Un par de zapatillas son diseñadas entre Estados Unidos y Canadá,
manufacturadas en China o Taiwán y vendidas en los mercados Sudamericanos por
un precio diez veces mayor a su valor real.
Allí, en alguno de esos países de habla hispana, un muchacho cualquiera
de clase media las adquiere al igual que lo han hecho todos sus amigos del
colegio y todos los chicos de su amplio estrato social que viven cómodamente y
tienen, o al menos creen tener, el sustento asegurado hasta el fin de sus días.
Luego las vive. Ellas viven, las zapatillas, y son valientes guerreras.
Aguantan sin quejarse los partidos de fútbol, las caminatas por el campo, los
correteos inminentes a tantas fechorías, los tropezones contra la pata de
tantos pupitres, los araños que causan con el tiempo tantos vidrios rotos que
se ven en las aceras.
Después de dos o tres años de uso, cuando el deterioro las hace, más
que inservibles, vergonzosas, son desechadas.
La mamá de este muchacho consideró la posibilidad de donar las viejas
zapatillas a algún necesitado, pero terminó reprochándose a sí misma por
pretender regalar algo en tan mal estado y estas terminaron en la basura.
Un pordiosero las encuentra en la bolsa que ahora espera en la calle al
camión basurero y, sin asco ni discriminación, se las calza y continúa con su
viaje sin rumbo sobre el enlosetado que ya no le quema los pies.
Llega después de miles de pasos al costado de una iglesia donde
permanecen intactos los cartones que le sirven de cama, se duerme sobre ellos y
sueña que le roban los zapatos. Despierta descalzo.
Ahora un maleante tiene los zapatos, pero los lleva colgando,
agarrándolos de las trenzas, porque sus pies ya están ocupados. Camina hasta
una cuadra desierta y asquerosa en cuyos rincones duerme un clefero, ata entre
sí los guatos de ambos zapatos para unirlos, se da impulso y los lanza hacia
arriba con un movimiento circular del brazo.
Como tiene bastante práctica y puntería congénita, las zapatillas
quedan colgando de los cables de luz que atraviesan la calle en el primer
intento. Él los contempla por dos segundos, mira a su alrededor para asegurarse
de que la cuadra sigue desierta y se esconde entre la sobras de los rincones
para esperar a la clientela.
Los zapatos quedan colgando por muchos más años de los que fueron
usados por el muchacho que los compró, e incluso, él los ve una que otra vez
pero nunca los reconoce.
Por fin, cuando la erosión del viento y de la lluvia acaban con las
gomas y las costuras, los pobres zapatos caen hechos trizas, ahora sí
inservibles, y se escurren hasta su parada final: la alcantarilla.