El sonido desaparece de a
poco, o más bien, se despega de los oídos de Olivia, o se lo lleva el viento, o
ella va volando tan rápido que el clamor del mundo no puede alcanzarla. Sus
ojos no resisten, los tiene cerrados, y bajo sus párpados ve formas y luces de
colores pasar a toda velocidad.
Es la primera vez que se siente así, aterrorizada y eufórica, con la
adrenalina corriendo tan rápido por su cuerpo como ella por el espacio. Adora
esa sensación, pero le corroe la angustia de imaginar que de pronto sus manos se
sueltan del piloto de este cohete, no habiendo nada detrás que la sujete. Se
aferra más fuerte porque va sentada al borde del abismo letal.
Cuando la moto se detiene
en la luz roja, abre sus ojos y encuentra su reflejo en la ventana de una
movilidad. Está pálido y despeinado. Tiene la cara de alguien que dejó su alma kilómetros
atrás.
Olivia adora viajar. Pasó los quince años
de su corta vida cautiva en una casa a la orilla del mar, sin poder salir ni
ver a más personas que a sus padres, pero desde que mamá decidió salir del
encierro, volver a la casa de los abuelos y atravesar medio continente por agua
y tierra para lograrlo, Olivia ha resuelto no parar de moverse. Explorar el
mundo sin cesar.
Vuelve loca a su sobreprotectora madre,
quien vive escandalizada de los horrores de esta peligrosísima ciudad, y la
hija, dios la cuide, vagando como un perro por quién sabe dónde, cómo y con
quién.
A Olivia poco le preocupan su seguridad,
economía, deberes y la preocupación ajena. Ignorante de los peligros del mundo
y ansiosísima por descubrirlos, se lanza a las calles con los bolsillos
tintineantes y las recorre en el primer micro que la levanta, hasta el cuarto
anillo y de vuelta, como le aconsejó su prima Adelita para que no se pierda. Va
así, en el transporte público, desentrañando cada rincón de la ciudad con la
naturalidad de quien la habitó toda su vida, pero sin la menor noción de
ubicaciones geográficas. Hoy aquí, mañana allá.
Su fiel compañero de aventuras es un
aparatito musical que le regaló Adelita para bienvenirla, cargado este con
canciones como agua, que se adaptan a cualquier situación y lo empapan todo.
También le gusta caminar y que sus pies
decidan el rumbo. Como el otro día: se puso los audífonos y anduvo perdida,
buscando encontrarse, bajo una lluvia extraña que tocaba la puerta pero no se
animaba a entrar. Por esos días había tanta humedad que a
ratos el aire se transformaba en agua y el viento golpeaba el rostro de Olivia
con minúsculas gotitas, mientras el sol radiante contemplaba entre risas.
Y como lo único que le importa es seguir
viajando, ignora los reproches que su madre de que te vas a resfriar, cualquier
cosa te puede pasar, un paso en falso y ya tienes la pierna rota, te subes a
cualquier transporte y ni sabes dónde acabas, y tan distraída que vas con ese
aparatito, te lo van a robar, te pueden secuestrar, y antes de que termine con
la última maldición, Olivia ya está de nuevo en la calle, corriendo hacia el
infinito sin delante ni detrás.
Esta mañana, el chico de los puntos verdes
y cuadros azules la escuchó relatando sus aventuras en el transporte público.
Ya que tanto te gusta andar en micro, le dijo, deberías ir a probar el jugo de
cupuazú. Es lo más refrescante de la vida.
Olivia abrió muy grande los ojos y recibió
la sugerencia como la más importante de las misiones. Cómo llego, le preguntó
al muchacho, sonrojada, y asintió con la cabeza mientras recibía una vaga
indicación de calles y líneas de micro a la que no entendió nada, pretendiendo
tener la figura clara para no quedar mal ante el primer chico que lograba
revolverle el desayuno en las tripas.
Olivia se ensarta los audífonos, sale de la
casa de la abuela y camina dos cuadras hasta la esquina por donde parecen pasar
todas las líneas de micro de la ciudad. Parecen.
Lee a prisa los letreros de los parabrisas
en busca de una avenida cercana a destino. Alza el brazo casi por instinto
cuando lee Isuto en un cartón fosforescente y se trepa al micro al ritmo de una
melodía en Do mayor.
El transporte va casi vacío, el cielo
empieza a despejarse y la brisa trae el alivio para el sopor de la tarde. Es un
día adorable. Cuando Olivia vuelve a la realidad, se da cuenta no sólo de que
se pasó por mucho, sino de que está a punto de salir del área que conoce de la
ciudad.
Se baja de inmediato y al pisar la acera,
visualiza el nombre de la avenida que busca en el parabrisas del micro que
viene detrás. Alza el brazo y este se detiene a su señal.
Mientras el sol se despide, Olivia nota que
el área urbana se va quedando atrás. A la señora que está sentada a su lado, le
pregunta si el micro pasará por tal avenida, y ella le responde que ya pasó,
tenías que haberlo agarrado del lado contrario. No tuve tiempo de pensar,
piensa Olivia.
Todos se bajan de golpe en una calle lodosa
segundos antes de que el micro se estacione en una playa junto a sus
semejantes. Se abre la puerta. Olivia, sentada sola en el fondo, le pregunta al
chofer que si tenemos que hacer trasbordo y él le responde que no, ya llegamos
a la parada. Fin del viaje. Y dice para sus adentros, los micros no dan la
vuelta.
Con los últimos rayos de luz, la ciudad
empieza a transformarse en una máquina viva y monstruosa que exhala vapor por
los rincones oxidados. Calles, avenidas y edificios se articulan para componer
esta horrenda criatura de lodo bañada en luz amarilla y habitada por
serpientes, peces, sapos y demás seres de este ultramundo lejano al que Olivia
ha venido a parar por accidente.
El miedo y el frío le erizan los huesos. Es
como estar en el fondo del mar o en una
máquina mágica, o en una ciudad fantasma donde las personas son sombras
traslúcidas que trocaron buses por largos monstruos marinos.
Es apremiante salir de aquí, por lo que la
muchacha extiende el brazo ante la primera serpiente veloz que ve, con el
número 89 en la frente. Mientras el monstruo se arrastra por las calles
lodosas, Olivia mira por la ventana cómo la oscuridad se traga todo a su paso.
La ciudad máquina suspira humo negro y sus articulaciones se quejan con
chirridos desesperanzadores.
Otra vez hay una señora sentada a su lado,
pero esta es oscuridad, como todas las personas que viajan en serpiente. El
micro volverá al centro, le pregunta a la señora. Ya no, responde, tenías que
tomar el que va en dirección contraria.
Olivia, odiándose, baja en la siguiente
avenida, una explanada lodosa iluminada con pobres lucecillas amarillas,
idéntica a la anterior avenida, o a todas las que se extienden del Cuarto
Anillo para afuera.
Cruza hacia la vereda que, según la señora,
va al centro. Hay una estación de servicio que parece abandonada pero tiene luz
y, guardándose bajo esta, una oscura mujer joven con dos oscuros niños de la
mano
Para evitar más viajes sin sentido, Olivia
le pregunta si este carril va al centro. La respuesta es un simple y lento
asentir con la cabeza, así que a la próxima serpiente, blanca con rayas verdes,
Olivia levanta la mano.
Esta vez el transporte va
lleno. Ella paga con una moneda y se acomoda adelante, parada junto a otro
muchacho sombrío al que le pregunta si este micro va al Cuarto Anillo. Sí,
responde, yo me bajo ahí, así que te aviso cuando lleguemos.
Atraviesan varias
avenidas, todas idénticas, todas extremidades de esta ciudad colosal que se
arrastra por la extensión de su propia planicie.
Llegan al Cuarto Anillo,
lo sabe gracias al muchacho que baja con ella, pero la máquina sigue respirando
humo y las serpientes y monstruos siguen deslizándose por la gran avenida que
tiene delante.
Está parada en medio de
otro barrial y las luces más cercanas provienen de una choza de madera llena de
chatarra, desde la cual, tres grotescas pirañas la devoran con la mirada.
Nerviosa, aguarda sobre
el asfalto a que aparezca un taxi, pero solo serpientes, peces y monstruos
transitan por ahí. Al cabo de unos minutos, aparece un pez amarillo con un
letrero brillante al que reconoce con alegría: el trufi vueltero del Cuarto
Anillo que la dejará justo en la avenida que le dijo el chico de los puntos
verdes y cuadros azules.
Apenas se acomoda en el
asiento, repara en que no sabe si va en la dirección correcta, tantas veces le
ha pasado, pero cansada como está de tanto monstruo y barrial desconocido, se
queda callada con la esperanza de llegar a destino. No quiere que nadie más se
dé cuenta de que está perdida.
Para su suerte y con
mucha dicha, llega a la avenida Banzer. Ha recuperado el ánimo, pues de lejos,
la ruta se ve llena de luces, letreros y grandes tiendas donde ampararse.
Empieza a caminar y se da cuenta de que la distancia entre las luces es mucho
más larga de lo que parecía. Mientras sortea los charcos y basurales de esta
ciudad sin aceras, piensa, lo bueno es que estoy tan concentrada en no
embarrarme que no presto atención a los peligros que me acosan. Lo malo es que
me estoy embarrando.
Comienza a lloviznar y
sus ropas de verano no hacen ni el intento de abrigar a su tembloroso
cuerpecillo que sufre con el agravante de este alumbrado público que parpadea y
se apaga justo cuando pasa la muchacha.
El jugo de cupuazú se
encuentra a unas cuadras delante, en línea recta, pero estas son demasiado
largas para seguir caminando. Espera a que la avenida se despeje un poco y
corre hasta el camellón del medio, esquivando monstruos brutales que amenazan
con dejarla estampada en el pavimento. Toma aire y corre de nuevo para llegar a
la acera donde tendrá que esperar a la serpiente que la lleve en línea recta.
Pasan muchas, todas
llenas, y no se anima a subir a ninguna. Mientras tanto, oscuras pirañas que
pasan en todo tipo de monstruos marinos le lanzan miradas, silbidos,
improperios… Olivia, entre furia y nervios, no sabe dónde ocultar las piernas.
Camina media cuadra más
hasta un palacio plateado y escarlata protegido por dos portentosos leones
chinos de concreto. Al instante pasa una serpiente azul que escupe pasajeros
por la puerta, pero aun así para ante la mano de la muchacha que se sumerge
entre los cuerpos de sobras y pide a alguien que le alcance su moneda al
chofer.
Durante los treinta
segundos del recorrido, Olivia es una sola masa con los cuerpos oscuros. Llegan
al semáforo y ella vuelve a escabullirse hacia la puerta para salir como
disparada. Cuando la serpiente sigue su camino, deja ver el pequeño puesto de
jugos por el que se escribió esta travesía y que está justo en frente de la
joven, cruzando la calle.
Mientras una licuadora
tritura el cupuazú congelado, el rostro de Olivia va recuperando el color, y
luego, mientras el apreciado brebaje sube por la bombilla y baja por su
garganta, la luz vuelve a las calles, los monstruos vuelven a ser motorizados y
las sonrisas iluminan el rostro de los seres humanos.