Pasados tres días
desde el último informe, Tomás y Renata decidieron que era de suma urgencia ver
esa película pendiente con ese jugo de cupuazú sobrante, por lo que acordaron
juntarse en casa de ella y, aprovechando la ocasión, que luego él la acompañe a
inscribirse en su universidad.
Así lo hicieron, y a
pesar del abrazo bajo la noche estrellada de la última vez que se vieron,
mantuvieron una distancia menos que amistosa durante el largometraje. Las cosas
empezaron a ponerse interesantes luego de que Renata pagare su primer
mensualidad, pues gracias a la euforia de la inscripción, Tomás le propuso ir a
la venta de allí cerca a tomarse unas cervezas a modo de celebración. Mientras
tal ocurría, tuvieron una conversación sobre sus vidas privadas más profunda de
lo usual, adornada por el cómico estado al que Renata llegó. Hablaron de sus
respectivas ex parejas, tocaron el tema Laura –la platónica de ocasión- por lo
superficial y él confesó haber sido infiel con la que era el amor de su vida. Por
nabo, dijo.
Fue hablando de
relaciones que Renata le expuso su teoría de la ecuación perfecta, además de
confesar que tenía un amor imposible. Cualquiera se hubiera dado cuenta de a
quién se refería, en especial considerando la forma maniaco obsesiva con que
olfateaba la chompa que él le había prestado, pero el comentario pasó casi
desapercibido. A pesar de todo, la noche y las cervezas dieron un tinte
romántico a la velada y, aprovechando el pánico y la borrachera, todo el viaje
de regreso en micro se la pasó ella con la cabeza sobre el hombro de él. Y como
eso no era todo, al llegar a su casa, lo invitó a pasar, a recostarse en la
colina del jardín y a escuchar música mirando las nubes de la nocturnidad.
La comunicación seguía
siendo vasta y la expectativa crecía en Renata cual dinosaurio de goma
acuático. Estaba casi segura de que el miércoles, día de su siguiente cita,
pasaría algo especial. Y acertó.
Se encontraron en la
plaza, caminaron entre risas y charla amena hasta el boliche, se sentaron en el
último rincón vacío que el dos por uno había dejado -junto a la escalera- y se
pusieron a tomar chuflay.
Ella necesitaba
expresarle de alguna manera muy sutil que él era su amor imposible, por lo que
le regaló uno de sus famosos pajaritos de papel con un caminito punteado que,
al abrirlo, llevaría hacia un “sos vos”. Más evidente, imposible. Y aun así, el
muchacho no comprendía, o al menos eso sospechaba Renata a pesar de haberse
puesto roja como tomate después de que él le dijera que estaba muy guapa esa
noche.
Un chuflay se
convirtieron en tres y el mundo giraba sin parar para Renata, y como el boliche
estaba cada vez más abarrotado y ruidoso, decidieron ir a la tranquilidad de la
plaza para escuchar música selecta.
Una vez allí, Tomás
expresó su deseo de estar tan chispeado como ella, pues lo tomado no lo había
logrado, así que la joven puso un buen rock n roll en el iPod de él, lo tomó de
las manos y se pusieron a bailar un intento de salsa cundido de vueltas
nauseabundas, presenciadas estas por una pareja que se burlaba desde un
banquito cercano, hasta que el muchacho pareció un muñeco de trapo sin control
de su cuerpo.
Entonces se sentaron y
se dejaron inundar por la música de los Beatles. En esta parte de la historia,
los tragos hicieron lo suyo emborronándola y cambiando el orden de los hechos.
El caso fue que Tomás empezó oliendo su hombro y terminó con sus labios posados
sobre los de ella pero sin besarla. Renata no comprendía lo que pasaba, pues
era lógico que si se acercaba de tal manera sería para algo, así que lo miró
fijamente, le pegó un jalón de oreja y le dijo: “¡no seas maricón y besame!”
Se besaron varias
veces en la plaza y varias más en el camino que los separaba del boliche,
durante el cual Tomás le expuso su angustia de pensar que toda esa escena fuera
solo un plan para darle celos a Lucas. Renata no soportó el malentendido, se
volcó hacia él, lo miró con mucha intensidad y le dijo: “¿sabés qué? Te amo.”
La cara de Tomás se desfiguró entre el espanto y la ternura, entre el terror y
la emoción, y exigió explicaciones porque no lo podía creer, y ella tuvo que
desglosar el sustantivo Amor Imposible para que él entendiera que sí había
amor.
Sobrevino el jueves
con su esperado peso de consciencia. Tomás se sentía un pésimo amigo y lo único
que quería era hablar sobre lo ocurrido con Lucas. No soportaba hacerle daño a
nadie. Renata, mientras tanto, experimentaba la explosiva fusión de los
términos de la ecuación en que el amor imposible dejaba de ser imposible y el agarre pasaba a
ser ella misma.
Ese día se vieron un
segundo sólo porque el destino estaba de buen humor y los cruzó justo en el
mercado correcto a la hora indicada: ella volvía al taller después de hacer
unos mandados; él acompañaba a Thais a hacer otros mandados.
De modo que ese día
Lucas no fue a la universidad y no se dio la oportunidad para la dramática
confesión, llegó el viernes sin mayores novedades más que un rencor doloroso y
creciente por parte de la señorita y quién sabe qué sentimientos por parte del
joven.
El viernes fue el día.
Crespos de luto apareció justo donde se lo esperaba, ojos de madera se armó de
valor con una buena dosis de Nirvana y las palabras se cruzaron; sencillas,
pero se cruzaron. “Creo que empiezo a sentir algo por Rena”, dijo Tomás. “Cortala
viejo”, respondió Lucas.
Aquella tarde, la pareja
revelación de invierno quedó en juntarse en la colina de la vida para hablar de
lo ocurrido. En pocas, Tomás le dijo a Renata que tenía que tomar una decisión
y que quería pensarla con detenimiento, pues respetaba a su amigo, pero que no
dejaría de verla ni tampoco reprimiría sus sentimientos, de modo que, si
explotaba, explotaba nomás. Luego salieron a la calle y descubrieron que la
ciudad los ama, regalándoles el más asombroso saco de maravillas nunca antes reunidas,
pero eso es asunto de otro cuento.
A su vuelta, botados otra
vez en la colina, se miraron muy de cerca a los ojos, se acariciaron rostros y
cabellos, se olfatearon como aquella vez en que los abrazaba una luz que vacila
y promete dejarlos a oscuras, escucharon a Silvio y miraron las estrellas, pero
justo cuando más apremiante se hacía la necesidad de consolidar el amor, él le
suplicó a ella que no le pidiese ser besada.
Ídem, rencor y
abatimiento retornaron hasta el día siguiente, cuando él entró a tropezones a
su casa, la retuvo contra una pared y la besó sin mayores miramientos. La besó
como quien quiere con el corazón, como quien dice “que terriblemente absurdo es
estar vivo” y busca un beso cual Aute un latido, como quien encuentra a aquella
que tiene el hilo rojo que su chuspa necesita. O más simple, la besó como quien
ama pero no admite.
El domingo por la noche
Tomás la invitó por primera vez a su departamento para que cenaran con unos
amigos holandeses suyos. El menú fue un fetuchini al pesto elaborado con
dificultad a causa de las cervezas que la cocinera llevaba encima, pero en
general, magnífica velada con intercambio de conocimientos, guitarreada, comida
deliciosa y un “te amo” para coronarla. De Tomás, por suerte.
Estaban los tórtolos
solos en la cocina, él guardando cervezas en el congelador. “Compré seis
botellas”, dijo. “¿Na más?” preguntó ella, y él, confundiendo un par de letras,
respondió “te amo”.
A todo esto, Lucas. La
mañana siguiente al primer beso, Renata le dijo que no podría hablar más con él
porque su vida había cambiado, así sin más explicaciones. Desde ese momento, él
la persiguió de una manera exhaustiva y ella lo evitó dentro de los límites de
lo posible, pero lo cierto es que su insistencia la superaba. El domingo en la
tarde hablaron por teléfono, hay que mencionarlo, con mucha civilización. El
argumento de Lucas era que quería ser su amigo, nada más que su amigo, y
compartir la vida y los pensamientos con Renata, como siempre. Ella no aceptó
una visita, pero él ya estaba parado en su reja, bajo la copiosa lluvia,
esperando a una iracunda Renata que le abrió porque su compasión podía más que
su sentido común.
Lo que comenzó siendo
una charla seca e intrascendente, con los padres de la muchacha revoloteando alrededor,
culminó cuando estos decidieron encerrarse a dormir la siesta. Lucas lanzó la
pregunta clave: “¿Estás en ondas con otro tipo?”. Ella admitió que sí, pero advirtió
que no revelaría su nombre por nada del mundo, luego miró a su reloj y se
dispuso a despacharlo. Él intuyó que sería porque tendría una cita con el
susodicho y entonces, las cosas se pusieron turbias. Esto realmente no importa,
porque se reduce a un penoso forcejeo de brazos y piernas cundido de lágrimas.
Lucas aprisionaba a una desastrosa Renata que se defendía con uñas y dientes y
que, sólo cuando puso las llaves en el piso, pudo escaparse y subir corriendo.
Cuarenta y cinco minutos después, Lucas seguía esperándola en el sofá, pero ya
sólo quería irse.
Cuando la velada de
verdes y naranjas acabó, y cada cual estuvo embalado en sus respectivas
pijamas, Tomás supo que era momento de confesar la completa verdad a Lucas. Le dijo que enserio gustaba mucho de Renata y
que era muy posible que pronto entablaran una relación –él es muy diplomático
para hablar- pero Lucas, con todo el empecinamiento que lo caracteriza, le dijo
que eso no importaba, que cuando estuvieran en la universidad, él la trataría a
ella como si siguieran siendo novios.
Como está establecido
en todos los calendarios cristianos, al domingo le siguieron lunes y martes, y
a una visita, otras dos. Era sencillo, no podían desprenderse ni un solo día.
El miércoles por la
mañana, Tomás partió con rumbo a Samaipata para celebrar el solsticio de
invierno en El Fuerte, y al retornar el jueves, le llevó a Renata un hermoso
pedazo de cuarzo y muchas historias.
Concluidos los
relatos, amparados por la comodidad del sofá, Renata lo miró a los ojos de
madera que se derriten como el campo en primavera y le dijo: “Voy a ser un poco
chinchi, ¿bueno? Pero así, tipo Disney… ¿qué somos?”. Y él, con la gracia que
lo caracteriza, respondió que “somos unos capos”. Ella rió. Él la miró y dijo
“¿Quieres ser mi chica?” y ella supo que estaba delante de él, el de las
palabras precisas, la sonrisa perfecta. El brillo de sus ojos dijo más que mil
palabras y el beso que le sucedió despejó todas las dudas que alguna vez
existieron.