sábado, 18 de enero de 2014

Cronenbold


Dos duraznos maduros asoman entre el follaje de la primavera. Nada más dorado y dulce que tus manzanas en el verano.
Y detrás de las cortinas de seda y crepé, el núcleo florece y escarba los tejidos que bañan tu amanecer.
Quiero morirme y que mi tumba adornen tus rosas. 

Esa escena

Eran las once de la mañana y el calor penetraba todos los rincones ayudado por la humedad, por ese vapor que se levantó de las calles después de tanta lluvia impredecible y temperamental.
Caminaba, a pesar del calor, con una gabardina color tristeza que escondía los agujeros de su pantalón a la altura de la rodilla. De tanto suplicar piedad, pensaba con amargura.
Las calles estaban horribles como siempre, como todo en esta ciudad, pero el cielo era una pintura y prometía días mejores.
Dobló a la derecha y se metió por un callejón aun más sucio y hediondo que el anterior. Encendió un cigarro y lo fumó profundo hasta llegar al final de la cuadra, donde la esperaba la puerta verde.
No sabía que detrás del umbral se encontraban congelados años de dolorosos recuerdos, de ira y frustraciones. Ella sólo había vuelto para rescatar a su más preciado tesoro, ese que quedó encerrado y que nadie vio porque la puerta verde no volvió a abrirse. Hasta ahora.
La mujer, mojada como un pez por su propio sudor, extrajo de la gabardina un llavero del cual colgaban dos dados truculentos en cuyos seis lados se repetía la cifra tres.
Al abrir la puerta se encontró con él, el recuerdo, y este la hirió con tanta fuerza que sus piernas flaquearon y se desplomó sobre la gran alfombra que cubría casi todo el piso del cuarto.
Y resultó que no solo el recuerdo estaba ahí, sino todos.
El dolor lacerante la miraba apoyado a la pared color melón, parado junto a la puerta que conectaba con la casa, esta sí, por siempre cerrada.
La melancolía pretendía ignorarla desde la esquina opuesta, sentada sobre el equipo de música que fue abandonado aquel día en la mesa de planchar.
El asco se levantaba desde el fondo, emanando de la peste que compusieron las velas, el incienso y los pañuelos manchados de sangre.
Y el terror, ese que lo habitaba todo a la vez, se materializó llorando, desnudo, hecho un ovillo a los pies de esa sucia y vieja butaca.
Ya no más, por favor, gimoteó el terror y la mujer supo que no podía hacer nada para remediar tanta tragedia.
Quiso salir corriendo, huir de los residuos de ese día único y miserable, pero su visita al cuarto tenía un propósito más fuerte que sus sentimientos. Se puso a tantear la alfombra, gateando, pero la repentina oscuridad del medio día no le permitió ver nada. Las cortinas, verdes como la puerta, se habían desatado por voluntad propia para cubrir un pequeño tragaluz con mosquitero que pretendía ser ventana, la única del cuarto.
Un poster de algún animé, quizás Cowboy Bebop, la miraba con morbo desde lo alto de la pared. Los ojos de sus personajes eran los únicos testigos del crimen. Y enfrentado al poster, en la otra pared, un paisaje pintado con acuarelas se derretía de calor.
La mujer temió por su vida. Los recuerdos la estaban consumiendo, tenía que escapar de ahí. Se incorporó con dificultad, tratando de ignorar que de pronto sonaba The Dark Side Of The Moon debajo de la melancolía. Cojeó hasta la puerta y cuando llegó su mano a la perilla, esta la empujó con la fuerza con que patea la electricidad.
La mujer la reconoció: la ira. Pero la sentía extraña, ajena… Eso era. Ajena.
El cuarto era custodiado por la ira de aquel que aprisionó a los recuerdos desde el día en que se cerró la puerta verde, pero en esta ocasión, la mujer era más fuerte, tenía experiencia y el dolor había sido maestro.
Volvió a levantarse, más firme que antes, pero ya no se dirigió a la puerta, sino al interruptor. La luz artificial develó la otra cara del cuarto, en la que todo estaba solitario y sucio. Los recuerdos se esfumaron y la realidad se presentó clara y lamentable.
La mujer sintió pena por las cosas y se puso a limpiarlas. Echó a la basura los pañuelos ensangrentados y las velas, barrió las cenizas del incienso, desconectó el equipo de música, sacudió el polvo del sillón, enderezó el marco de la acuarela y abrió las pequeñas cortinas verdes.
No eran gran cosa, pero el melón de las paredes se veía un poco menos triste.

La mujer miró por instinto a sus pies y junto a estos la encontró, la prenda perdida y preciada: la dignidad.


lunes, 6 de enero de 2014

Un paseo por Santa Cruz

Ayer llegué de unas pequeñas vacaciones en el llamado “primer mundo”, para el cual también dedicaré unas letras, y por primera vez me pasó lo que a casi todo el mundo le pasa después de visitar el exterior: me decepcioné de mi ciudad.
Ya había experimentado las diferencias abismales que existen entre Bolivia y cualquier otro país de América, pero siempre volvía alegre a mi tierra. Esta vez, sin embargo, con lo poco que he visto en mis cortos años, podría decir que estamos peor que nunca.
Salí a pie de mi casa –en el centro- y aunque mi destino no estaba lejos, en cada paso sentí terror de ser asaltada. Desconfié de cada persona que pasó a mi lado y en las esquinas, para cruzar la calle, tuve que esperar a que se despeje por completo el tráfico o lanzarme a este porque, a pesar de que los vehículos no venían muy juntos, volaban por las calles enlocetadas como si estuvieran en el Cuarto Anillo.
Ningún conductor me cedió paso, pero varios me lanzaron miradas obscenas mientras caminaba con dificultad por las aceras semi inexistentes que desaparecen al pie de cada construcción y que están percudidas con el hedor que las ha castigado por oficiarse de baños públicos.
Amo a mi país y lo considero hermoso, al igual que a su gente, pero no podemos pretender vivir bien si el miedo a la delincuencia nos persigue cada segundo, dentro y fuera de nuestras casas, sobre todo sabiendo que no existe fuerza que pueda defendernos, pues la policía encabeza la lista interminable de criminales que mandan por detrás de las cortinas de nuestra ciudad.
En Santa Cruz rige la ley de la selva, sálvese quien pueda, el más fuerte sobrevive, y por tal razón, se ha perdido el respeto por la vida y por la humanidad de las personas.

No pido nada a nuestras actuales autoridades, pues han demostrado que solo sirven para llenar las calles de chatarra navideña, pero espero de corazón que las personas que se animen a hacerse cargo de este quilombo tengan la intención de poner orden y no lo hagan solo para robar fama y dinero, que es lo que se repite sin parar en un pueblo en el que nadie tiene tiempo, ganas o agallas para reclamar.