Probablemente era
jueves. Iba por las calles del centro admirada por como brotaban conciertos y
tocadas cual flores en primavera cuando, en una esquina muy amplia, encontró al
hijo pródigo del buri vaciando las últimas gotas de una botellita de alcohol
etílico en otra de gaseosa, más ebrio que nunca. Él era el primer plano de una
muchedumbre que pudo identificar como familiar, en la que luego vislumbró a un
par de amigos: primero chiri, más cerca cuba y luego el flaco, quien la saludó
con un abrazo de sanguijuela.
Pudieron haber
conversado de miles de cosas, pues hacía mucho no se veían todos juntos, en
cambio decidieron encontrarse en el museo, pues esa noche tocaba una buena
banda, de las que más le agradaban.
“Primero lo primero”,
pensó, y se encerró en su baño a practicar la curación de las cinco de la
tarde, la cuarta del día. Por cosas de la vida y con la emoción de la velada
atravesada en su mente, dejó la ducha abierta mientras se enjabonaba frente al
lavamanos las heridas del mundo, de la libertad y del idealismo: un jardín de
sangre hecha poesía con el principal propósito de recordarle que su felicidad
fue forjada en el futuro con herramientas punzocortantes.
Y cuando volvió a la
realidad, el baño parecía una piscina. El agua, de un extraño pero precioso
color verduzco, le llegaba al pecho. Sabía que tenía que abrir la puerta y la
ventana para vaciar el cuarto, pero entonces escuchó la voz de sus padres
afuera y se le ocurrió que sería mejor evitar la hecatombe, al menos, por el
momento.
Las ideas se
conectaron muy lento, el agua fluyó muy rápido y, de un momento para el otro,
el íquido había alcanzado el techo y ella lo respiraba sin la menor dificultad.
Hitler ya había descubierto, cuando se le dio por ahogar gente, que el hombre
tiene la capacidad de volverse pez cuando el cuerpo lo requiere y la
concentración lo permite, la clave está en no perder la conciencia de que lo
que se respira es agua. Lucía tenía esa teoría muy presente en la cabeza,
aprendida en un documental que vio en sus años de colegio, pero aun así cometió
la tontería de volver a encender la ducha para enjuagarse el jabón.
Cuando por fin se
animó a abrir la ventana y el baño se vació con menos violencia de la esperada,
salió para descubrir que la noche se había posado en una ciudad por completo
cambiada: Daniel Radcliffe la esperaba en un auto de colección amarillo de casi
un siglo de antigüedad para salvarla de los zombies que de nuevo se apoderaban
de las calles. Ya casi parecía un cliché.
Lo novedoso eran las
armas: él pulverizaba a los malditos con el flash de una cámara fotográfica, casi
tan vieja como el auto, que disparaba a una velocidad inverosímil y ella se
defendía con las aspas de una batidora enloquecida. La primera misión era
encontrar el refugio de los salvos para que la cabeza le devolviera a Lucía su
celular. Cuando llegaron a la primorosa casita que camuflaba el bunker
subterráneo, ya se habían deshecho de muchísimos muertos vivos que ahora ardían
en las aceras, pero la batidora se había quedado sin batería y dos dedos de
Lucía estaban contaminados, índice y meñique izquierdos. Se metió en la casa,
bajó por la trampilla escondida tras la escalera, se encontró con todos los
refugiados y puso a cargar la batidora, pero olvidó el teléfono. Cuando salió,
era su madre quien la esperaba en un jeep contemporáneo para salir a toda
velocidad, no queriendo darle indicaciones a la desgraciada mujer que cargaba
un niño en brazos y buscaba con desesperación un lugar en el que pudieran estar
a salvo. Ya estaban muy lejos de ella cuando Lucía la vio acercarse a un ser
sin piel y preguntarle lo que un grupo de personas invadidas por el terror y la
falta de misericordia no pudieron decirle.
La máquina de escribir
hizo la conexión directa con la realidad.