lunes, 21 de octubre de 2013

La conspiración


El agua salía potente y fría del extremo de la manguera, invadía furiosa su cuerpo, impactaba contra sus carnes temblorosas en una danza descontrolada. Su piel se erizaba, confundida entre lo frío del torrente y lo caliente del sol que marchitaba su calvicie en este verano inclemente que todo lo secaba.
Concepción Cárdenas tenía la mirada perdida en el horizonte mientras mojaba con la manguera el cuerpo de su anciano padre en el jardín.
Pensaba en la mejor manera de matarlo.
No era solo la “mansión familiar”, como la familia Cárdenas Gonzáles le llamaba, la razón para apresurar la repartición de herencia, sino todo el próspero pasado que estaba escrito en los cimientos de la casa grande y que narraba los emprendimientos de don Florencio, su adquisición de tierras y ganado, sus múltiples departamentos en zonas comerciales de la ciudad, su empresa transportista, sus viajes de negocio a Europa y todo cuanto esfuerzo le provocó el párkinson que ahora lo tenía temblando sin control y que no le permitía siquiera gritar auxilio, que tengo frío Conce, que no soy un animal para que me bañes en el jardín.
Elva Gonzáles había sido en vida, y lo siguió siendo en memoria, la mujer más mala del mundo. Dio a luz a cuatro muchachotes, de los cuales, el mayor escapó del dominio Cárdenas Gonzáles y del país tan pronto como se casó; el segundo, bueno como la sopa de gallina, se mantuvo fiel y calzonudo, bien pegado al seno materno; un tercero, tan pegado a sus padres como su hermano pero más tonto que bueno, huraño y poco fiable, y Concepción, la menor, que heredó con aumentos y correcciones el carácter de la madre.
Elva Gonzáles murió sofocada por la angustia del matrimonio tardío de su segundo hijo. La novia daba igual, la reacción hubiera sido la misma tanto con una princesa como con una salvaje.
Con dos hermanos casados y la bienamada madre disfrutando del descanso eterno, Concepción Cárdenas, por primera vez en su vida, se preocupó por su futuro. No solo su falta de trabajo y su ineptitud para desarrollar cualquier tarea inquietaban a la joven, sino que además, con el paso de los años, las perspectivas nupciales se veían cada vez menos prometedoras.
Sin marido rico no habría casa lujosa, autos varios, gimnasio por las mañanas y una niñera para cada crío, pero a la vez, sin dinero, joyas y peluquería todos los sábados, no habría rico que se fije en ella.
Necesitaba un fondo urgente para las zapatillas de cristal, y hasta que el príncipe azul se ocupe de las cuentas, papá Cárdenas, que tanto fastidiaba con achaques y ataques de pánico, tendría que ser la salvación.
Podía aliarse con Horacio, el penúltimo de sus hermanos, quien también andaba maquinando la muerte “accidentada” del padre, pero ninguno confiaba en el otro y se consideraban incompetentes mutuamente. No, Concepción Cárdenas no hacía alianzas, no creaba pactos, no era cómplice de nadie. No. Concepción Cárdenas estaba sola en el jardín con su anciano padre, planeando cómo matarlo mientras lo mataba con el agua fría de la manguera.

Don Florencio Cárdenas moriría a la semana, aniquilado por una pulmonía violenta, recordando, durante su último ocaso, cómo la luz del sol se escapaba mientras él sufría el impacto del agua helada que no paró de golpear sus carnes temblorosas.

Sobre cámara e iluminación

El profe lleva una hora hablando a paso lento, muy lento, sobre el examen pasado, sobre luces, Monet y el impresionismo, el inexplicable cambio de horario que nadie termina de comprender porque él no termina de aclararse, sus spots publicitarios con manejos de led y la tarea: investigar sobre el pintor Degas y su concepción del cuadro.
Es profesor de cámara e iluminación pero es muy culto, viaja mucho, habla en francés con su alumna favorita y nos cuenta de sus invitaciones a comer mariscos con pintores en París.
“En este campo no tienes idea lo que pasa”. Tiene toda la razón: las vías de esta profesión son impredecibles y vertiginosas. Un día podés estar en la cima, codeándote con Guillermo del Toro, y al otro ser anónimo, sin más victorias que un spot para Mendocina.
El profesor se moría de hambre cuando vivía en Francia, por lo que decidió volver, pero aquí no había cine. No había trabajo en su campo laboral y sin embargo, era en París donde se moría de hambre.
La tierra propia brinda alimento de pura generosidad.
Ha pasado una hora y diez minutos y no sucedió absolutamente nada.
Ahora criticamos películas de Elías Serrano, uno de los directores bolivianos con más películas producidas y sin duda alguna, el peor de todos, acompañado siempre por el protagonismo del retrasado de Nelson Serrano, su hijo.

SI hubieran premios a las peores películas del mundo, con categorías en guión, dirección, interpretación, fotografía, escenografía y falta de sentido común, Elías Serrano se llevaría el oro en todo.

miércoles, 9 de octubre de 2013

El tarro de humo

Mi mente es como un tarro de café que en lugar de tener granos molidos, está repleto de humo. Mi cabeza es un pantano sombrío, anegado por la neblina de una época estéril, de un tiempo de pocas y débiles luces que titilan y piden auxilio, como estrellitas en medio de la humareda. Estas letras urgentes se escriben con tinta seca y estropeada, que es lo que tenía a la mano para convertir en verbo y prosa la brisa que pasó de repente y por un instante nada más, despejando el humo y permitiendo ver que en el pantano aún crecen flores y en sus árboles aún se esconden las alimañas de un tiempo más feliz en el que el sol reinaba sobre lo que ya no es manantial, pues no se le puede llamar así a una extensión de agua sobre la que hay tanto humo y tan poca vida.

Esta mano agonizante solo quería decir que todavía puede, aunque le cueste.  

Los 8 momentos del sushi (más la yapa)

Existen momentos en la vida que dejan una huella imborrable en la memoria de los sentidos, ya sea repudiable o placentera, y en el caso de esta última, provocando unas ganas locas de volver a despertar estos estímulos, acaso con algo de temor frente a la posibilidad de una desilusión, pero con dicha al comprobar que la memoria no engaña y que esa sensación gloriosa acompañará siempre a su fuente vital.
Si usted, querido lector, es amante del sushi, comprenderá las ocho etapas que marcaron la memoria de mi paladar la noche anterior y que ahora describo punto por punto, pieza por pieza.

*Cena para 2:
_5 piezas de niguiri de salmón,
_5 piezas de California Rolls (salmón)
_5 piezas de Miami Rolls (langostino).

Primero la entrada: un pequeño pocillo con sopa de miso (de cortesía) con cubitos de tofu y hojas de col. Deliciosa como una buena sopa de miso, pero con el plus de la amabilidad de la mesera que pregunta si uno gusta, si uno desea, antes de aclarar con una sonrisa que la casa invita.
Luego vemos a la misma amable mesera acercarse con los palillos, la salsa soya, los recipientes para la salsa y por último, los platos cargados del manjar. A partir de este instante, con el banquete frente a uno, es que comienza el ritual del sushi:

_Momento 1: La preparación.  Llenamos el platito de cerámica con salsa soya, la mezclamos con una pequeña bolita de wasabi y le damos una probadita al jengibre rosado que nos espera dentro de un cono de zanahoria. Sentimos toda su gama de sabores: dulce, ácido, picante, amargo, delicioso, y proseguimos con la selección mental de nuestro próximo objetivo.
_Momento 2: El bocado impulsivo. Agarramos la pieza de sushi más cercana, en este caso un niguiri de salmón, la remojamos en la salsa con cuidado para que no se deshaga y la devoramos sin mucho saborear. Tarde nos arrepentimos de no haber saboreado más, pues comprendemos que ha sido la pieza de niguiri más gloriosa que ha tocado nuestra lengua en siglos.
_Momento 3: El arrepentimiento. Ese momento en el que uno piensa, “¿por qué no pedimos más? Esto no me va a llenar ni una muela”.
_Momento 4:  La negociación fallida. Nos planteamos que aún no es demasiado tarde, que todavía podemos llamar a la amable mesera y pedirle dos o tres platos más, pero comprendemos que es imposible, que los billetes no alcanzan y que esta es la cena, esfumándose como gas frente a nuestras fauces.
_Momento 5: El ahorro. Empezamos a comer los rollos de sushi más lento y en bocados más pequeños, llegando a partirlos con los dientes hasta en tres, saboreando lentamente cada grano de arroz, cada pedazo de langostino, cada semilla de sésamo, y rescatando los oleajes de queso crema que se infiltran entre las encías.
_Momento 6: La llenura sugestiva. De modo que hemos llegado a nuestra antepenúltima pieza de gloria y nuestro cuerpo nos pide unas cien más, la mente toma las riendas de la situación y empieza a mandar mensajes truculentos: respiramos más lento y con algo de dificultad, como si tuviéramos comida hasta el borde del esófago; engañamos al estómago con gaseosa para que se sienta hinchado, y tratamos de convencernos de que estuvo delicioso y que fue una medida justa, o sea, que estamos satisfechos.
_Momento 7: Los planes macabros. Vemos al chef salir a la calle por alguna razón desconocida para nuestros sentidos y lo primero que pensamos es en secuestrarlo, atarlo, pasar por el Okinawa (supermercado japonés) y encerrarlo en la cocina de la casa para que nos cocine por el resto de su vida.
_Momento 8: La desolación. La última pieza de niguiri de salmón se despedaza en nuestra lengua, extiende su sabor refrescante y escarchado por toda nuestra cavidad bucal y se desplaza con una estela de salsa soya por nuestra garganta hasta caer ligera al primer piso de nuestro estómago. La idea de pedir más vuelve inmediatamente a nuestra mente, pero comprendemos que ya se acabó la cena y que solo queda la resignación.
_La yapa: Vuelve la esperanza. Mi mamá recibe la llamada de mi papá, quien le dice que está en camino al restaurant y que le pida la cena (exactamente las mismas porciones). Vuelve entonces la alegría a nuestros corazones: sabemos que podremos disfrutar de al menos tres piezas más con la ceremonia, paciencia y gratitud de quien come un manjar de dioses.

Estoy convencida de que, con este grato sabor en la memoria, volveré pronto y dispuesta a más. Si usted, querido lector, quiere experimentar de primera mano los ocho (o más, muchos más) momentos del sushi con la calidad que en esta reseña describo, dése una vuelta por Sushi Manía, sobre el Segundo Anillo, diagonal al colegio La Salle, que no se va a arrepentir.