¿Sufres de infortunio?,
preguntó Madame Zafire con la expresión agravada por la luz de una vela negra
que le recorría los surcos del rostro como el agua por las heridas de la
tierra.
Winston
Green, envuelto en un manto de humo empalagoso, dejó que su silencio afirme.
Las
cartas muestran dolor en tu ascendencia, prosiguió la bruja con acento de
origen indescifrable, tan postizo como la parafernalia que envolvía sus
místicos movimientos. ¿Conociste a tu abuelo materno?
Eugenio
Roca, murmuró Winston con anglosajona dificultad para pronunciar la “R”. Mi
abuelo era una leyenda en vida. Un mujeriego que conquistó a muchas muchachitas
y las abandonó, dejándolas con uno o varios hijos.
¡Tu
abuelo era un ladrón!, le reveló Madame Zafire con énfasis teatral, casi
gritando. Tu abuelo desató una maldición sobre su herencia al robar las joyas
de una de las doncellas a las que desfloró.
Extrajo
otras tres cartas del mazo y las colocó sobre la mesa.
¡Oh!
¡Qué es esto! Pero mira nada más, exclamó la bruja. Su sorpresa era tan actuada
que Winston Green no sabía si seguirle más el juego o pedir un reembolso.
La
doncella ultrajada, robada y abandonada, continuó con suspenso: no es otra sino
tu propia abuela.
Me
está diciendo que sufro todas estas desgracias por…
¡No
interrumpas muchacho, dijo la bruja con violencia. Si has venido hasta mí en
busca de respuestas es porque no has podido hallarlas en otro sitio.
Winston
Green se ruborizó y agachó la cabeza.
¿Estás
dispuesto a cambiar tu suerte?, inquirió Madame.
Por
supuesto, respondió Green, cola entre patas.
No
va a ser fácil, continuó la bruja. Será necesario que hagas una travesía que
cambiará por completo tu vida.
Winston
escuchó impávido a la bruja. Su misión: recuperar las joyas de su abuela y
devolverlas a la familia. Su destino: Roboré, Bolivia.
Tres
semanas después, Winston Green estaba sentado en el asiento trasero de un minibús
que iba a toda velocidad por la carretera entre San José de Chiquitos y Roboré.
El
paisaje a su alrededor no le cabía en los ojos: los portentosos cerros de
piedra colorada, la abundante vegetación de un verde vibrante, el cielo de
acuarela salpicado de loritas cantoras de todos los colores. Tanta belleza
junta no parecía posible.
De
pronto hubo un sacudón y el vehículo se detuvo. El chofer se bajó, renegando,
para descubrir tremenda barra de fierro atravesando una llanta del minibús.
El
gordo maldijo, se restregó los cabellos y se acarició la quijada mientras
analizaba la situación.
Voy
a conseguir una llanta nueva, dijo después de unos segundos. Que no tengo
llanta de auxilio, aclaró sin necesidad. Se paró sobre la carretera y se montó
en el primer camión que pasó rumbo a San José, dejando a los pasajeros a cargo
del vehículo.
Las
estrellas se fueron revelando conforme caía la noche. Green las miraba
extasiado y recordaba el cielo opaco de su ciudad, negro como los frijoles de
su abuela gringa. Repentinamente, sintió que sus intestinos vibraban. Un
escalofrío le recorrió todo el cuerpo y la urgencia acudió a su colon. Miró a
su alrededor en busca de un escondrijo para liberar la urgencia. Caminó hasta
que vislumbró, a treinta metros del minibús, un barbecho alto capaz de cubrirlo
por completo de pudores y escándalos.
Se
metió tras el matorral, se bajó los pantalones y, ya de cuclillas, en el
instante de la gloriosa descarga, vio que enfrente, al otro lado de la
carretera, una hermosa familia de capiguaras intentaba cruzar hacia él.
Virginia
de Fernández retornaba a la ciudad en su vagoneta junto a un grupo de amigas muy divertidas que la
acompañaron durante el feriado con charlas interminables y risas inverosímiles.
Venían de pasar el fin de
semana en Aguas Calientes y ahora iban de regreso a casa, a Santa Cruz.
Virginia disfrutaba el paisaje, respiraba profundo, admiraba las luces del
atardecer que ya abandonaban el cielo. Pero tales sensaciones no le duraron.
Las luces del camión que venía en dirección
contraria encandilaron a Virginia y, apenas entre la súbita claridad, logró
distinguir las siluetas de varias capiguaras que realizaban un cruce suicida
justo delante de su vehículo. Espantada, Virginia de Fernández solo atinó a lanzarse fuera de la
carretera, sintiendo un impacto seco. Al bajar, temblando de pies a cabeza,
descubrió a un hombre entre la maleza, vivo, por suerte, pero cagado entero y
con unos cuantos huesos rotos
La
limpieza del herido fue traumática, el traslado al hospital, un calvario, pero
lo que le dio la estocada mortal a Virginia fue la cuenta total de la clínica:
quince mil dólares.
Rodrigo Fernández, su
marido, estuvo al borde del desmayo cuando se enteró. ¿Qué vamos a hacer? Qué
desgracia. ¡Carajo! No tenemos ese dinero. Tendremos que ahorrar. Tendremos que
trabajar turnos dobles. Yo puedo hacer de taxista por las noches o… no sé… Lo
mejor será vender esa maldita vagoneta. La vendemos en diez mil, doce mil con
suerte… Tranquila Virginia.
No fue tu culpa. Vamos a salir de esta. Agradecé que el hombre está vivo.
Chichín Moreno era conocido
en su barrio como un auténtico pícaro. Había quienes lo recordaban en sus
épocas de colegio, cuando era el mejor amigo de Estaban Sosa. Chichín solía
quedarse a dormir en su casa porque, recién divorciado, el señor Sosa se dormía
viendo la televisión con media botella de café coñac encima y, ahí, el pequeño
maleante aprovechaba para sacarle la billetera y sustraer cualquier billete que
encontrara.
Otros
narraban las historias de sus años de motocross, como la de esa vez en que se
accidentó en el circuito: Chichín protagonizaba, con la moto encima y la pierna
rota, un escándalo desgarrador que conmovía hasta a los corazones de piedra.
Finalmente, un conocido suyo se apiadó de él y, haciéndose cargo de todos los
gastos, lo llevó de emergencia a la clínica. Cuando Moreno fue dado de alta, no
devolvió ni las gracias.
Esta
vez, el famoso timador habría de realizar su más sobresaliente actuación. Vio
el anuncio de “En Venta” sobre la vagoneta de los Fernández y, sin pensarlo mucho,
se contactó con ellos. Acordaron una reunión, revisaron el vehículo y, para
alegría de Virginia y Rodrigo, Chichín Moreno puso su firma en un cheque junto
a la suma de doce mil dólares. Tan pronto intentaron cobrar, descubrieron que
el cheque no tenía fondos. De Chichín Moreno y de la vagoneta ya solo quedaba
el amargo recuerdo.
Sonia Robles no sabía lo que
era la suerte. Sí sabía lo que era trabajar. Trabajando duro llegó a Washington
y estando allí tuvo que trabajar aún más duro, ya no solo para ella, sino para
mantener al hijo que dejó en Bolivia y al padre, abuelo del muchacho, que iba
feliz cada trimestre a cobrar los jugosos giros que le enviaba su hija.
Sonia
Robles solo conoció la suerte cuando su modesto prometido estadounidense puso
un anillo en su anular izquierdo. Él la convenció de dejar de mandar los giros;
el pequeño Patricio ya estaba en edad de trabajar y de ayudar al viejo de su
abuelo.
Para
suavizar la noticia y darles una última ayuda, Sonia Robles envió a su padre un
giro con todos sus ahorros, el equivalente a la pensión de todo un año, pero uno
escucha solo lo que quiere escuchar. La frase “quince mil dólares” alumbró la
mente de Hermenegildo Robles, obviando el resto de las especificaciones de su
hija.
Esta
noche nos vamos de fiesta, le dijo a Patricio con el giro en el bolsillo,
fresquito, recién cobrado.
Minutos antes de la llegada
del sol, Rodrigo Fernández cabeceaba a la altura de un semáforo en rojo.
Faltaba menos de una hora para terminar su fatigosa jornada como taxista
nocturno. Iba despacio por la zona del zoológico cuando una mano extendida lo
hizo detenerse. Era un joven beodo de más o menos dieciocho años que sostenía a
un anciano que apenas podía mantenerse en pie. Ambos tenían un pintoresco aspecto de trasnoche, con
sus prendas elegantes bañadas en sudor y sus ojos vidriosos y entrecerrados. Patricio acomodó a su abuelo adelante antes de
desparramarse en el asiento de atrás. Hermenegildo Robles, le dictó con dificultad la
dirección al taxista, asentó una bolsita de coca sobre el freno de mano y se
durmió profundo hasta que Rodrigo Fernández lo despertó delante de un portón de
lata blanco.
Cuando
Rodrigo llegó a su casa con las nalgas y la espalda molidas de manejar toda la
noche, reparó en la bolsita verde que el viejo había olvidado en el taxi.
Bolear no era lo suyo y cualquier cantidad de dinero, aunque fueran unos pesos,
le venían bien, así que se propuso venderla, pero pasaron días, noches, y la
bolsita de coca seguía intacta en su guantera luego de haber sido rechazada por
varios de sus nuevos colegas.
Una
noche, un despechado Carmelo Unzueta alzó la mano ante el taxi de Fernández.
Huía de una pelea con su mujer, directo a la casa de la amante. Le dictó la
dirección al taxista, muy similar a la del viejo Hermenegildo, y así el destino
los condujo a la casa contigua al portón de lata blanco.
Ya
que estoy aquí…, murmuró Rodrigo. Pensaba que la bolsita de coca era
insignificante para el viejo, pero su presencia en el taxi le fastidiaba.
Tocó
el portón con tres golpes y aguardó. Abrió el nieto, Patricio, a quien mostró
la bolsita verde. La cara del muchacho se iluminó y, eufórico, condujo al
taxista hasta la cocina. Hermenegildo Robles, que tomaba taciturno su café, se
quedó paralizado al verlo.
Rodrigo
no entendía la escena, el adolescente dando brinquitos de emoción, el viejo con
los ojos aguados, hasta que vaciaron el contenido de la bolsita y, sobre la
mesa, cayeron fajos de dólares atados y entreverados con la coca.
Son
casi quince mil dólares, dijo Hermenegildo. Yo siempre guardo mi plata con la
coca para que esté bien protegida y no me quieran robar.
Nadie
la quiso robar, musitó Fernández, atónito. ¡Nadie ni siquiera la quiso comprar!
La
recompensa que recibió Rodrigo Fernández por su noble acto fue de cien dólares,
un millón de gracias y un par de abrazos.
Virginia
y Rodrigo continuaron trabajando turnos dobles, rompiéndose la cabeza y el
lomo, tratando de descifrar si todo lo que les pasó fue una lección de la vida,
una prueba de que a los buenos les va mal o solo una cagada del destino. Una de
tantas más.