumbra conocida que penumbra por conocer.

Seguí así, solo un paso más, que ya casi cruzas el umbral. 

Mancha negra, negra, roja

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Qué frío de cuerno, pensaba Lucía, ojalá el invierno artificial termine de una vez. Llevaba siglos tratando de sacarse la marca de Caín que tenía en la uña del anular izquierdo, mismo dedo que portaba su anillo de compromiso. 
 La sala de espera parecía una pasarela de perdidos, de tránsito lento y desordenado. Ella, sentada allí, era como un fantasma. Las personas llegaban, hablaban con la recepcionista pelirroja y luego se adentraban en el laberinto de pasillos, del cual saldrían más verdosos y desorientados que nunca.
Cuando Lucía llegó a la sala de espera, se acercó muy serena al escritorio de la mujer que cortaba cebollas sin llorar y le pidió cita con un cirujano, urgente, para que le ampute la punta de su anular maldito.
Quienes la depositaron ahí fueron sus padres en un arrebato de pánico, después de oír a la hija decir que quería cortarse el dedo por la marca de su uña.  
La recepcionista levantó la cabeza con desidia y posó sus ojos de grandes párpados sobre la pálida muchacha, pero sus manos no dejaron de picar. Siéntese y espere, le dijo, en seguida llamo al doctor.
Y así se pasó sentada cinco días, sin moverse, dormir, comer o beber. Su única ocupación fue sacarse la mancha negra que había dejado el esmalte. Se embebió tanto en su labor que se olvidó de su existencia, volviéndose invisible para sus propios ojos.
Al pasar los días, Lucía se cansó de raspar con sus uñas y arremató contra la marca con los dientes, con una brutalidad tal que de su dedo corrió sangre y esta le provocó un apetito voraz, incontenible, irremediable.
Hubiera sido espantoso para cualquiera que le viera la sangre derramarse por su quijada y los dientes teñirse de rojo, pero nadie la veía. Ella no estaba allí.
Cuando terminó de ejecutar su rudimentaria cirugía, cayó en cuenta de lo sucedido y, sonriente, se acercó con su medio dedo sangrante en alto a la recepcionista. Ya no necesito al doctor. Me voy.
La pelirroja sonrió por primera vez. Espere, dijo, aquí tiene hilo y aguja para su dedo. Felicidades y que le vaya muy bien.  

Lucía le devolvió la sonrisa y se tomó un minuto para suturarse el muñón del dedo antes de salir del hospital psiquiátrico, contenta de haber resuelto el problema, pero sin descubrir, ni entonces ni jamás, que lo único que tenía que hacer era sacarse el anillo de compromiso. 

La procesión de los bichos

Un jueves numerado por la mala suerte, llegó a Pitilumpia un desfile interminable de animales. Los elefantes encabezaban la marcha, seguidos muy de cerca por los rinocerontes, hipopótamos y camellos que guiaban a los demás animales por los senderos del valle. 
El viaje inició en la punta de los pies y fue provocando un cosquilleo insoportable con sus millones de pisadas hasta la planta de los pies.
Pasadas las primeras horas de viaje, sortearon el talón y emprendieron camino cuesta arriba por las pantorrillas, asegurándose de presionar los puntos más delicados. El tropel venía furioso, decidido a causar dolor.
Los peso pesado golpeaban, los medianos entumecían y los ligeros hacían cosquillas. Trabajaban en equipo para que el dolor no cese y el cansancio se quede colgado de los músculos.
El viaje por las piernas fue largo y difícil, sobre todo al llegar a las enormes nalgas, empinadas y flácidas. Además, todo el esfuerzo que hicieron subiendo no causó ningún dolor, pues una gran cantidad de grasa separaba a los nervios de la superficie. Pero por fin, después de mucho escalar, alcanzaron el premio mayor: la espina dorsal.
Ahí se sintieron en el paraíso. Rompieron filas y todos los animales, de todos los tipos y tamaños, corrieron a sus anchas por las planicies de la espalda. Brincaron por las rocosas vértebras, zapatearon en el coxis e hicieron una fiesta con bombos y platillos sobre los nervios más importantes de la meseta.
Después de una noche de fiesta y baile, la caravana siguió viaje con la misma algarabía hasta llegar al atlas, donde se asentó a descansar.
La vértebra más alta de la columna era el edén. No solo tenía excelente vista, sino que, presionando algunos puntos precisos, podían enviar dolor desde allí hasta cualquier parte del cuerpo.

La procesión sigue ahí, a gusto, y la reina de Pitilumpia aún no encuentra un pesticida, calmante, cama o reposo capaz de deshacerse de todos los bichos que amenazan con causarle una tortícolis.