lunes, 28 de enero de 2013
martes, 15 de enero de 2013
Luminosidad
Lucecillas
en la ciudad como árbol de navidad, luces en la carretera, luces como
flechas que viajan a toda velocidad.
Vías llenas
de luminosidad, alegres por el regalo de la energía. Luces de colores
tan brillantes como una canción feliz, bailan a lo largo de
una vía cantante, emocionada con el reflejo de la fiesta
ambulante.
Luces
por toda la ciudad atraviesan la noche y nos ayudan a llegar
al día siguiente. Brillos voladores cruzan lo extraño y
tenebroso, giran varias veces y ponen esperanza donde hubo temor.
Estrellas
fugaces impactan la tierra, la recorren como saeta y nos brindan su
calor artificial. Fuegos plásticos nos permiten descubrir los
misterios de la celosa oscuridad, escudriñar lo indebido y encontrar
los pedazos de corazones rotos debajo de la cama.
Este
es un viaje sensacional, un flash delirante por la vía láctea, un
paseo por el buque de los faroles incandescentes. Las luces de colores,
azules, rojas y amarillas, invitan a montarse a la aventura, a cerrar los ojos
y recorrer a toda marcha la carretera cuajada de brillos que te rompen los ojos
y traspasan los parpados para grabarse más allá de la
conciencia.
Las
estrellas fugaces pasan derecho a través del barco, pero si se
encuentran con la niebla de unos ojos cerrados, se detienen a bailar en ellos
antes de continuar la carrera de estirar el manto nocturno alrededor del mundo,
justo a tiempo para que nuestras vidas continúen con un poco menos de
brillo, que es la renta que nos cobran las luces al dormir. lunes, 14 de enero de 2013
Fiesta de locos
¿Quién decide quién
está loco y quién cuerdo? Y, ¿Quién nos asegura que la persona que emite tal
juicio está en sus cabales y no, de igual manera, demente?
Todos tenemos una
dosis de locura en nuestro interior, así lo exige el equilibrio de la vida,
pues si estuviéramos por completo cuerdos, a su vez estaríamos totalmente
locos: nadie puede tener tal grado de juicio sin antes proponérselo y el sólo
hecho de afanarse por la salud mental connota un dejo de chifladura que podría
ser mayor o menor dependiendo del deseo del individuo por estar cuerdo y “ser
normal”.
Por otra parte, si nos
dejamos llevar por la corriente sin preocuparnos por cómo estará la psiquis,
poco a poco y sin darnos cuenta nos iremos impregnando de las manías de la sociedad
y se podrá decir que, en cierta medida, también estamos locos.
Según la química, toda
sustancia puede ser letal o inocua dependiendo de la dosis que se aplique. Por
ejemplo: varios litros de jugo de naranja consumidos en un mismo día pueden
matar a un hombre, pero tres gotitas de lavandina en las lechugas no son
venenosas, sino desinfectantes. De igual manera, tener una dosis razonable de
locura es más sano que tratar de estar cien por ciento en nuestros cabales.
Así como decía
Jean-Jacques Rousseau: El hombre nace puro y limpio, pero luego la sociedad lo
corrompe. De igual manera sucede que el hombre nace cuerdo (en realidad no
tiene conciencia cuando nace) y la sociedad lo enloquece.
Pero funciona de la
misma manera que el Contrato Social de Rousseau, pues así como el hombre cede
su libertad natural, que es absoluta, para unirse a una sociedad que lo
proteja, así también nos entregamos a este mundo de chiflados para no
desquiciarnos con nuestra propia cordura. Sabido es que las personas aisladas,
por naturaleza, enloquecen.
Entonces, una vez
comprendemos que todos los seres humanos estamos un poco dementes, podemos
responder a la pregunta inicial:
¿Quién decide quién
está loco y quién está cuerdo? Probablemente un psiquiatra, quien debe estar un
poco tocado. Y, ¿quién le enseñó todo lo que sabe de su profesión? Su
catedrático, un hombre de costumbres un tanto excéntricas. Y a él, ¿quién le
enseñó a leer y escribir? Su maestra de primaria, tildada por todos, a sus
espaldas, por supuesto, de chiflada.
Y así sucesivamente
podemos viajar por los años, los siglos y las jerarquías, y darnos cuenta de
que todos estos miles de años hemos sido educados, gobernados y concebidos por locos.
Y si nuestro viaje por
tiempo y espacio continúa y llegamos a los días posteriores a la creación, nos daremos
cuenta que desde Caín y su perse que el mundo es un disparate, o quizás desde
un poco antes.
miércoles, 9 de enero de 2013
Comer o besar
Esa es la cuestión, y
valga aclarar que ésta no será una nota culinaria ni seis sencillos pasos para
curar el mal aliento y el hedor del ajo en los dedos, mucho menos la fórmula
mágica para dar besos con sabor a guapurú después de mandarse una platada de
hígado a la chorrellana.
No. Esto va a excavar en
lo profundo de las pasiones humanas, tocará dilemas filosóficos, le abrirá la
tripa a más de un lector y pasará por alto para la mayoría de los transeúntes
del internet que leerán “comer o besar” y decidirán sin más preámbulos, todo
esto con una simple analogía: Si comer un delicioso plato de comida –la que a
usted le apetezca- perfumado y sazonado con fresca cebolla y abundante ajo, sabiendo
que de esa forma repelerá los besos de la pareja –o la persona que le brinde sus
labios-, o sacrificar el hambre y el antojo por el bien de un beso mentolado,
acaso dulce, y sin el menor dejo de reproche en las expresiones de la
contraparte.
Por supuesto, esta
analogía no contempla la posibilidad de lavarse los dientes, tragarse unas
mentitas o cualquier otra solución para el desagradable problema del aliento
pues no se trata de eso, sino de escoger entre la gula o la lujuria, el amor o
el hambre, Eros o Dionisio, comer o besar.
El problema se puede
abordar por el plano del placer individual o compartido, pues mientras comer es
un gusto en solitario, besar requiere invariablemente de un acompañante; como
también se puede analizar a partir del nivel de entrega y sacrificio que tenga
cada persona hacia su pareja, ya que es más probable que un enamorado renuncie
a su chimichurri por unos labios tibios que alguien que apenas empieza a
noviar.
Y visto desde el
ángulo de empezar una relación, se trata del pudor que exista entre la nueva
pareja, pues ningún novio querrá marcar con su mal aliento la memoria colectiva
de la relación. Sabido es que a los dos primeros meses de todo noviazgo serio no
se los llevan ni el tiempo ni el olvido.
Y si lo aplicamos a
alguien que no tenga novio –o novia- ni nadie a la mano para besar, entonces no
hay dilema, que coma solito su ensalada de cebollas crudas con tomate y se eche
a descansar sin preocuparse por quién pueda asomar la nariz por sus fauces.
Sin embargo, la
solución que sí contemplará esta nota es la única válida en realidad, ya que el
dentífrico no elimina del todo el hálito a cebolla y las mentitas son una
cortina de humo de corto efecto. Lo mejor que se puede hacer en esta clase de
encrucijadas es compartir.
Compartir amado con
amada, novio con novia, marido con mujer y todas las posibles combinaciones, el
placer de embutirse los jugosos alimentos impregnados de fuertes olores y
sabores, y luego besarse largo y hondo
sin escrúpulos ni olfato, pues ya estropeado este con el propio vaho de la
respiración cebollosa, no queda nada de qué quejarse.
Y tal como dice Pablo
Milanez: “La prefiero compartida antes que desperdiciada mi vida”.
lunes, 7 de enero de 2013
Mala muerte
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La muerte súbita por
definición es la forma más violenta de perder la vida, es la que no prevemos, pero como nos enseñaron en los colegios católicos una vez a la semana,
mientras nos parábamos en fila frente al
congreso de profesoras en pleno, matar no necesariamente es una cuestión
biológica.
Primero está el
clásico y favorito de las profesoras de religión “matar con palabras”, método muy poco eficaz en estos días puesto que ha
encontrado antídotos de indiferencia o “cuero” con el pasar de los años y el
perderse de las buenas costumbres, normas de educación y detalles de protocolo.
Luego hay un tipo de asesinato más personal, uno que en la mayoría de los casos lo convierte a uno
en homicida pero no al otro en difunto: el “estás muerto para mí”, que consiste
simplemente en odiar, pero no odiar como se odian los que aman, sino odiar con
elegancia: con indiferencia. Olvidar la existencia de una persona es lo
más cercano a matarla, pues incluso a los fallecidos
podemos vitalizar en el calor de la memoria.
Pero hay otra muerte,
oh, mala muerte súbita y voraz, que deja en el sentir de su víctima el
único deseo de morir, pero de buena muerte. Ese poner fin a la vida que pueden ocasionar
sólo las personas de cuya existencia y consecuentes decisiones depende la vida
de otro, por burdo ejemplo, la novia con etiqueta de “el amor de su vida” o “de
mi vida”, esa que en vez de dar señales de disconformidad, pretende que todo
está de maravilla y en el momento menos pensado, lanza su ruin guadaña y acaba
con el aliento del mal amado: “terminamos”.
Pero insisto, esta
muerte sólo funciona si en respuesta al abandono el muchacho, que también
puede ser muchacha, mira a su alrededor y se da cuenta de que ya no hay vida porque entregó todo su ser y construyó todos sus planes en torno a los cimientos de un volantín al viento. Entonces, pobre persona, ha muerto de súbito hasta nuevo aviso,
hasta nueva vida, hasta nuevo amor.
Lo mismo puede hacer
un banco que extienda un crédito salvador y justo cuando el desdichado
comienza a retomar la firmeza de sus pasos, zaz, el banco corta el crédito, el
hombre, que también puede ser mujer, mira a su alrededor y se da cuenta de que
ya no hay vida, pobre persona, murió de súbito.
Lo mismo puede hacer
un padre manipulador, lo mismo un jefe, lo mismo cualquier persona a la que se
le dé el derecho de convertirse en asesino, pero si uno no revierte su propio óbito, entonces no hay muerte peor que la que se encontró de súbito con la
puerta de la vida justo cuando esta se cerraba.
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