martes, 22 de mayo de 2012

Travesía


El sonido desaparece de a poco, o más bien, se despega de los oídos de Olivia, o se lo lleva el viento, o ella va volando tan rápido que el clamor del mundo no puede alcanzarla. Sus ojos no resisten, los tiene cerrados, y bajo sus párpados ve formas y luces de colores pasar a toda velocidad.
Es la primera vez que se siente así, aterrorizada y eufórica, con la adrenalina corriendo tan rápido por su cuerpo como ella por el espacio. Adora esa sensación, pero le corroe la angustia de imaginar que de pronto sus manos se sueltan del piloto de este cohete, no habiendo nada detrás que la sujete. Se aferra más fuerte porque va sentada al borde del abismo letal.
Cuando la moto se detiene en la luz roja, abre sus ojos y encuentra su reflejo en la ventana de una movilidad. Está pálido y despeinado. Tiene la cara de alguien que dejó su alma kilómetros atrás.
Olivia adora viajar. Pasó los quince años de su corta vida cautiva en una casa a la orilla del mar, sin poder salir ni ver a más personas que a sus padres, pero desde que mamá decidió salir del encierro, volver a la casa de los abuelos y atravesar medio continente por agua y tierra para lograrlo, Olivia ha resuelto no parar de moverse. Explorar el mundo sin cesar.
Vuelve loca a su sobreprotectora madre, quien vive escandalizada de los horrores de esta peligrosísima ciudad, y la hija, dios la cuide, vagando como un perro por quién sabe dónde, cómo y con quién.
A Olivia poco le preocupan su seguridad, economía, deberes y la preocupación ajena. Ignorante de los peligros del mundo y ansiosísima por descubrirlos, se lanza a las calles con los bolsillos tintineantes y las recorre en el primer micro que la levanta, hasta el cuarto anillo y de vuelta, como le aconsejó su prima Adelita para que no se pierda. Va así, en el transporte público, desentrañando cada rincón de la ciudad con la naturalidad de quien la habitó toda su vida, pero sin la menor noción de ubicaciones geográficas. Hoy aquí, mañana allá.
Su fiel compañero de aventuras es un aparatito musical que le regaló Adelita para bienvenirla, cargado este con canciones como agua, que se adaptan a cualquier situación y lo empapan todo.
También le gusta caminar y que sus pies decidan el rumbo. Como el otro día: se puso los audífonos y anduvo perdida, buscando encontrarse, bajo una lluvia extraña que tocaba la puerta pero no se animaba a entrar. Por esos días había tanta humedad que a ratos el aire se transformaba en agua y el viento golpeaba el rostro de Olivia con minúsculas gotitas, mientras el sol radiante contemplaba entre risas.
Y como lo único que le importa es seguir viajando, ignora los reproches que su madre de que te vas a resfriar, cualquier cosa te puede pasar, un paso en falso y ya tienes la pierna rota, te subes a cualquier transporte y ni sabes dónde acabas, y tan distraída que vas con ese aparatito, te lo van a robar, te pueden secuestrar, y antes de que termine con la última maldición, Olivia ya está de nuevo en la calle, corriendo hacia el infinito sin delante ni detrás.
Esta mañana, el chico de los puntos verdes y cuadros azules la escuchó relatando sus aventuras en el transporte público. Ya que tanto te gusta andar en micro, le dijo, deberías ir a probar el jugo de cupuazú. Es lo más refrescante de la vida.
Olivia abrió muy grande los ojos y recibió la sugerencia como la más importante de las misiones. Cómo llego, le preguntó al muchacho, sonrojada, y asintió con la cabeza mientras recibía una vaga indicación de calles y líneas de micro a la que no entendió nada, pretendiendo tener la figura clara para no quedar mal ante el primer chico que lograba revolverle el desayuno en las tripas. 
Olivia se ensarta los audífonos, sale de la casa de la abuela y camina dos cuadras hasta la esquina por donde parecen pasar todas las líneas de micro de la ciudad. Parecen.
Lee a prisa los letreros de los parabrisas en busca de una avenida cercana a destino. Alza el brazo casi por instinto cuando lee Isuto en un cartón fosforescente y se trepa al micro al ritmo de una melodía en Do mayor.
El transporte va casi vacío, el cielo empieza a despejarse y la brisa trae el alivio para el sopor de la tarde. Es un día adorable. Cuando Olivia vuelve a la realidad, se da cuenta no sólo de que se pasó por mucho, sino de que está a punto de salir del área que conoce de la ciudad.
Se baja de inmediato y al pisar la acera, visualiza el nombre de la avenida que busca en el parabrisas del micro que viene detrás. Alza el brazo y este se detiene a su señal.
Mientras el sol se despide, Olivia nota que el área urbana se va quedando atrás. A la señora que está sentada a su lado, le pregunta si el micro pasará por tal avenida, y ella le responde que ya pasó, tenías que haberlo agarrado del lado contrario. No tuve tiempo de pensar, piensa Olivia.
Todos se bajan de golpe en una calle lodosa segundos antes de que el micro se estacione en una playa junto a sus semejantes. Se abre la puerta. Olivia, sentada sola en el fondo, le pregunta al chofer que si tenemos que hacer trasbordo y él le responde que no, ya llegamos a la parada. Fin del viaje. Y dice para sus adentros, los micros no dan la vuelta.
Con los últimos rayos de luz, la ciudad empieza a transformarse en una máquina viva y monstruosa que exhala vapor por los rincones oxidados. Calles, avenidas y edificios se articulan para componer esta horrenda criatura de lodo bañada en luz amarilla y habitada por serpientes, peces, sapos y demás seres de este ultramundo lejano al que Olivia ha venido a parar por accidente. 
El miedo y el frío le erizan los huesos. Es como estar en el fondo del mar  o en una máquina mágica, o en una ciudad fantasma donde las personas son sombras traslúcidas que trocaron buses por largos monstruos marinos.
Es apremiante salir de aquí, por lo que la muchacha extiende el brazo ante la primera serpiente veloz que ve, con el número 89 en la frente. Mientras el monstruo se arrastra por las calles lodosas, Olivia mira por la ventana cómo la oscuridad se traga todo a su paso. La ciudad máquina suspira humo negro y sus articulaciones se quejan con chirridos desesperanzadores.
Otra vez hay una señora sentada a su lado, pero esta es oscuridad, como todas las personas que viajan en serpiente. El micro volverá al centro, le pregunta a la señora. Ya no, responde, tenías que tomar el que va en dirección contraria.
Olivia, odiándose, baja en la siguiente avenida, una explanada lodosa iluminada con pobres lucecillas amarillas, idéntica a la anterior avenida, o a todas las que se extienden del Cuarto Anillo para afuera.
Cruza hacia la vereda que, según la señora, va al centro. Hay una estación de servicio que parece abandonada pero tiene luz y, guardándose bajo esta, una oscura mujer joven con dos oscuros niños de la mano
Para evitar más viajes sin sentido, Olivia le pregunta si este carril va al centro. La respuesta es un simple y lento asentir con la cabeza, así que a la próxima serpiente, blanca con rayas verdes, Olivia levanta la mano.
Esta vez el transporte va lleno. Ella paga con una moneda y se acomoda adelante, parada junto a otro muchacho sombrío al que le pregunta si este micro va al Cuarto Anillo. Sí, responde, yo me bajo ahí, así que te aviso cuando lleguemos.
Atraviesan varias avenidas, todas idénticas, todas extremidades de esta ciudad colosal que se arrastra por la extensión de su propia planicie.
Llegan al Cuarto Anillo, lo sabe gracias al muchacho que baja con ella, pero la máquina sigue respirando humo y las serpientes y monstruos siguen deslizándose por la gran avenida que tiene delante.
Está parada en medio de otro barrial y las luces más cercanas provienen de una choza de madera llena de chatarra, desde la cual, tres grotescas pirañas la devoran con la mirada.
Nerviosa, aguarda sobre el asfalto a que aparezca un taxi, pero solo serpientes, peces y monstruos transitan por ahí. Al cabo de unos minutos, aparece un pez amarillo con un letrero brillante al que reconoce con alegría: el trufi vueltero del Cuarto Anillo que la dejará justo en la avenida que le dijo el chico de los puntos verdes y cuadros azules.
Apenas se acomoda en el asiento, repara en que no sabe si va en la dirección correcta, tantas veces le ha pasado, pero cansada como está de tanto monstruo y barrial desconocido, se queda callada con la esperanza de llegar a destino. No quiere que nadie más se dé cuenta de que está perdida.
Para su suerte y con mucha dicha, llega a la avenida Banzer. Ha recuperado el ánimo, pues de lejos, la ruta se ve llena de luces, letreros y grandes tiendas donde ampararse. Empieza a caminar y se da cuenta de que la distancia entre las luces es mucho más larga de lo que parecía. Mientras sortea los charcos y basurales de esta ciudad sin aceras, piensa, lo bueno es que estoy tan concentrada en no embarrarme que no presto atención a los peligros que me acosan. Lo malo es que me estoy embarrando.
Comienza a lloviznar y sus ropas de verano no hacen ni el intento de abrigar a su tembloroso cuerpecillo que sufre con el agravante de este alumbrado público que parpadea y se apaga justo cuando pasa la muchacha.
El jugo de cupuazú se encuentra a unas cuadras delante, en línea recta, pero estas son demasiado largas para seguir caminando. Espera a que la avenida se despeje un poco y corre hasta el camellón del medio, esquivando monstruos brutales que amenazan con dejarla estampada en el pavimento. Toma aire y corre de nuevo para llegar a la acera donde tendrá que esperar a la serpiente que la lleve en línea recta.
Pasan muchas, todas llenas, y no se anima a subir a ninguna. Mientras tanto, oscuras pirañas que pasan en todo tipo de monstruos marinos le lanzan miradas, silbidos, improperios… Olivia, entre furia y nervios, no sabe dónde ocultar las piernas.
Camina media cuadra más hasta un palacio plateado y escarlata protegido por dos portentosos leones chinos de concreto. Al instante pasa una serpiente azul que escupe pasajeros por la puerta, pero aun así para ante la mano de la muchacha que se sumerge entre los cuerpos de sobras y pide a alguien que le alcance su moneda al chofer.
Durante los treinta segundos del recorrido, Olivia es una sola masa con los cuerpos oscuros. Llegan al semáforo y ella vuelve a escabullirse hacia la puerta para salir como disparada. Cuando la serpiente sigue su camino, deja ver el pequeño puesto de jugos por el que se escribió esta travesía y que está justo en frente de la joven, cruzando la calle.

Mientras una licuadora tritura el cupuazú congelado, el rostro de Olivia va recuperando el color, y luego, mientras el apreciado brebaje sube por la bombilla y baja por su garganta, la luz vuelve a las calles, los monstruos vuelven a ser motorizados y las sonrisas iluminan el rostro de los seres humanos. 

domingo, 13 de mayo de 2012

Almuerzo familiar


El menú de hoy son tiras a la parrilla acompañadas con arroz graneado, yucas, llajua, ensalada de papas imillas, ensalada de lechuga y tomate, y una sola palta para compartirla entre todos, los ocho que son.
_¿Y cómo está Teté? _le pregunta María a Ana.
_Ahí anda hija, poniendo la cara por las deudas de Rosita.
_Esa mi prima siempre fue loca _interrumpe Luis_ ¿se está volviendo para quedarse?
_ No, sólo viene de vacaciones _aclara Yeyo_ tiene ciudadanía estadounidense desde que se casó con un gringo así que viene para ver a sus hijos y se vuelve a ir sin problemas.
_Aaahh… ¿Se casó nomás con un gringo? _ pregunta Delmira.
_Sí pues mami, si te conté ayer. A ver, te lo repito: Rosita siempre soñó con casarse con un rico. Cuando era pelada, tenía su cortejo que supuestamente era el amor de su vida, que lo adoraba y con el cual se iba a casar, pero como el pobre Felipe siempre fue de familia humilde, y la de acá se daba la vida de millonaria a punta de préstamos, lo dejó a su amado y se casó con Chumi, lo que no sabía es que el camba este, además de sonso e inútil, no trabajó nunca en su vida y se le estaba acabando la herencia.
_ ¿Y cómo es que se fue a Estados Unidos? _ interrumpe Luis.
_ Así nomás pues _responde Ana para continuar con su historia_ se volvió a contactar con Felipe porque él había conseguido trabajo allá, fue sacando todos los días un poco de ropa de ella y de sus hijos, armando las maletas donde la alcahueta de Teté, hasta que una noche le dijo a Chumi que se iba a una cena con sus hijos y que volvía a las once, pero peló directo para Viru Viru.
_¡Cómo hacerle eso al marido! _exclamó de pronto Luis_ hacerlo pasar por esa angustia y quitarle así a sus hijos.
_Así es _siguió Ana_ dicen que lloraba como un niño en casa de Teté, y ella, pobre, después tuvo que poner la cara por todas sus deudas.
_ ¿Se fue endeudada Rosita? _preguntó María_ ¿con qué?
_Hija, si te contara, ¡debía como diez carteras y veinte pares de zapatos en Casa Elena! ¿no te digo que se las daba de millonaria?
_Ay no, ¡qué barbaridad! _interrumpió Delmira, indignada_ ¿Y quien era esa?
_Y ya después allá _continuó Ana, ignorando a su madre_ lo dejó a Felipe y se casó con un gringo millonario y viejo.
_Y Chumi tardó como seis meses en ir, como jardinero, para traerlos a sus hijos _aclaró Yeyo_ porque encima, la rufiana de Rosita los hizo cómplices a los chicos para que le saquen el pasaporte al padre antes de irse.
_Esa Rosita siempre fue pícara _dijo Luis_ desde chica.
_Y como no se aburre, no se deprime _completó María_ siempre está maquinando qué hacer, de dónde sacar plata, a quién estafar…
Y cambiaron de tema, los impuestos nacionales parecían más interesantes.

viernes, 11 de mayo de 2012

Tantas cosas


El agua salada no deja de correr por lugares insólitos, pareciera que el mar se desbordó o una terrible explosión regó sus gotas por todos los confines del mundo. El alma del océano habita mis ojos, mis pestañas, se entrelaza con mis dedos y moja papeles, lápices y teclas. Salpica blancas pantallas, moja almohadas, convierte una camisa en un desastre de moco y lágrimas.
A falta de penas, me he prestado las ajenas, pues el motivo de mi llanto es la agonía de una familia que jamás existió, una familia que me mantiene sin pestañear por horas y me transporta a la época en que me hubiese gustado vivir, o de la cual me siento parte. Pero aun así, las lágrimas están, corren, inundan y no saben cómo detenerse.
La línea de tiempo llegó a su fin hace varios minutos, ese pequeño rombo plateado ya no cuenta los segundos que separan el final de un capítulo con el comienzo del otro, pero el mar sigue salpicando su sal por doquier.
A veces me ataca esa fatídica idea de que estoy atada, por escrituras del destino, a una persona presente en cada cuadro de mi vida. Y me aterra pensar que esa persona jamás va a aceptar tomar otro camino que no sea al lado mío. Y con tantas mujeres que lloran porque no encuentran a nadie para ellas, y con tantas mujeres que esperan a un hombre que las ame tanto como este me ha amado a mí… o al menos tanto como ha dicho hacerlo.
Lo cierto es que no se puede empezar de cero, ese sólo es un punto, se empieza con el primer paso, y en ese primer paso, está él.
Quisiera borrarme un tiempo, ser invisible, desaparecer. Deseo concedido. Toda la vida he sido invisible, basta con cerrar los ojos y la boca, y de pronto ya nadie se da cuenta de que estoy ahí. ¿Por qué justo ahora querría serlo? Ese súper poder es inherente a mí. Lo que en verdad quisiera es desaparecer para mis propios ojos, y por supuesto, para las inclementes pupilas del tiempo, que mientras más necesito que se apresuren, más insisten en alargar las horas y extender los segundos, desafiando las leyes de la física.
Quisiera dormirme un sueño letal, de esos tan largos que son capaces de matar de inanición, pero sin embargo no morir, sino despertar en el momento justo, flaca y hermosa, pero con una amnesia irreversible.
Quiero olvidarme de todo lo que conozco, y si eso significa perder mis amplios conocimientos, estaría encantada de acceder al sacrificio, todo sea por dejar limpia esa memoria tan atormentada que varias veces al día me hace dar respingos y gritar para mis adentros esas pequeñas palabras que esconden historias gigantes. Sólo con evocar una palabra, adquiero largas y tristes horas de remembranzas, descubro que se hizo de noche a las seis de la tarde y me doy cuenta de que perdí un día, pero aun faltan muchas horas para empezar otro nuevo.
Las noches en mi vida sólo llegan a ser dos cosas: salidas divertidas y emocionantes, mayormente musicales, o un vacío desesperante de horas eternas e insomnio. Ah, el insomnio, el monstruo que se oculta en la oscuridad. Entre mis miedos y el insomnio ha sucedido tal simbiosis, que de un tiempo a esta parte no sabría decir si tengo insomnio por mi incurable miedo al miedo, o si tengo miedo porque sé que esta noche lo más seguro es que vaya a tener insomnio.
Estas son sólo unas pequeñas palabras desesperadas, de esas que salen porque los dedos obligan y porque la necesidad puede más que la voluntad. Ahora mismo estoy ignorando a un amigo que se acordó de mí después de muchas semanas, pobre, no se ha dado cuenta de que es inoportuno. No sabe que, justo en este momento, estoy teniendo una sincera y llorosa conversación con el amor de mi vida, dictándole estas palabras para que las dibuje en frente de mis ojos. No tiene idea de que interrumpe este suceso retrasado por tantos días y que requería de una tarde tan deprimente para ser posible.
No conoce al fantasma escritor, ese que me escucha en el silencio y se manifiesta con letras, ese que toma el ovillo de lana y me ayuda a estirar el hilo sin causar otro enredo. Mi amado fantasma es el virtuoso que mete los sentimientos en su bolsa y compone versos y prosas con ellos. A veces juega con la guitarra, a veces con los colores, incluso a veces se hace el del nuevo milenio y se apodera de mis programas de computadora. Él es el dueño de mi mejor talento.
Quisiera dormirme un sueño gigante con el fantasma escritor, para que al despertar, flaca y hermosa, él escriba todo lo que yo ya olvidé.

domingo, 6 de mayo de 2012

Analogía

Era una noche sofocante y clara, como lo eran todas en esa porción del mundo en que el alumbrado público brillaba más que la luna y el sonido de la ciudad insomne se fundía con el sueño de la gente que vivía de día, como era el caso de los Parada, la familia en cuya casa todos dormían sin perturbaciones, todos menos Clara, el pequeño y delicado candelabro que, como siempre, estaba firme en la mesita de la sala.
Había estado inmóvil por muchas horas, esperando hasta estar segura de que todos durmieran, pero cuando escuchó las campanadas del reloj que anunciaban la media noche, su metálico corazón se agitó, se empañaron sus vitrales de sudor helado y la pequeña mecha de su vela empezó a moverse frenética de un lado al otro.
Saltó de la mesita, se deslizó a través de la sala en completo silencio, recorrió la cocina con algo más de torpeza y, finalmente, dio varios saltos de acróbata profesional y se escabulló por la ventana entre abierta que daba hacia el patio, donde brincó tan rápido como pudo hasta el cuarto de las herramientas. Allí la esperaba su novio Gaspar, un martillo rojo, grande y fuerte, pero además muy tierno y detallista, prueba de ello es que sacudió y limpió la mullida esponja gris de su estuche.
Se acercaron despacio, tratando de mantener la calma pero con la emoción a flor de fierro, y se dieron un beso duro e inexplicable, pero cargado de auténtico amor. Ya recostados lado a lado en la cama de esponja, Clara miró al martillo y suspiró tan profundo como pudo.
_Gaspar, hay algo de lo que tenemos que hablar _dijo nerviosa_ esta relación se me hace demasiado difícil.
_¿De qué estás hablando? _Respondió él, contrariado_ a mí, nuestro noviazgo me parece perfecto.
_Claro, a vos que no tenés siquiera que dar dos pasos fuera de este cuarto, pero yo me arriesgo mucho al venir aquí, ¡cualquier cosa me puede pasar! ¿Acaso no te importa mi seguridad?
_Por supuesto que me importa, ¡yo te amo más que a mi vida Clara!
_Yo también, pero esto es muy difícil… estaba considerando que sería mejor para los dos que busquemos pareja dentro de nuestro entorno, ya sabés, vos aquí y yo en la sala.
Gaspar se quedó paralizado por dos segundos, luego de los cuales se abalanzó contra el candelabro tan rápido y tan fuerte que ella ni siquiera pudo esquivarlo, sólo logró soltar un gritito involuntario antes de quedarse inmóvil, observando sus cristales de colores hechos pedazos en el piso. El golpe había sido muy doloroso, pero el martillo seguía iracundo y sediento de justicia, así que para asegurarse de que Clara escarmentara, la siguió golpeando hasta torcer su estructura metálica y deformar su velita aromática. Ella, desesperada, trató de huir, pero los reflejos de él se lo impidieron, pues de inmediato saltó hacia la perilla de la puerta y la cerró con un movimiento brusco y certero. Ambos se quedaron petrificados por varios minutos, sin mirarse, ella llorando desconsoladamente y el echo un revoltijo de sentimientos inerte.
Cuando Clara se hubo calmado, Gaspar fue con mucha lentitud y delicadeza a buscar pegamento, el lustra muebles y la gamuza más limpia que tuviera en el cuarto, y con el mismo miedo de seguir hiriéndola, prosiguió a unir los cristales, enderezar su cuerpo mallugado y lustrar todos los arañazos y raspones. A pesar de que le debía miles de disculpas, y que las tenía en la punta de la lengua, no tenía el valor para decir una sola palabra.
Cuando terminó de curar sus heridas lo mejor que pudo, la tomó en brazos y la recostó en su cama para que descansare antes de volver al frío vidrio de la mesita de la sala; él, por su parte, la observó de pie toda la noche.
A la mañana siguiente, con las luces del alba, le abrió la puerta y la acompañó a través del jardín, de la cocina y de la sala hasta su lugar seguro, pero cuando la vio ahí, rodeada de tantos otros objetos hermosos y elegantes, fue demasiado notorio que la lámpara estaba dañada.
La pena y la culpabilidad lo carcomieron, lloró todo el viaje al cuarto de herramientas y siguió llorando por mucho tiempo más, pero no volvió a asomarse en la vida de Clara.
Y ella se quedó ahí, de pie y adolorida, más del alma que del cuerpo. Le preocupaba que sus dueños, al verla, quisieran hacer una averiguación profunda sobre quién la había maltratado, e incluso le parecía posible que tuvieran a su novio el martillo como uno de sus principales sospechosos, pero cuando la mamá Parada se dio cuenta de lo dañado que estaba su candelabro, se detuvo por un momento, se lo acercó a la cara para verlo mejor, dijo quién rompió mi candelabro con voz alta para que sus hijos la escucharan, la devolvió a la mesita y continuó con su vida.

martes, 1 de mayo de 2012

Todo Me Sabe - Mauricio Richter

TODO EL MUNDO MIRE ESTOO!!! yo filme y edite el video y un autor local hizo la cancion asi que veanlooo!!! les va a gustar!!