Wingston Green visitó a una
bruja, en su natal California, que le dijo que su mala suerte provenía de un
saldo pendiente de su abuelo en el mundo. Eugenio Roca nació en Concepción de
Velasco, anduvo por toda la Chiquitanía iluminando poblaciones con una compañía
de electrificación y tuvo varias hijas, una de las cuales se casó con un gringo
de apellido Green que se la llevó a California.
Después de leer las cartas de
Wingston, la bruja le dijo que hallaría la respuesta a sus problemas kármicos
recorriendo los caminos de su abuelo. Tres semanas después, Wingston Green
estaba sentado en el asiento trasero de un trufi que iba a toda velocidad por
la carretera entre San José de Chiquitos y Roboré.
El paisaje que lo rodeaba
no cabía en los ojos de Green: los cerros de roca colorada, la vegetación
vibrante, el cielo de acuarela y los tiernos animales salvajes que apenas se
dejaban ver, corriendo graciosos entre la maleza. De pronto sintió un sacudón y
el vehículo se detuvo. Al bajarse, conductor y pasajeros descubrieron que un
fierro grueso y largo atravesaba la rueda delantera izquierda.
El chofer del trufi analizó
rápidamente la situación, les dijo a los pasajeros que iría por una llanta nueva
al pueblo más cercano y se montó en el próximo camión que pasó por la
carretera.
Las estrellas se fueron
revelando conforme caía la noche y mientras Wingston Green las miraba,
recordaba el cielo opaco de su ciudad, negro como los frijoles de su abuela. En
ese momento, Green sintió que una vibración le recorría los intestinos y le
hacía estremecer la nuca con su llamado urgente. Miró a su alrededor, buscando
un escondrijo para resolver la emergencia, y vislumbró, a unos treinta metros
del trufi, junto a la carretera, un barbecho alto que podría cubrirlo por completo
de burlas y pudores. Se bajó los pantalones, se puso en cuclillas, de cara a la
carretera, y al otro lado de esta divisó a una hermosa familia de capiguaras
que intentaba cruzar.
Virginia Fernández
retornaba, de Roboré a Santa Cruz, en su vagoneta con un grupo de amigas muy
divertidas que la acompañaron durante el feriado, con sus charlas interminables
y sus risas inverosímiles. De pronto, las luces de un camión que venía en la
dirección contraria encandilaron a Virginia y, en la súbita claridad, logró
distinguir las siluetas de varias capiguaras que realizaban un cruce suicida
justo delante de su vehículo. Espantada, Virginia Fernández solo atinó a lanzarse
fuera de la carretera, tras lo cual sintió un impacto seco. Al bajarse, temblando
de pies a cabeza, descubrió a un hombre entre la maleza; vivo, por suerte, pero
cagado entero y con unos cuantos huesos rotos.
La cuenta total de todos los
cuidados que se brindaron a Wingston Green sumó veinte mil dólares. Ante esta
situación, Virginia y Rodrigo –su marido-, decidieron vender la vagoneta en
quince mil y ponerse a trabajar turnos dobles para cubrir el saldo; Rodrigo
como taxista nocturno.
Chichín Moreno era conocido
por muchos como un auténtico pícaro. Sus amigos del motocross se divertían
contando sus fechorías con lujo de detalles, corregidos y aumentados. Había
quienes recordaban cuando, en su juventud, le robaba a diario al padre de su
mejor amigo. En su adolescencia, Chichín solía quedarse a dormir en la casa de
Esteban Sosa, cuyo padre, que dormía en el sofá de la sala por repudio a su
mujer, ocultaba la billetera debajo de los cojines. El joven Moreno esperaba a
que don Sosa estuviera bien dormido, filtraba su mano ágil por entre los
almohadones y sustraía entre quinientos y seiscientos dólares por ocasión.
Otro contaba, entre
divertido y avergonzado, su testimonio personal: Una vez, Chichín se accidentó
en el circuito de motocross y este noble amigo fue el único que lo ayudó. Lo
llevó al hospital, le prestó dinero para la emergencia y cuando el ilustre
Moreno fue dado de alta, no le devolvió ni el préstamo ni las gracias.
En esta ocasión, el gran
timador tenía preparado un truco nuevo. Rodrigo Fernández puso el clásico
letrero de “Se Vende” en la vagoneta y un tal Moreno lo llamó entusiasmado,
dispuesto a comprar el vehículo de inmediato. Los Fernández y Chichín tuvieron
un encuentro rápido: se revisó el estado de la vagoneta, se firmaron papeles,
se estrecharon manos y, antes de hacerse gas con su auto nuevo, Moreno les extendió
un cheque sin fondos.
Sonia Robles, que trabajaba
en España desde hacían cinco años, juntaba cada trimestre un buen porcentaje de
su sueldo para mandárselo a su padre, Hermenegildo Robles. El señor, apenas
cobrado el giro, sintió que la vitalidad y el júbilo volvían a su desgastado
cuerpo, por lo que esa misma noche invitó a su sobrino a gastar los primeros
euros de la jugosa pensión.
Muy tarde, o temprano, en
la madrugada, Rodrigo Fernández detuvo su taxi ante el brazo levantado de un
joven que, a su vez, ayudaba a un viejo a sostenerse en pie. Ambos tenían un
pintoresco aspecto de trasnoche, con sus prendas elegantes bañadas en sudor y
sus ojos vidriosos y entrecerrados. Hermenegildo se sentó adelante, le dictó
con dificultad la dirección al taxista, asentó una bolsita de coca sobre el
freno de mano y apoyó la cabeza contra la ventana para dormir todo el trayecto,
al igual que su sobrino, recostado en el asiento de atrás.
Rodrigo despertó a sus
pasajeros afuera de un portón de lata, blanco y oxidado, esperó a que entraran
y continuó con sus viajes nocturnos. Pasados algunos minutos, Fernández reparó
en la bolsita verde que tenía a su lado, y como nunca había boleado y le
desagradaba el olor, se propuso venderla. Para ganar aunque sea unos pesitos, pensó.
Pasados tres días, la bolsita seguía intacta en su taxi, habiendo sido
rechazada por un par de colegas.
Una noche se subió a su
taxi Carmelo Unzueta, quien huía despechado de una pelea con su esposa hacia la
casa de su amante, la cual, casualmente, vivía junto al portón oxidado del
viejo Robles.
Rodrigo, aprovechando la
ocasión, tocó el portón y aguardó. Le abrió el sobrino, al cual Fernández le
mostró la bolsita verde. Este, eufórico, invitó a pasar a Rodrigo y lo condujo
hasta la cocina. Don Hermenegildo, que tomaba taciturno su café, se quedó
paralizado al verlo ahí, con su bolsita de coca.
Rodrigo no entendía la
reacción de ese par, entre atónitos y extasiados, hasta que el viejo
Hermenegildo vació el contenido de la bolsa. Varios fajos de billetes cayeron
sobre la mesa, haciendo brillar los ojos de los tres presentes.
_Son quince mil euros_ le
dijo el viejo_ Yo siempre guardo mi plata con la coca para que esté protegida y
nadie me quiera robar.
_Nadie la quiso robar_
musitó incrédulo Fernández_ nadie, ni siquiera, la quiso comprar.
La recompensa por el noble
acto de Rodrigo Fernández fue cien dólares, un millón de gracias y unos cuantos
abrazos.
Rodrigo y Virginia siguieron trabajando turnos
dobles, él rompiéndose la cabeza tratando de descifrar si todo lo que sucedió
fue una lección de la vida, una muestra de que a los buenos siempre les va mal
o simplemente una cagada del destino.