El agua salía potente y fría del extremo de la
manguera, invadía furiosa su cuerpo, impactaba contra sus carnes temblorosas en
una danza descontrolada. Su piel se erizaba, confundida entre lo frío del
torrente y lo caliente del sol que marchitaba su calvicie en este verano
inclemente que todo lo secaba.
Concepción Cárdenas tenía la mirada perdida en el
horizonte mientras mojaba con la manguera el cuerpo de su anciano padre en el
jardín.
Pensaba en la mejor manera de matarlo.
No era solo la “mansión familiar”, como la familia
Cárdenas Gonzáles le llamaba, la razón para apresurar la repartición de herencia,
sino todo el próspero pasado que estaba escrito en los cimientos de la casa
grande y que narraba los emprendimientos de don Florencio, su adquisición de
tierras y ganado, sus múltiples departamentos en zonas comerciales de la
ciudad, su empresa transportista, sus viajes de negocio a Europa y todo cuanto
esfuerzo le provocó el párkinson que ahora lo tenía temblando sin control y que
no le permitía siquiera gritar auxilio, que tengo frío Conce, que no soy un
animal para que me bañes en el jardín.
Elva Gonzáles había sido en vida, y lo siguió
siendo en memoria, la mujer más mala del mundo. Dio a luz a cuatro muchachotes,
de los cuales, el mayor escapó del dominio Cárdenas Gonzáles y del país tan
pronto como se casó; el segundo, bueno como la sopa de gallina, se mantuvo fiel
y calzonudo, bien pegado al seno materno; un tercero, tan pegado a sus padres
como su hermano pero más tonto que bueno, huraño y poco fiable, y Concepción, la
menor, que heredó con aumentos y correcciones el carácter de la madre.
Elva Gonzáles murió sofocada por la angustia del
matrimonio tardío de su segundo hijo. La novia daba igual, la reacción hubiera
sido la misma tanto con una princesa como con una salvaje.
Con dos hermanos casados y la bienamada madre
disfrutando del descanso eterno, Concepción Cárdenas, por primera vez en su
vida, se preocupó por su futuro. No solo su falta de trabajo y su ineptitud
para desarrollar cualquier tarea inquietaban a la joven, sino que además, con el
paso de los años, las perspectivas nupciales se veían cada vez menos
prometedoras.
Sin marido rico no habría casa lujosa, autos varios, gimnasio por las mañanas y una niñera para cada crío, pero a la vez, sin
dinero, joyas y peluquería todos los sábados, no habría rico que se fije en
ella.
Necesitaba un fondo urgente para las zapatillas de
cristal, y hasta que el príncipe azul se ocupe de las cuentas, papá Cárdenas,
que tanto fastidiaba con achaques y ataques de pánico, tendría que ser la salvación.
Podía aliarse con Horacio, el penúltimo de sus
hermanos, quien también andaba maquinando la muerte “accidentada” del padre,
pero ninguno confiaba en el otro y se consideraban incompetentes mutuamente.
No, Concepción Cárdenas no hacía alianzas, no creaba pactos, no era cómplice de
nadie. No. Concepción Cárdenas estaba sola en el jardín con su anciano padre,
planeando cómo matarlo mientras lo mataba con el agua fría de la manguera.
Don Florencio Cárdenas moriría a la semana,
aniquilado por una pulmonía violenta, recordando, durante su último ocaso, cómo
la luz del sol se escapaba mientras él sufría el impacto del agua helada que no
paró de golpear sus carnes temblorosas.