viernes, 8 de enero de 2016

La puerta está un paso más allá

Ayer escuchaste demasiadas porquerías que hoy se repiten como un eco. No existen días mejores en el oscuro túnel que tenés que recorrer. No hay tragaluces, antorchas ni salidas de escape. La negrura está habitada por crueles ilusiones.
Y como ya no soportás las palabras que te rompen la cabeza, ese coro de sandeces que interpreta la gente soberbia, te sumergís en tu refugio de sábanas. Te acurrucás sobre tu costado izquierdo, presionando tu descascarado corazón, y te cubrís hasta las orejas para luchar contra el terror a que algo maligno te ataque por la espalda. Sabés que el edredón no es el mejor escudo, pero tu enemigo es un miedo incorpóreo.
Ya te sentís segura. Asumiste que nada malo sucede y las lucecillas de la calle iluminan lo suficiente la habitación, pero las voces de tu cabeza siguen ahí, tormentosas. Son el espejo de las palabras pronunciadas, día a día, por las mismas personas que destrozan tus oídos, y mientras más cerca estás de cruzar el umbral del sueño, más nítidas y fuertes suenan ellas.
Tu corazón bombea tan fuerte que lo sentís omnipresente. Late tu estómago, marchan tus orejas y tamborilea tu cuerpo desde la cabeza hasta la planta de los pies. Tu sangre danza una coreografía tropical cuando lo único que querés es suspender la sesión. Stand by.
Ya casi llegás. Se adormece tu pulso, tu conciencia y tu miedo al miedo. Estás a punto de llegar, pero entonces es la casa quien comienza a hablarte: la madera cruje y los plásticos se dilatan con un sonido explosivo que perturba tu triste tranquilidad.
Te rendiste. Echás a un lado las frazadas, el terror patológico y la frenética necesidad de descansar. Dejás de oprimir tu corazón con tu cuerpo y, como todas las noches a esta hora, te ponés a mirar el techo, a naufragar en reminiscencias.
Sabés que solo estás en un túnel, que todo esto va a acabar antes de lo esperado. Es un pasaje de transición y no podés dejar huella en sus paredes pues quizás, por dañina curiosidad, podrías querer volver  comprobar su tu marca sigue allí, y allí estará, condenada junto a vos a este camino insufrible.
Así que solo caminá, derecho, derecho, y si la oscuridad te da miedo, cerrá los ojos, pues es mejor penumbra conocida que penumbra por conocer.

Seguí así, solo un paso más, que ya casi cruzas el umbral. 

Mancha negra, negra, roja

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Qué frío de cuerno, pensaba Lucía, ojalá el invierno artificial termine de una vez. Llevaba siglos tratando de sacarse la marca de Caín que tenía en la uña del anular izquierdo, mismo dedo que portaba su anillo de compromiso. 
 La sala de espera parecía una pasarela de perdidos, de tránsito lento y desordenado. Ella, sentada allí, era como un fantasma. Las personas llegaban, hablaban con la recepcionista pelirroja y luego se adentraban en el laberinto de pasillos, del cual saldrían más verdosos y desorientados que nunca.
Cuando Lucía llegó a la sala de espera, se acercó muy serena al escritorio de la mujer que cortaba cebollas sin llorar y le pidió cita con un cirujano, urgente, para que le ampute la punta de su anular maldito.
Quienes la depositaron ahí fueron sus padres en un arrebato de pánico, después de oír a la hija decir que quería cortarse el dedo por la marca de su uña.  
La recepcionista levantó la cabeza con desidia y posó sus ojos de grandes párpados sobre la pálida muchacha, pero sus manos no dejaron de picar. Siéntese y espere, le dijo, en seguida llamo al doctor.
Y así se pasó sentada cinco días, sin moverse, dormir, comer o beber. Su única ocupación fue sacarse la mancha negra que había dejado el esmalte. Se embebió tanto en su labor que se olvidó de su existencia, volviéndose invisible para sus propios ojos.
Al pasar los días, Lucía se cansó de raspar con sus uñas y arremató contra la marca con los dientes, con una brutalidad tal que de su dedo corrió sangre y esta le provocó un apetito voraz, incontenible, irremediable.
Hubiera sido espantoso para cualquiera que le viera la sangre derramarse por su quijada y los dientes teñirse de rojo, pero nadie la veía. Ella no estaba allí.
Cuando terminó de ejecutar su rudimentaria cirugía, cayó en cuenta de lo sucedido y, sonriente, se acercó con su medio dedo sangrante en alto a la recepcionista. Ya no necesito al doctor. Me voy.
La pelirroja sonrió por primera vez. Espere, dijo, aquí tiene hilo y aguja para su dedo. Felicidades y que le vaya muy bien.  

Lucía le devolvió la sonrisa y se tomó un minuto para suturarse el muñón del dedo antes de salir del hospital psiquiátrico, contenta de haber resuelto el problema, pero sin descubrir, ni entonces ni jamás, que lo único que tenía que hacer era sacarse el anillo de compromiso. 

La procesión de los bichos

Un jueves numerado por la mala suerte, llegó a Pitilumpia un desfile interminable de animales. Los elefantes encabezaban la marcha, seguidos muy de cerca por los rinocerontes, hipopótamos y camellos que guiaban a los demás animales por los senderos del valle. 
El viaje inició en la punta de los pies y fue provocando un cosquilleo insoportable con sus millones de pisadas hasta la planta de los pies.
Pasadas las primeras horas de viaje, sortearon el talón y emprendieron camino cuesta arriba por las pantorrillas, asegurándose de presionar los puntos más delicados. El tropel venía furioso, decidido a causar dolor.
Los peso pesado golpeaban, los medianos entumecían y los ligeros hacían cosquillas. Trabajaban en equipo para que el dolor no cese y el cansancio se quede colgado de los músculos.
El viaje por las piernas fue largo y difícil, sobre todo al llegar a las enormes nalgas, empinadas y flácidas. Además, todo el esfuerzo que hicieron subiendo no causó ningún dolor, pues una gran cantidad de grasa separaba a los nervios de la superficie. Pero por fin, después de mucho escalar, alcanzaron el premio mayor: la espina dorsal.
Ahí se sintieron en el paraíso. Rompieron filas y todos los animales, de todos los tipos y tamaños, corrieron a sus anchas por las planicies de la espalda. Brincaron por las rocosas vértebras, zapatearon en el coxis e hicieron una fiesta con bombos y platillos sobre los nervios más importantes de la meseta.
Después de una noche de fiesta y baile, la caravana siguió viaje con la misma algarabía hasta llegar al atlas, donde se asentó a descansar.
La vértebra más alta de la columna era el edén. No solo tenía excelente vista, sino que, presionando algunos puntos precisos, podían enviar dolor desde allí hasta cualquier parte del cuerpo.

La procesión sigue ahí, a gusto, y la reina de Pitilumpia aún no encuentra un pesticida, calmante, cama o reposo capaz de deshacerse de todos los bichos que amenazan con causarle una tortícolis.