Entonces,
eché mi primer llanto de adulto
Sobre
mi cama de niño.
Me vi
sonriendo en el retrato del velador
con la
inocencia, intacta, abrazando mis dos trenzas.
Mis
ojos brillaban por la promesa de la incertidumbre.
Quien
le devolvía la mirada,
Se
limpiaba los mocos nacarados.
Lloraba
por el mercado. Sí, por el mercado.
Porque,
ahora que comparto la cama,
Ahora
que me muevo menos
Para
no perturbar un sueño más urgente que el mío,
Lloro
por el mercado.
No
quiero ir sola,
Pero
ella tiene que ir a trabajar.
Qué
lío.
No
quiero cocinar cada día, lavar, barrer;
Esperar
entre cerros de mugre
La
visita semanal de la prodigiosa empleada.
Todo
sola.
Ella
tiene que cumplir un horario de oficina.
Qué
lío.
Yo
también trabajo, pero desde casa.
Mi
jefe se forra con mi piel
Y mi
ejecutivo de cuentas
Es un
neko de la suerte.
Tengo
más tiempo para habitar nuestras paredes,
Para
contemplar el milagro del desorden reptando por los rincones,
Para
dormir hasta las doce entre sopores de doncella,
Para
despertar y sentirme mal al respecto.
Eso
significa que me tengo que hacer cargo de la casa, ¿no?
¿Cómo
funcionan los roles hogareños?
Tendría,
acaso, que marcar tarjeta para que
Ninguna
tenga tiempo de cooperar.
O
tendría ella que trabajar desde casa,
Pero
siendo así, ¿le importarían
el
orden y la higiene?
Lo
cierto es que no he hecho nada de esto.
No he
ido al mercado,
ni
cocinado algo que no provenga de una caja,
ni
tomado el escobillón más de una vez.
Pero
heme aquí
Llorando
lágrimas de un adulto
Que se
rehúsa a abandonar
El
abrigo eterno,
Siempre
perfumado y bien tendido,
De su
cama de niño.