viernes, 8 de marzo de 2013

El viaje, los zapatos


Un par de zapatillas son diseñadas entre Estados Unidos y Canadá, manufacturadas en China o Taiwán y vendidas en los mercados Sudamericanos por un precio diez veces mayor a su valor real.
Allí, en alguno de esos países de habla hispana, un muchacho cualquiera de clase media las adquiere al igual que lo han hecho todos sus amigos del colegio y todos los chicos de su amplio estrato social que viven cómodamente y tienen, o al menos creen tener, el sustento asegurado hasta el fin de sus días.
Luego las vive. Ellas viven, las zapatillas, y son valientes guerreras. Aguantan sin quejarse los partidos de fútbol, las caminatas por el campo, los correteos inminentes a tantas fechorías, los tropezones contra la pata de tantos pupitres, los araños que causan con el tiempo tantos vidrios rotos que se ven en las aceras.
Después de dos o tres años de uso, cuando el deterioro las hace, más que inservibles, vergonzosas, son desechadas.
La mamá de este muchacho consideró la posibilidad de donar las viejas zapatillas a algún necesitado, pero terminó reprochándose a sí misma por pretender regalar algo en tan mal estado y estas terminaron en la basura.
Un pordiosero las encuentra en la bolsa que ahora espera en la calle al camión basurero y, sin asco ni discriminación, se las calza y continúa con su viaje sin rumbo sobre el enlosetado que ya no le quema los pies.
Llega después de miles de pasos al costado de una iglesia donde permanecen intactos los cartones que le sirven de cama, se duerme sobre ellos y sueña que le roban los zapatos. Despierta descalzo.
Ahora un maleante tiene los zapatos, pero los lleva colgando, agarrándolos de las trenzas, porque sus pies ya están ocupados. Camina hasta una cuadra desierta y asquerosa en cuyos rincones duerme un clefero, ata entre sí los guatos de ambos zapatos para unirlos, se da impulso y los lanza hacia arriba con un movimiento circular del brazo.
Como tiene bastante práctica y puntería congénita, las zapatillas quedan colgando de los cables de luz que atraviesan la calle en el primer intento. Él los contempla por dos segundos, mira a su alrededor para asegurarse de que la cuadra sigue desierta y se esconde entre la sobras de los rincones para esperar a la clientela.
Los zapatos quedan colgando por muchos más años de los que fueron usados por el muchacho que los compró, e incluso, él los ve una que otra vez pero nunca los reconoce.
Por fin, cuando la erosión del viento y de la lluvia acaban con las gomas y las costuras, los pobres zapatos caen hechos trizas, ahora sí inservibles, y se escurren hasta su parada final: la alcantarilla.