lunes, 29 de octubre de 2018

Terciopelo de agua


Terciopelo de agua. Te pensaba sobre el kayak. Agradecí a la vida por la inmensa paz que me rodeaba. El humo se levantaba sobre la represa, el sol rojo pintaba de apocalíptico encanto el ocaso del sábado. Los tucunarés nadaban por los bejucos, daban fe de ello los patos cuervo que ya se acomodaban sobre sus cobijas de hojas y colchones de ramas. El árbol, seco, se erguía triste sobre el agua salpicada de burbujas; eran las sardinas que, regocijándose, brincaban para recibir el milagro de las seis de la tarde. La quietud era majestuosa, a pesar de la música que viajaba, fuerte y clara, desde la orilla contraria. Tanto calor hacía. El pueblo se había arrimado a la represa por playas, balnearios y esquinas sacramentadas, todos afanados en refrescar el cuerpo, en calentarlo más con funky y cerveza, en volverlo a enfriar.

Ella ama el agua tanto como yo, por eso no puedo evitar pensarla delante de mí, con su sonrisa blanca y sus piernas largas, extendidas hacia la proa de este kayak que hoy me lleva sola, que fue el único testigo de mi “gracias, dios”.

La pienso por los rincones de la casa: nos bañaremos aquí, colgaremos nuestras toallas allá. Esta ducha pasa corriente. Todas, en realidad. Pienso en sus ojos, en sus pies. Me estremezco al imaginar la hermosa pareja que harían la tierra colorada de San Ignacio con sus adorados zapatos de tela, antes blancos, ahora escalando a tonos más vanguardistas.

En medio de la represa, abandoné el kayak y salté al agua. Fue difícil animarme, el agua oscura, el fondo infinito, imposible de adivinar. Flotaba con mucho esfuerzo, intentando, errada, pararme sobre el vacío acuático en el que estaba inmersa. Intenté flotar de espaldas. Miré hacia el bello celeste del cielo, salpicado apenas por coquetas nubecillas. Vi completa hermosura y sentí pavor. Las películas de terror habrían tenido algo de culpa, pero mientras más absorta estaba en la belleza, mayor era el pánico de que algún animal voraz o monstruo nadador salga de las profundidades y me ataque por la espalda. Cuando agarré confianza, sin embargo, me sentí como flotando en el espacio, por una galaxia densa donde podía deslizar mi cuerpo a mi antojo. El cansancio me hacía sonreír.

Luego el sol descendió. Temblé cuando volví a subir al kayak, rescatada por mis brazos del éter líquido. La hora pintaba, a través de los lentes, colores sobrenaturales, millones de tonos de violeta.

A ella le gusta el violeta. Me gustan sus labios, los únicos en el mundo que tolero pintados. Besos de violeta, tucas coloreadas por tu color.

Salió la luna, dorada. Volaron las garzas, plateadas. Volaban en bandada, formadas en V. Se erguía creciente, entre hojas y palmas, con los cráteres sonrosados. Las capturé con el teleobjetivo. A la luna, a las garzas, al violeta del cielo, a las lucecillas del pueblo que comenzaban a tirar hilachas de luz sobre el espejo del Guapomó.

Pero uno solo conserva lo que no amarra.

Aceitunas, cerveza, arena en mis pies, la silueta del sol diciendo hasta mañana, el agua como intermediaria, mi padre a mi lado. “Siento mi alma llena”, le dije. Dio un saltito de sorpresa, acaso no esperaba que su hija fuera tan feliz. Sin explicaciones ni contradicciones, me dijo “gracias”.



sábado, 27 de octubre de 2018

El clima y el alma



Los troncos aguantan, las hojas caminan.
Los demonios internos son domados por las pasiones propias.
Cada noche, en mi terror, conozco más la casa.
Es como aprender un idioma nuevo:
comienzo a reconocer sonidos y dejo de temerles.
Los reconozco.
No siempre sé de dónde provienen,
pero los reconozco cotidianos, lo que los hace inofensivos.
Las paredes lloran hilos líquidos que las marcan de lastimero modo.
Tan nueva y tan vieja, las tempestades doblegan a la casa.
La orquesta Follaje proviene de todas las viviendas vecinas.
Los chirridos que se perciben más cercanos,
se adivinan oriundos de los inmuebles traseros;
esos que no conozco con precisión,
acaso una casa, acaso un edificio,
arañando las ramas de sus árboles,
las paredes de mi edificación.
El clima no me da tregua.
Poco recuerdo las pocas noches en que dormí como bendecida
(nunca bendita).
En cambio se graba en mi memoria
cada tormentosa cifra que me advierte la inminencia del alba.
Yo, en vela, pendiente del menor ruido,
aterrorizada del malhechor que se acerque a ultrajarnos.
El insomnio me devora.
O, más bien, me escupe a la realidad,
a la conciencia.
Quien devora es el sueño,
solo para acogernos
en su tibio refugio estomacal,
durante el tiempo que demore la digestión,
antes de volvernos a defecar
al aquí y al ahora.
La tormenta se calma.
¿Qué conexión extraña tienen
el clima y el alma?

miércoles, 22 de agosto de 2018

Lágrimas de adulto


Entonces, eché mi primer llanto de adulto
Sobre mi cama de niño.
Me vi sonriendo en el retrato del velador
con la inocencia, intacta, abrazando mis dos trenzas.
Mis ojos brillaban por la promesa de la incertidumbre.
Quien le devolvía la mirada,
Se limpiaba los mocos nacarados.
Lloraba por el mercado. Sí, por el mercado.
Porque, ahora que comparto la cama,
Ahora que me muevo menos
Para no perturbar un sueño más urgente que el mío,
Lloro por el mercado.
No quiero ir sola,
Pero ella tiene que ir a trabajar.
Qué lío.
No quiero cocinar cada día, lavar, barrer;
Esperar entre cerros de mugre
La visita semanal de la prodigiosa empleada.
Todo sola.
Ella tiene que cumplir un horario de oficina.
Qué lío.
Yo también trabajo, pero desde casa.
Mi jefe se forra con mi piel
Y mi ejecutivo de cuentas
Es un neko de la suerte.
Tengo más tiempo para habitar nuestras paredes,
Para contemplar el milagro del desorden reptando por los rincones,
Para dormir hasta las doce entre sopores de doncella,
Para despertar y sentirme mal al respecto.
Eso significa que me tengo que hacer cargo de la casa, ¿no?
¿Cómo funcionan los roles hogareños?
Tendría, acaso, que marcar tarjeta para que
Ninguna tenga tiempo de cooperar.
O tendría ella que trabajar desde casa,
Pero siendo así, ¿le importarían
el orden y la higiene?
Lo cierto es que no he hecho nada de esto.
No he ido al mercado,
ni cocinado algo que no provenga de una caja,
ni tomado el escobillón más de una vez.
Pero heme aquí
Llorando lágrimas de un adulto
Que se rehúsa a abandonar
El abrigo eterno,
Siempre perfumado y bien tendido,

De su cama de niño. 

miércoles, 27 de junio de 2018

Hijo de dios


Se subió un señor al micro, pidiendo el favor, por unas monedas, para su salud en riesgo:

“Hágame el favor, mijito querido. Yo no canto, no rapeo, no toco zampoña. Yo no quiero engañarlos con mi boca. Seré un viejo feo, pero también soy un hijo de dios".

jueves, 7 de junio de 2018

He de parirme


Hubo un momento de mi vida en el que pensé: todo está bien conmigo, soy feliz, estable, tengo las metas claras y disfruto cada día que pasa. Luego -no luego de inmediato, sino algo después de no tomar consciencia del paso del tiempo- luego, todas mis afirmaciones se vinieron abajo.

Me cuesta concentrarme. Tengo un par de fotos de mi infancia a mi lado, sobre el edredón de plumas que Corvette ensució por andar paseando por la chimenea. Ella lo disfruta, al igual que disfruta mi almohada, la muy mugrosa. Estoy dispersa. Escucho a Fatoumata Diawara porque no puedo escuchar mis propios pensamientos.

No sé, hablar de mi depresión me pone a llorar; pensar en ella también. Que sea un tema de conversación me irrita. “Pasaste por cosas feas, mucho estrés, todo se te acumuló”. Nada que no sepa; ningún consuelo. Aun así, no puedo evitar hablar de las lágrimas que brotan solas cuando me miro al espejo.

En una foto estoy en brazo de mi abuelo, tengo un año y estamos en su camioneta. Lo miro como tratando de descifrar sus muecas de payaso. En la otra, tengo unos ocho años y estoy parada junto a él, mi abuelo, frente al gallinero de su estancia, dándole maíz a las gallinas con una batea de madera. Tengo un overol rojo y mi abuelo usa un sombrero de vaquero bien camba. Ambas fotos fueron tomadas en San Ignacio de Velasco. Estoy dispersa.

Tengo la mala costumbre de escribir pensando en la publicación, como si cada letra que marcase en el papel ya fuera una cifra binaria lanzada a la interweb. Igual y escribo todo lo que pasa por mi mente. Mis letras no tienen rumbo en este texto desesperado.

El padrino bajó una chirimoya gigante de nuestro árbol, la más grande que he visto en mi vida. Lloré como una niña porque tuve que levantarme temprano. Lloré como una niña porque la presión de tener que levantarme temprano no me dejó dormir bien las escasas cuatro horas que tenía para hacerlo. Desperté a la hora exacta y desde ese momento, me dediqué a maquinar excusas para no ir a sacarme análisis, mientras palidecía en la espera de que mi madre se despertara y viniera a levantarme a la fuerza.

Pasaron una hora y quince minutos desde que desperté hasta que mi progenitora vino.  Apliqué todas las excusas maquinadas en ese periodo de tiempo, ninguna funcionó. Es tarde, solo van a atender cuarenta y cinco minutos más, dije. No importó. Mayor razón para levantarme de inmediato. Y lloré. Lloré sentada en el sofá de la sala, esperando al taxi. ¿Se puede ser más estúpida? ¿A qué pérdida de la razón me he sometido? Soy idiota. La sola idea me hace llorar más.
Sentí que tenía muchas cosas que decir cuando agarré el mango y abrí el cuaderno, pero apenas derramé la tinta, las palabras se diluyeron en mi mente.

Anoche vi a Tash Sultana diciendo que la depresión es una enfermedad que nadie toma en serio. Que es como ver a alguien agripado y decirle que se levante de la cama y siga con su vida. ¿Qué se hace entonces? Me pregunto. Cómo se cura; a quién acudo. ¿El psiquiatra? ¿Fármacos antidepresivos?   Terror y Pesadillas.

Marcela dice que tu pasión puede curarte cualquier tristeza. Mi pasión es escribir, por eso ahora estoy quemando letras, tratando de encontrar una respuesta, a ver si cae del cielo de las palabras, a todo este tedio de vida mocosa que estoy llevando.

Solo ensucio papel. Solo gasto tinta. Taconeo con párrafos los vacíos de mi alma; los envuelvo con cintas de esperanza, la esperanza de que, una vez publicados estos sollozos lastimeros, algún ser misericordioso, que sienta, acaso, el menor interés por mi vida, diga “oh, vaya, qué profunda lucha por vivir; cuánto la comprendo y compadezco”.

Soy patética. Patética en lo más auténtico, tanto como estúpida de pura cepa.
Esta noche por fin es el concierto, el último eslabón en el proyecto del documental, que una vez termine de filmar -y de editar- podré entregar para decirle adiós para siempre a este semestre; a todas las materias y trabajos de grupo de esta carrera. Y la verdad es que no me importa cómo salga ese documental, yo con entregarlo ya estoy del otro lado. Oh sí, viva la mediocridad. Viva encargarse solita de los trabajos en grupo y tener que andar rogándole a tus compañeros que aparezcan y cumplan su función.

Me estoy buscando por dentro, de nuevo. No es que trate de definirme; es más bien que intento ser aquella que era a los quince años, quizás mi ser más auténtico y virginal, que se daba el lujo de tener una fuerte opinión sobre todo, sin saber nada. Aquella a la que le interesaba más aprender que lucrar. Más importaba hacer, jugar, descubrir, practicar, que solo descansar del solo cansancio.
Quizás estoy sufriendo tanto porque me aterra independizarme. Tendré que hacerme total cargo de mi existencia y no sé si soy capaz. Qué nivel de inutilidad. Cómo fuera con hijo, si no puedo existirme a mí misma.

En estados de crisis similares, solía hacerme tatuajes para reafirmarme. Mi brazo espera con ansias la pieza del gallo y el perro, pero para reafirmar qué. Que el perro depresivo, lastimero y chantajista es quien debe agachar la cabeza. Ese comprador pesimista de ojos tristones y cola entre patas, que a quien sea arrastra hacia el remolino de su tristeza fútil. Este debe agachar la mirada, llorar de espaldas con el hocico hundido en la esquina, mientras el orgulloso gallo emerge, madrugador y optimista, para ofrecer cánticos al sol. Colorido, sagaz, seguro de sí mismo. No hay adversidad que penetre al gallo, pues la fuerza de su espíritu lo mantiene erguido; pero, ay del perro, cuya sombra siempre acechante, siempre dispuesta a aullar a la luna, sabe llorar en días fríos.

Me mareo. Tengo las náuseas de quien está embarazada de sí misma. Por una vez en la vida, he de parirme.

jueves, 11 de enero de 2018

40 años de registro

Reseña de “Diez de la Mañana de un Domingo Sin Fútbol”, de Óscar Martínez.

Óscar Martínez, a sus 40 años, lanza su debut como escritor, junto a Sobras Selectas, de Alexis Argüello: “Diez de la Mañana de un Domingo sin Fútbol”. Cantidad de años y kilómetros recorridos, podría pensarse, para escribir un libro en primera persona a la altura de esta obra paceña que, cual Batman en Ciudad Gótica, llama Metropolitana a la ciudad de La Paz.

Con tanto por contar, de lo personal y lo ajeno, Óscar nos presenta cuentos nostálgicos sobre la infancia, las raíces y la inocencia, como La Alegría de mis Muertos, o historias que, de su mano, fotografían escenas de la sociedad paceña de la manera más fiel y accidentada, como El Cholo Burgués, con los Señores Maquineros.

Con humor negro y la ironía que caracteriza al ser boliviano, protagoniza una obra de arte de lo maquiavélico, una oda al despropósito y una diestra función de malabarismo entre el azar y las causas: El Triste Oficio de Mentir.

Su lenguaje brinca entre lo elegante y lo amistoso, lo sarcástico y lo políticamente correcto, retratando la viveza criolla y el hilarante contraste entre lo establecido y lo improvisado, como en El Simulacro, donde, además, su trama va alternando realidades entre el narrador testigo, el acta escrita y las cámaras de televisión.

A pesar de ser un narrador presente, piensa más allá de sí mismo. Se lo puede considerar un observador, un testigo desafortunado o un coprotagonista de su propia vida, como en Rocky en los Andes, donde los recuerdos son inflados por el brillo de la inocencia, como cuando sentíamos que todo era más grande porque nosotros éramos más pequeños.

En contraparte, goza de crudeza para la fatalidad y tiene presente a sus muertos, a los que extraña y a los que no tanto, como en Ausencias Deseadas, donde el dolor tiene como sombra un pasaje de nuestra historia nacional que afectó a la vida como un gatillo.

Y luego están las chicas. Mariel, el primer amor que acabó por despedirse en la camilla de metal; las rubias del Cazador de Gringas, y las víctimas de la mentira en El Triste Oficio de Mentir. Parecen simples excusas puestas ahí para arrancar los deseos primitivos del narrador, como flores en un empapelado, pero no pueden, en su poder de personajes, evitar arrancar historias, como en Oídos, de Paredes en una Fila.

En muchos libros, sucede que los autores van dejando remitidas a las mujeres al pasillo de los amores volátiles y las nalgas sin apellido. Y sin embargo, El Juego Verdadero habla del amor. No sé si el amor es la pelota, o acaso la pelota será la mujer, o acaso el equipo contrario, o solo su arquero, pero en resumen, el amor es como el fútbol. A las 10 de la mañana de aquel domingo, a Óscar le faltaba amor.  


Dos pasos allá del final fatalista de esta reseña, disfruté muchísimo el libro y lo recomiendo de todo corazón. Cortito pero contundente.