Eran las once de la
mañana y el calor penetraba todos los rincones ayudado por la humedad, por ese
vapor que se levantó de las calles después de tanta lluvia impredecible y
temperamental.
Caminaba, a pesar del calor, con una gabardina
color tristeza que escondía los agujeros de su pantalón a la altura de la
rodilla. De tanto suplicar piedad, pensaba con amargura.
Las calles estaban horribles como siempre, como
todo en esta ciudad, pero el cielo era una pintura y prometía días mejores.
Dobló a la derecha y se metió por un callejón aun
más sucio y hediondo que el anterior. Encendió un cigarro y lo fumó profundo
hasta llegar al final de la cuadra, donde la esperaba la puerta verde.
No sabía que detrás del
umbral se encontraban congelados años de dolorosos recuerdos, de ira y
frustraciones. Ella sólo había vuelto para rescatar a su más preciado tesoro,
ese que quedó encerrado y que nadie vio porque la puerta verde no volvió a
abrirse. Hasta ahora.
La mujer, mojada como un pez por su propio sudor,
extrajo de la gabardina un llavero del cual colgaban dos dados truculentos en
cuyos seis lados se repetía la cifra tres.
Al abrir la puerta se encontró con él, el recuerdo,
y este la hirió con tanta fuerza que sus piernas flaquearon y se desplomó sobre
la gran alfombra que cubría casi todo el piso del cuarto.
Y resultó que no solo el recuerdo estaba ahí, sino
todos.
El dolor lacerante la miraba apoyado a la pared
color melón, parado junto a la puerta que conectaba con la casa, esta sí, por
siempre cerrada.
La melancolía pretendía ignorarla desde la esquina
opuesta, sentada sobre el equipo de música que fue abandonado aquel día en la
mesa de planchar.
El asco se levantaba desde el fondo, emanando de la
peste que compusieron las velas, el incienso y los pañuelos manchados de
sangre.
Y el terror, ese que lo habitaba todo a la vez, se
materializó llorando, desnudo, hecho un ovillo a los pies de esa sucia y vieja
butaca.
Ya no más, por favor, gimoteó el terror y la mujer supo
que no podía hacer nada para remediar tanta tragedia.
Quiso salir corriendo, huir de los residuos de ese
día único y miserable, pero su visita al cuarto tenía un propósito más fuerte
que sus sentimientos. Se puso a tantear la alfombra, gateando, pero la repentina
oscuridad del medio día no le permitió ver nada. Las cortinas, verdes como la
puerta, se habían desatado por voluntad propia para cubrir un pequeño tragaluz
con mosquitero que pretendía ser ventana, la única del cuarto.
Un poster de algún animé, quizás Cowboy Bebop, la
miraba con morbo desde lo alto de la pared. Los ojos de sus personajes eran los
únicos testigos del crimen. Y enfrentado al poster, en la otra pared, un
paisaje pintado con acuarelas se derretía de calor.
La mujer temió por su vida. Los recuerdos la
estaban consumiendo, tenía que escapar de ahí. Se incorporó con dificultad,
tratando de ignorar que de pronto sonaba The Dark Side Of The Moon debajo de la
melancolía. Cojeó hasta la puerta y cuando llegó su mano a la perilla, esta la
empujó con la fuerza con que patea la electricidad.
La mujer la reconoció: la ira. Pero la sentía
extraña, ajena… Eso era. Ajena.
El cuarto era custodiado por la ira de aquel que
aprisionó a los recuerdos desde el día en que se cerró la puerta verde, pero en
esta ocasión, la mujer era más fuerte, tenía experiencia y el dolor había sido
maestro.
Volvió a levantarse, más firme que antes, pero ya no
se dirigió a la puerta, sino al interruptor. La luz artificial develó la otra
cara del cuarto, en la que todo estaba solitario y sucio. Los recuerdos se
esfumaron y la realidad se presentó clara y lamentable.
La mujer sintió pena por las cosas y se puso a
limpiarlas. Echó a la basura los pañuelos ensangrentados y las velas, barrió
las cenizas del incienso, desconectó el equipo de música, sacudió el polvo del
sillón, enderezó el marco de la acuarela y abrió las pequeñas cortinas verdes.
No eran gran cosa, pero el melón de las paredes se
veía un poco menos triste.
La mujer miró por instinto a sus pies
y junto a estos la encontró, la prenda perdida y preciada: la dignidad.