Andar con
sueño es como una pesadilla, como andar con un pie en las sábanas que me
arrastran como la marea de un océano enfurecido.
Si pongo un
dedo en mi cama, esta me come, pero si pretendo resistir un día despierta,
entonces el mundo atenta en convertirse en cama: la mesa, sillas, paredes,
árboles, suelo… que un rincón me acurruque para que no me duerma de pie.
Esta
enfermedad tiene como primer síndrome el tedio, las ganas de huir de todo lo
que sea distinto a lo agradable, cómodo y confortable. Ayer incluso me dio
tedio comer, y es justo en esos momentos cuando dan ganas de morir, de clavar
la cabeza en el plato, alimentarme a través de una sonda o solo tomar mucho
líquido para calmar la fatiga y retirarme a dormir una siesta sin el calor del
almuerzo en el estómago.
Esta
enfermedad me quiere retener, me absorbe.
Y lo más
trágico es que ya pasó una clase y 35 minutos de la segunda y Juanma sigue
hablando de los términos y condiciones de la materia.
Extraño
cuando en el colegio comía un sándwich de pan francés, jamón y queso (todo
calentado en el microondas, queso derretido, híper caliente), con una bolsita
de Tampico todas las mañanas.
En el colegio
no había drama.
¿Por qué se
emborrona mi vista? ¿Por qué no puedo ver si el oftalmólogo me dijo que estoy
perfectamente?
Mis ojos
empañados dan el primer indicio de que las cosas no andan bien, el problema es
que no se dónde, ni cómo, ni por qué. Cuando esto sucede –y sucede muy seguido-
la vaina puede tomar dos caminos: el mareo, los flashazos de luz, la sensación
de frío y desvanecimiento, o simplemente el tedio, los objetos moviéndose más
lento, la hipersensibilidad a la luz…
En mis ojos
empieza y termina todo: mi cuerpo y mi alma.
Ya no quiero
ver, la luz me tiene harta y el doctor, los doctores, no dejan de repetirme que
estoy perfectamente, como para exportación.
Vamos a vivir
a Uruguay. El mejor país es aquel que es conducido por el mejor presidente.
Lindo fuera vivir en Montevideo.
Ya no más, por favor. Necesito comer.