Terciopelo de agua. Te pensaba sobre el kayak.
Agradecí a la vida por la inmensa paz que me rodeaba. El humo se levantaba
sobre la represa, el sol rojo pintaba de apocalíptico encanto el ocaso del
sábado. Los tucunarés nadaban por los bejucos, daban fe de ello los patos
cuervo que ya se acomodaban sobre sus cobijas de hojas y colchones de ramas. El
árbol, seco, se erguía triste sobre el agua salpicada de burbujas; eran las
sardinas que, regocijándose, brincaban para recibir el milagro de las seis de
la tarde. La quietud era majestuosa, a pesar de la música que viajaba, fuerte y
clara, desde la orilla contraria. Tanto calor hacía. El pueblo se había
arrimado a la represa por playas, balnearios y esquinas sacramentadas, todos
afanados en refrescar el cuerpo, en calentarlo más con funky y cerveza, en
volverlo a enfriar.
Ella ama el agua tanto como yo, por eso no puedo
evitar pensarla delante de mí, con su sonrisa blanca y sus piernas largas,
extendidas hacia la proa de este kayak que hoy me lleva sola, que fue el único
testigo de mi “gracias, dios”.
La pienso por los rincones de la casa: nos bañaremos
aquí, colgaremos nuestras toallas allá. Esta ducha pasa corriente. Todas, en
realidad. Pienso en sus ojos, en sus pies. Me estremezco al imaginar la hermosa
pareja que harían la tierra colorada de San Ignacio con sus adorados zapatos de
tela, antes blancos, ahora escalando a tonos más vanguardistas.
En medio de la represa, abandoné el kayak y salté al
agua. Fue difícil animarme, el agua oscura, el fondo infinito, imposible de
adivinar. Flotaba con mucho esfuerzo, intentando, errada, pararme sobre el
vacío acuático en el que estaba inmersa. Intenté flotar de espaldas. Miré hacia
el bello celeste del cielo, salpicado apenas por coquetas nubecillas. Vi
completa hermosura y sentí pavor. Las películas de terror habrían tenido algo
de culpa, pero mientras más absorta estaba en la belleza, mayor era el pánico
de que algún animal voraz o monstruo nadador salga de las profundidades y me
ataque por la espalda. Cuando agarré confianza, sin embargo, me sentí como
flotando en el espacio, por una galaxia densa donde podía deslizar mi cuerpo a
mi antojo. El cansancio me hacía sonreír.
Luego el sol descendió. Temblé cuando volví a subir al
kayak, rescatada por mis brazos del éter líquido. La hora pintaba, a través de
los lentes, colores sobrenaturales, millones de tonos de violeta.
A ella le gusta el violeta. Me gustan sus labios, los
únicos en el mundo que tolero pintados. Besos de violeta, tucas coloreadas por
tu color.
Salió la luna, dorada. Volaron las garzas, plateadas.
Volaban en bandada, formadas en V. Se erguía creciente, entre hojas y palmas,
con los cráteres sonrosados. Las capturé con el teleobjetivo. A la luna, a las
garzas, al violeta del cielo, a las lucecillas del pueblo que comenzaban a
tirar hilachas de luz sobre el espejo del Guapomó.
Pero uno solo conserva lo que no amarra.
Aceitunas, cerveza, arena en mis pies, la silueta del
sol diciendo hasta mañana, el agua como intermediaria, mi padre a mi lado.
“Siento mi alma llena”, le dije. Dio un saltito de sorpresa, acaso no esperaba
que su hija fuera tan feliz. Sin explicaciones ni contradicciones, me dijo
“gracias”.