lunes, 7 de julio de 2014

La verdad y el humano

El humano considera a la verdad como una utopía a la cual se debe caminar durante toda la vida.
Un hombre camina por encima de la tierra en busca de la verdad. Cuanto más lucha por acercarse a la utopía, sus pasos son más firmes. Aterriza.
Un hombre camina por el interior del cuerpo en busca de su verdad. Cuanto más lucha por acercarse a la utopía, mejor domina el camino por debajo de la piel. Se conecta. 
Cuando el humano de adentro y el humano de afuera caminan juntos, sus pies se encuentran, y a pesar de creer estar yendo hacia la verdad, la verdad nace donde se unen sus pasos.

Mientras el humano de afuera y el humano de adentro sigan caminando hacia la utopía, la conexión se mantendrá y surgirá la verdad, pero cuando uno de ellos desista del camino, ambos, alejados, se hundirán en la sombra.

El mar de los delirios

Estoy buscando una palabra al pie del mar de los delirios.

Adiós mi Carmelina, ay adiós. Yo no quiero que me abraces más.

Mi alma está suspendida en este presente cambiante e indefinido. Estoy expectante a las conclusiones para poder construir una idea.
Mi alma se mueve por los distintos ámbitos de su arte, pica un poco de todo y sonríe satisfecha… o acaso inquieta?
Tiene tanto fervor que el presente es tarde. Está ubicada en el siguiente paso; quiere volar.
El tiempo pasa lento para el entusiasmo y rápido para el deber. Hay muchísimo que hacer.

Tengo la inquietud de tanta vida junta, actividad de repente luego de tan larga ausencia.


Quiero tanto que mi existencia no me basta. Cuánta impaciencia. No me he puesto a pensar en que tengo todo el tiempo del mundo para recuperar el tiempo perdido.

La vaca/barco

Al nacer la mañana, el sol brillaba y los pájaros cantaban.
Me despierta el estruendo de un rayo que cae cerca de mi casa. Miro al exterior, aturdida, y descubro que llueve como si llorara dios.
Con cada trueno, el aguacero se intensifica; el agua impactando con fuerza absurda en los botes de hojalata que navegan por el río que es mi calle.
El clima invita al enclaustramiento, pero una razón de fuerza mayor me arranca de mi cama. Debo llegar a la universidad como sea.
Protegida por un paraguas agujereado, salgo resignada a empaparme. Empujo al agua a La Vaca, que ahora hará sus veces de barco, levo el ancla y enciendo el motor con tres tirones certeros.
Me lanzo a la corriente por la que desfilan despacio otros botes e, ignorante de las dimensiones del turbión, me encamino por la ruta acostumbrada.
Después de algunas cuadras de navegación, me encuentro metida en calles tan ondas que recorrerlas se convierte en una travesía. Cambiar de ruta es apremiante, así que me meto por pasillos y callejones, avanzando despacio para no dar un paso en falso, tanteando la profundidad y buscando zonas altas.
La marea crece sin piedad con la lluvia infinita. Las otras embarcaciones pasan dejando estelas y batiendo el agua. Esta noche, todos tendremos el síndrome del marinero.
Las avenidas más transitadas están en estado crítico de inundación y las rotondas del Segundo Anillo se han convertido en pozas truculentas que atraparon a los más imprudentes. Tal es el caso del pequeño Tico rojo que, con el agua llegándole al techo, provoca un caos de ambulancias y camiones de bombero que no pueden ni acercarse por el congestionamiento.
Me desvié por el bien de La Vaca, que empieza a filtrar agua por las puertas, pero después de mucho navegar, me encuentro delante del trecho final.
Es una avenida larga y desierta, interrumpida solo por una camioneta varada en medio de la vía.
Me meto despacio y de pronto encuentro un descenso en la calle. Avanzo lento, casi rezando. A mi derecha observo el canal de desagüe, cuyas aguas son una con las de la avenida, de vereda a vereda.
La marea parda lame la proa, amenazando con llegar al parabrisas. La vaca jadea y tiembla de frío, pero galopa heroica hasta el final, hasta el ascenso milagroso que revela las losetas bajo el agua.
Al llegar a la universidad, saco el agua a baldazos del interior y arranco los barbechos enredados en la trompa.

Lo hiciste de nuevo Vaca, salvaste el día. 

Historias de trenes

1.       Eli, Sergito y dos amigos más se organizaron para pasar el Año Nuevo en Bombinha, Brasil, e inspirados por las historias de su padre, decidieron vivir la aventura en tren.
Dorita, la más entusiasta del grupo, tuvo la iniciativa de comprar los boletos en primera clase, pero cuando les tocó acomodarse en el vagón, comprendieron la truculenta jerarquía de las clases del trenes: Pullman es la clase de los caballeros del siglo pasado, con asientos semi reclinables, comedor y sala de estar; segunda clase es una sala larga con dos filas de asientos enfrentadas a lo largo de esta, y primera clase, la más divertida de todas, es un vagón de portones abiertos en el que viajan personas y animales. Todos sus asientos son de palo y están construidos con un estricto ángulo de noventa grados, excepto el que está delante del baño, ese tiene una ligera inclinación hacia delante. En ese viajaba Eli.
Partieron de noche, a paso lento, hacia la frontera. El tren se tambaleaba con un traqueteo torpe y constante, y era tan inestable su paso que se descarriló tres veces en el primer tramo. Nada raro para los más experimentados en andanzas ferroviarias.
Entrada la noche, parte de los pasajeros se recostó en el pasillo para dormir, entre encaramados y revueltos. Eli, por el infortunio de su asiento, se animó a seguir el ejemplo.
Picó papel periódico cual roedor doméstico y se acostó tiesa en el piso helado, sintiendo una llovizna de tierra en la cara cada vez que alguien pasaba encima de ella para ir al baño. En la oscuridad del tren, había que rezar para no terminar pisoteado en alguna zona delicada.
Tal como los gallos cacarean y los pájaros cantan, los vendedores ambulantes dieron la bienvenida al sol con su café café, pollo frito, empanada, y cuñapé.
Por los sendos portones del vagón entraban a vender sus manjares de la ruta ferroviaria, y como no podía faltar en una buena historia boliviana, por los mismos portones subían los  ladronzuelos a quitonearse mochilas, gorras y relojes con los propietarios, con la misma parsimonia con que avanzaba el tren.
Después de dieciocho fatídicas horas de viaje, el arribo a Bombinha fue como llegar al paraíso. La playa de arena blanca era una cama de nubes.

2.     Yeyo recuerda que en el año ’81, la primera clase del tren bala no era muy distinta a la que sus hijos conocerían veinte años después.
Él, su esposa, suegro y cuñado decidieron viajar en moto a la Chiquitanía, pero por falta de caminos, tuvieron que hacer el primer tramo en tren, embalando las motos en un vagón de carga pre sellado que iba al final.
Sobre los asientos de palo había una larga parrilla para el equipaje, de la que colgaron los cascos, uno al lado del otro, sobre sus cabezas. Estos, al son del vagón, se golpearon toda la noche.
Al nacer el nuevo día, la señora sentada detrás de Yeyo le comentó a su compañera que durmió terrible, soñando que uno de esos mates gigantes se le caía en la cabeza.
Yeyo la escuchó y rio para sus adentros. Miró complacido por la ventana y notó que, en la estación que ya estaban abandonado, se quedaba el vagón de carga.
¡Christian!, exclamó, ¡las motos! ¡Maquinista, alguien, paren el tren! Pero a pesar del escándalo, el tren solo se detuvo en la siguiente estación, veinticinco kilómetros más allá.
Yeyo se bajó con Christian, su cuñado, prometiendo a Renate que se encontrarían al final del viaje. En una choza amarilla perdida en medio del monte, con un sol calcinante y la humedad inundando el aire, el par de gringos se armó de valor para emprender la caminata.
Andaban con trancos largos por las vías del tren, esquivando los tablones rotos o ausentes cuando, en el horizonte, vislumbraron una pequeña nave blanca que se acercaba, traqueteando desvencijada. Se trataba de una ambulancia ferroviaria: una vagoneta con las ruedas adaptadas para las rieles que se encargaba de socorrer a maquinistas, pasajeros y, luego de exhaustivas plegarias, civiles varados en medio del camino.
Al llegar a la estación, encontraron el vagón de carga y a una señora gorda desparramada a sus anchas en un sillón de alambres. Se abanicaba.
Lo sacaron porque estaba botando gasolina, dijo despreocupada. Tiene que venir el encargado para abrirlo. Y, ¿va a tardar mucho?, preguntó Yeyo, nervioso. A ver si viene, respondió la doña, cuando quiere nomás viene.
El encargado llegó en un tren Mixto y accedió a revisar la carga. La gasolina se derramaba de un bidón de contrabando agujereado, así que, comprobada la inocencia de las motos, las trasladaron a un vagón del nuevo tren. Yeyo y Christian, que antes viajaban con personas y animales, llegaron a destino entre cajas de embalaje.

3.   A propósito del tema, existían en Bolivia tres tipos de trenes:
El tren Bala, que llegaba a la frontera con Brasil en doce horas y contaba con las tres clases antes mencionadas.
El tren Mixto, con una clase única para carga y pasajeros.
El tren Expreso, con segunda clase y Pullman, llegaba en ocho horas a la frontera, pero se sacudía tanto que era imposible asentar un vaso sobre la mesita plegable. La única que no temblaba en el tren era la rodomoza, quien gozaba de tal equilibrio y flexibilidad en caderas y rodillas que, más que andar, parecía flotar por los pasillos del tren. Los vasos venían inmóviles en su bandeja, pero apenas le alcanzaba uno a un pasajero, el líquido en su interior se desparramaba para todos lados.
Sin embargo, antes de la llegada de los trenes eléctricos al país, existía el tren a vapor que popularmente se conocía como “María Fumaza”.
Yeyo recuerda que en los tiernos días de su infancia, su padre lo llevó a él y a su hermanito Carlos a dar un paseo en la María Fuamaza, que no era más que una plancha de hierro enganchada a un brasero gigante que desprendía chispas como brota el fuego de las fauces de un dragón.
Los niños lloraban porque se quemaban las cabecitas y su padre les hacía sombreritos de pañuelo con las puntas anudadas al tiempo que los golpeaba y les gritaba que no sean maricones, no se llora.


Al llegar a la estación, el cabello de los niños estaba chamuscado y los pañuelos, agujereados como un cernidor.

Escenario surreal para comedia negra.

Jhonattan, el pentaestrellado.


Las carreras de Moto GP, el evento anual de motociclismo más grande y esperado de Latinoamérica, tiene lugar cada año en Las Termas del Río Hondo, un pueblito del norte argentino que está vacío durante todo el año, hasta que llega el éxodo de 150 mil motociclistas.
Para estas fechas, todos los moradores se preparan. Se acomodan hoteles en casas antiguas, cuartos para alquilar en pocilgas y cualquier espacio donde entre una cama se convierte en refugio para los viajeros.
Un grupo de motoqueros bolivianos fue invitado a la carrera por Triunph, los cuales se encargaron de las reservas de rigor.
Al llegar al hotel asignado, el grupo se sintió en el escenario de una película de terror: La recepción era un pequeño cuartito de paredes sucias color melón, amoblado solo con un par de sillas de plástico forradas con tela rojo bordó y un mostrador de madera tras el cual había una mujer enorme, gorda y con un parche en el ojo.
Los viajeros se presentaron y la gorda les dijo que Fernando les va a mostrar su pieza. Del interior del mostrador salió un pequeño hombrecito cojo que los guió, subiendo con dificultad, por una escalera tan delgada y empinada como la que se usan para subir a un poste de luz.
Al final de la escalinata había una puerta de benesta, y detrás de esta, un cuarto en el que solo entraba una litera, un ropero y una silla, dejando un pasillo de treinta centímetros de ancho para llegar al baño, al fondo del cuarto.
Los cubrecamas eran del mismo color bordó de las sillas, de satén, para que no se note la suciedad. Yeyo agarró con asco el cubrecama, que se le escurría por los dedos como un pescado muerto, y lo arrojó con rabia a la silla.
El baño, de la mitad del tamaño del cuarto, tenía una ducha sobre el lavamanos de permanente agua caliente (por las termas), y el inodoro, junto a la ventana por la cual tuvo que salir Carlos al quedarse encerrado. La ventana daba a un balcón que bordeaba el patio interno, al igual que las ventanas de los otros baños, que echaban sus vaporosas sinfonías a condensarse en el recalentado techo de calamina.
El desayuno –dos medias lunas con café- lo servían los hijos de la gorda: dos muchachotes tan grandes como ella, rubios y albinos.

Luego de escuchar la descripción del lugar, uno de los motoqueros, que tuvo un poco más de suerte para encontrar hotel, con toda su picardía de gente sencilla, pronunció la sentencia final: ahora van a saber como duermen los pobres.

Capacitación de Nissan / Xuxú

Y empieza la capacitación… Si soy capa, me escribiré unos ocho cuentos. En empresas como esta he podido comprobar que hay cambas lindos.
*Nota personal: Revisar cuando es el taller de pospro fotográfica.
Hay un hombre extremadamente uniseja. Uniceja.
_Flugogramas de los procedimientos de no sé qué mierda -> flujogramas

A ver. Escribamos un cuento.
Una noche cálida de abril, en esas épocas en que los días eran historias y universos, fuimos a Nómada.
Va a venir un amigo –me dijo-, nunca se calla. Y en efecto, cuando llegó, saludó con vitalidad, se acomodó en un toco como si fuera propio y empezó a hablar.
Xuxú (Shushú) es brasilero y es todo un personaje. Contador de historias nato.

Motor: máquina que transforma el calor en movimiento rotatorio.

_Partes: cigüeñal, bujía, pistón, admisión, cadena de distribución, inyector, biela.


La historia de Xuxú es perdida. No tengo la capacidad descriptiva para hacer sentir su don verbal en letras.