1. Eli, Sergito y dos amigos
más se organizaron para pasar el Año Nuevo en Bombinha, Brasil, e inspirados
por las historias de su padre, decidieron vivir la aventura en tren.
Dorita, la más entusiasta del grupo, tuvo la
iniciativa de comprar los boletos en primera clase, pero cuando les tocó
acomodarse en el vagón, comprendieron la truculenta jerarquía de las clases del
trenes: Pullman es la clase de los caballeros del siglo pasado, con asientos
semi reclinables, comedor y sala de estar; segunda clase es una sala larga con
dos filas de asientos enfrentadas a lo largo de esta, y primera clase, la más
divertida de todas, es un vagón de portones abiertos en el que viajan personas
y animales. Todos sus asientos son de palo y están construidos con un estricto ángulo
de noventa grados, excepto el que está delante del baño, ese tiene una ligera
inclinación hacia delante. En ese viajaba Eli.
Partieron de noche, a paso lento, hacia la
frontera. El tren se tambaleaba con un traqueteo torpe y constante, y era tan
inestable su paso que se descarriló tres veces en el primer tramo. Nada raro para
los más experimentados en andanzas ferroviarias.
Entrada la noche, parte de los pasajeros se recostó
en el pasillo para dormir, entre encaramados y revueltos. Eli, por el
infortunio de su asiento, se animó a seguir el ejemplo.
Picó papel periódico cual roedor doméstico y se
acostó tiesa en el piso helado, sintiendo una llovizna de tierra en la cara
cada vez que alguien pasaba encima de ella para ir al baño. En la oscuridad del
tren, había que rezar para no terminar pisoteado en alguna zona delicada.
Tal como los gallos cacarean y los pájaros cantan,
los vendedores ambulantes dieron la bienvenida al sol con su café café, pollo
frito, empanada, y cuñapé.
Por los sendos portones del vagón entraban a vender
sus manjares de la ruta ferroviaria, y como no podía faltar en una buena
historia boliviana, por los mismos portones subían los ladronzuelos a quitonearse mochilas, gorras y
relojes con los propietarios, con la misma parsimonia con que avanzaba el tren.
Después de dieciocho fatídicas horas de viaje, el
arribo a Bombinha fue como llegar al paraíso. La playa de arena blanca era una
cama de nubes.
2. Yeyo recuerda que en el
año ’81, la primera clase del tren bala no era muy distinta a la que sus hijos
conocerían veinte años después.
Él, su esposa, suegro y cuñado decidieron viajar en
moto a la Chiquitanía, pero por falta de caminos, tuvieron que hacer el primer
tramo en tren, embalando las motos en un vagón de carga pre sellado que iba al
final.
Sobre los asientos de palo había una larga parrilla
para el equipaje, de la que colgaron los cascos, uno al lado del otro, sobre
sus cabezas. Estos, al son del vagón, se golpearon toda la noche.
Al nacer el nuevo día, la señora sentada detrás de
Yeyo le comentó a su compañera que durmió terrible, soñando que uno de esos
mates gigantes se le caía en la cabeza.
Yeyo la escuchó y rio para sus adentros. Miró
complacido por la ventana y notó que, en la estación que ya estaban abandonado,
se quedaba el vagón de carga.
¡Christian!, exclamó, ¡las motos! ¡Maquinista,
alguien, paren el tren! Pero a pesar del escándalo, el tren solo se detuvo en
la siguiente estación, veinticinco kilómetros más allá.
Yeyo se bajó con Christian, su cuñado, prometiendo a
Renate que se encontrarían al final del viaje. En una choza amarilla perdida en
medio del monte, con un sol calcinante y la humedad inundando el aire, el par
de gringos se armó de valor para emprender la caminata.
Andaban con trancos largos por las vías del tren,
esquivando los tablones rotos o ausentes cuando, en el horizonte, vislumbraron
una pequeña nave blanca que se acercaba, traqueteando desvencijada. Se trataba
de una ambulancia ferroviaria: una vagoneta con las ruedas adaptadas para las
rieles que se encargaba de socorrer a maquinistas, pasajeros y, luego de
exhaustivas plegarias, civiles varados en medio del camino.
Al llegar a la estación, encontraron el vagón de carga
y a una señora gorda desparramada a sus anchas en un sillón de alambres. Se
abanicaba.
Lo sacaron porque estaba botando gasolina, dijo
despreocupada. Tiene que venir el encargado para abrirlo. Y, ¿va a tardar
mucho?, preguntó Yeyo, nervioso. A ver si viene, respondió la doña, cuando
quiere nomás viene.
El encargado llegó en un tren Mixto y accedió a
revisar la carga. La gasolina se derramaba de un bidón de contrabando
agujereado, así que, comprobada la inocencia de las motos, las trasladaron a un
vagón del nuevo tren. Yeyo y Christian, que antes viajaban con personas y
animales, llegaron a destino entre cajas de embalaje.
3. A propósito del tema,
existían en Bolivia tres tipos de trenes:
El tren Bala, que llegaba a la frontera con Brasil en
doce horas y contaba con las tres clases antes mencionadas.
El tren Mixto, con una clase única para carga y
pasajeros.
El tren Expreso, con segunda clase y Pullman, llegaba
en ocho horas a la frontera, pero se sacudía tanto que era imposible asentar un
vaso sobre la mesita plegable. La única que no temblaba en el tren era la
rodomoza, quien gozaba de tal equilibrio y flexibilidad en caderas y rodillas
que, más que andar, parecía flotar por los pasillos del tren. Los vasos venían
inmóviles en su bandeja, pero apenas le alcanzaba uno a un pasajero, el líquido
en su interior se desparramaba para todos lados.
Sin embargo, antes de la llegada de los trenes
eléctricos al país, existía el tren a vapor que popularmente se conocía como
“María Fumaza”.
Yeyo recuerda que en los tiernos días de su
infancia, su padre lo llevó a él y a su hermanito Carlos a dar un paseo en la
María Fuamaza, que no era más que una plancha de hierro enganchada a un brasero
gigante que desprendía chispas como brota el fuego de las fauces de un dragón.
Los niños lloraban porque se quemaban las cabecitas
y su padre les hacía sombreritos de pañuelo con las puntas anudadas al tiempo
que los golpeaba y les gritaba que no sean maricones, no se llora.
Al llegar a la estación, el cabello de los niños
estaba chamuscado y los pañuelos, agujereados como un cernidor.