lunes, 28 de enero de 2013

Fiesta de mascaritas

El carnaval se acerca y todos los cruceños, bolivianos y latinos de los países en que se celebra esta colorida e ilustre fiesta ya empiezan a sentir los aires de serpentina, espuma y abundante alcohol que traen estas fechas, y cómo no sentirlo si durante todo enero las ‘precas’ se han adueñado del centro de Santa Cruz y de avenidas importantes como la Monseñor Rivero.
Cómo no sentir el carnaval a dos semanas de su llegada si cada sábado los infortunados moradores del Casco Viejo tienen que pelear con los policías que les bloquean el paso, el tráfico se intensifica a la enésima potencia por la cantidad de calles cerradas y la basura abunda de forma vergonzosa en la mismísima Plaza 24 de Septiembre.
Cada fin de semana las tiendas de ropa, librerías y restaurantes del centro se ven afectados por  el bloqueo de las calles, que obligando a los posibles consumidores a caminar un par de cuadras, les hacen cambiar de opinión antes de poner un pie en el enlosetado, sin mencionar los enormes camiones cargados de equipos de sonido, repartidos tres en cada cuadra y cada uno con una canción diferente, tronando como si nadie viviera a cuatro cuadras a la redonda de la Plaza Principal.
Y es que realmente el carnaval es la fiesta grande de los cruceños, el evento más importante del año, ese en que la gente invierte miles de dólares y que es prioridad para las autoridades, las cuales le dedican un noventa por ciento del presupuesto anual del Gobierno Municipal y prefieren estropear el tráfico, permitir la destrucción deliberada del Casco Viejo y perjudicar a una buena cantidad de personas antes de negarle el espacio al carnaval.
Yo no tengo nada en contra de las borracheras exageradas, de la tinta de todos colores ensuciando paredes coloniales, de los crímenes impunes y abundantes, incluso nada contra las muertes fortuitas que inevitablemente deja este importantísimo evento, pero si el carnaval fuera sólo una fiesta de cuatro días, y no de cada fin de semana durante más de un mes y con planificación de más de tres meses, no habría ningún problema.
Esto no se trata de dar discursos moralistas ni de decirle a la gente que modere sus instintos, sabido es que muchos cuelgan el sombrero de la conciencia y no lo recoge hasta media semana después, así lo quieren, eso les gusta y no tiene nada de malo. Se trata de darle su merecido lugar a cada cosa, a cada campo de la vida.
Hay cosas mucho más importantes que el carnaval y las autoridades deberían tomarlo en cuenta antes de contribuir con el desorden público, y es que a ellos no les podemos permitir que pierdan la conciencia ni que cierren los ojos ante los estragos que deja esta fiesta grande. El pueblo los escogió para que respondan por nosotros y con repartir condones no basta.  

martes, 15 de enero de 2013

Luminosidad



Lucecillas en la ciudad como árbol de navidad, luces en la carretera, luces como flechas que viajan a toda velocidad. 
Vías llenas de luminosidad, alegres por el regalo de la energía. Luces de colores tan brillantes como una canción feliz, bailan a lo largo de una vía cantante, emocionada con el reflejo de la fiesta ambulante. 
Luces por toda la ciudad atraviesan la noche y nos ayudan a llegar al día siguiente. Brillos voladores cruzan lo extraño y tenebroso, giran varias veces y ponen esperanza donde hubo temor. 
Estrellas fugaces impactan la tierra, la recorren como saeta y nos brindan su calor artificial. Fuegos plásticos nos permiten descubrir los misterios de la celosa oscuridad, escudriñar lo indebido y encontrar los pedazos de corazones rotos debajo de la cama. 
Este es un viaje sensacional, un flash delirante por la vía láctea, un paseo por el buque de los faroles incandescentes. Las luces de colores, azules, rojas y amarillas, invitan a montarse a la aventura, a cerrar los ojos y recorrer a toda marcha la carretera cuajada de brillos que te rompen los ojos y traspasan los parpados para grabarse más allá de la conciencia. 
Las estrellas fugaces pasan derecho a través del barco, pero si se encuentran con la niebla de unos ojos cerrados, se detienen a bailar en ellos antes de continuar la carrera de estirar el manto nocturno alrededor del mundo, justo a tiempo para que nuestras vidas continúen con un poco menos de brillo, que es la renta que nos cobran las luces al dormir. 

lunes, 14 de enero de 2013

Fiesta de locos

¿Quién decide quién está loco y quién cuerdo? Y, ¿Quién nos asegura que la persona que emite tal juicio está en sus cabales y no, de igual manera, demente?

Todos tenemos una dosis de locura en nuestro interior, así lo exige el equilibrio de la vida, pues si estuviéramos por completo cuerdos, a su vez estaríamos totalmente locos: nadie puede tener tal grado de juicio sin antes proponérselo y el sólo hecho de afanarse por la salud mental connota un dejo de chifladura que podría ser mayor o menor dependiendo del deseo del individuo por estar cuerdo y “ser normal”.

Por otra parte, si nos dejamos llevar por la corriente sin preocuparnos por cómo estará la psiquis, poco a poco y sin darnos cuenta nos iremos impregnando de las manías de la sociedad y se podrá decir que, en cierta medida, también estamos locos.

Según la química, toda sustancia puede ser letal o inocua dependiendo de la dosis que se aplique. Por ejemplo: varios litros de jugo de naranja consumidos en un mismo día pueden matar a un hombre, pero tres gotitas de lavandina en las lechugas no son venenosas, sino desinfectantes. De igual manera, tener una dosis razonable de locura es más sano que tratar de estar cien por ciento en nuestros cabales.

Así como decía Jean-Jacques Rousseau: El hombre nace puro y limpio, pero luego la sociedad lo corrompe. De igual manera sucede que el hombre nace cuerdo (en realidad no tiene conciencia cuando nace) y la sociedad lo enloquece.

Pero funciona de la misma manera que el Contrato Social de Rousseau, pues así como el hombre cede su libertad natural, que es absoluta, para unirse a una sociedad que lo proteja, así también nos entregamos a este mundo de chiflados para no desquiciarnos con nuestra propia cordura. Sabido es que las personas aisladas, por naturaleza, enloquecen.

Entonces, una vez comprendemos que todos los seres humanos estamos un poco dementes, podemos responder a la pregunta inicial:
¿Quién decide quién está loco y quién está cuerdo? Probablemente un psiquiatra, quien debe estar un poco tocado. Y, ¿quién le enseñó todo lo que sabe de su profesión? Su catedrático, un hombre de costumbres un tanto excéntricas. Y a él, ¿quién le enseñó a leer y escribir? Su maestra de primaria, tildada por todos, a sus espaldas, por supuesto, de chiflada.
Y así sucesivamente podemos viajar por los años, los siglos y las jerarquías, y darnos cuenta de que todos estos miles de años hemos sido educados, gobernados y concebidos por locos.

Y si nuestro viaje por tiempo y espacio continúa y llegamos a los días posteriores a la creación, nos daremos cuenta que desde Caín y su perse que el mundo es un disparate, o quizás desde un poco antes.

miércoles, 9 de enero de 2013

Comer o besar


Esa es la cuestión, y valga aclarar que ésta no será una nota culinaria ni seis sencillos pasos para curar el mal aliento y el hedor del ajo en los dedos, mucho menos la fórmula mágica para dar besos con sabor a guapurú después de mandarse una platada de hígado a la chorrellana.
No. Esto va a excavar en lo profundo de las pasiones humanas, tocará dilemas filosóficos, le abrirá la tripa a más de un lector y pasará por alto para la mayoría de los transeúntes del internet que leerán “comer o besar” y decidirán sin más preámbulos, todo esto con una simple analogía: Si comer un delicioso plato de comida –la que a usted le apetezca- perfumado y sazonado con fresca cebolla y abundante ajo, sabiendo que de esa forma repelerá los besos de la pareja –o la persona que le brinde sus labios-, o sacrificar el hambre y el antojo por el bien de un beso mentolado, acaso dulce, y sin el menor dejo de reproche en las expresiones de la contraparte.
Por supuesto, esta analogía no contempla la posibilidad de lavarse los dientes, tragarse unas mentitas o cualquier otra solución para el desagradable problema del aliento pues no se trata de eso, sino de escoger entre la gula o la lujuria, el amor o el hambre, Eros o Dionisio, comer o besar.
El problema se puede abordar por el plano del placer individual o compartido, pues mientras comer es un gusto en solitario, besar requiere invariablemente de un acompañante; como también se puede analizar a partir del nivel de entrega y sacrificio que tenga cada persona hacia su pareja, ya que es más probable que un enamorado renuncie a su chimichurri por unos labios tibios que alguien que apenas empieza a noviar.
Y visto desde el ángulo de empezar una relación, se trata del pudor que exista entre la nueva pareja, pues ningún novio querrá marcar con su mal aliento la memoria colectiva de la relación. Sabido es que a los dos primeros meses de todo noviazgo serio no se los llevan ni el tiempo ni el olvido.
Y si lo aplicamos a alguien que no tenga novio –o novia- ni nadie a la mano para besar, entonces no hay dilema, que coma solito su ensalada de cebollas crudas con tomate y se eche a descansar sin preocuparse por quién pueda asomar la nariz por sus fauces.
Sin embargo, la solución que sí contemplará esta nota es la única válida en realidad, ya que el dentífrico no elimina del todo el hálito a cebolla y las mentitas son una cortina de humo de corto efecto. Lo mejor que se puede hacer en esta clase de encrucijadas es compartir.
Compartir amado con amada, novio con novia, marido con mujer y todas las posibles combinaciones, el placer de embutirse los jugosos alimentos impregnados de fuertes olores y sabores,  y luego besarse largo y hondo sin escrúpulos ni olfato, pues ya estropeado este con el propio vaho de la respiración cebollosa, no queda nada de qué quejarse.
Y tal como dice Pablo Milanez: “La prefiero compartida antes que desperdiciada mi vida”.

lunes, 7 de enero de 2013

Mala muerte

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La muerte súbita por definición es la forma más violenta de perder la vida, es la que no prevemos, pero como nos enseñaron en los colegios católicos una vez a la semana, mientras nos parábamos en  fila frente al congreso de profesoras en pleno, matar no necesariamente es una cuestión biológica.
Primero está el clásico y favorito de las profesoras de religión “matar con palabras”, método muy poco eficaz en estos días puesto que ha encontrado antídotos de indiferencia o “cuero” con el pasar de los años y el perderse de las buenas costumbres, normas de educación y detalles de protocolo.
Luego hay un tipo de asesinato más personal, uno que en la mayoría de los casos lo convierte a uno en homicida pero no al otro en difunto: el “estás muerto para mí”, que consiste simplemente en odiar, pero no odiar como se odian los que aman, sino odiar con elegancia: con indiferencia. Olvidar la existencia de una persona es lo más cercano a matarla, pues incluso a los fallecidos podemos vitalizar en el calor de la memoria.
Pero hay otra muerte, oh, mala muerte súbita y voraz, que deja en el sentir de su víctima el único deseo de morir, pero de buena muerte. Ese poner fin a la vida que pueden ocasionar sólo las personas de cuya existencia y consecuentes decisiones depende la vida de otro, por burdo ejemplo, la novia con etiqueta de “el amor de su vida” o “de mi vida”, esa que en vez de dar señales de disconformidad, pretende que todo está de maravilla y en el momento menos pensado, lanza su ruin guadaña y acaba con el aliento del mal amado: “terminamos”. 
Pero insisto, esta muerte sólo funciona si en respuesta al abandono el muchacho, que también puede ser muchacha, mira a su alrededor y se da cuenta de que ya no hay vida porque entregó todo su ser y construyó todos sus planes en torno a los cimientos de un volantín al viento. Entonces, pobre persona, ha muerto de súbito hasta nuevo aviso, hasta nueva vida, hasta nuevo amor.
Lo mismo puede hacer un banco que extienda un crédito salvador y justo cuando el desdichado comienza a retomar la firmeza de sus pasos, zaz, el banco corta el crédito, el hombre, que también puede ser mujer, mira a su alrededor y se da cuenta de que ya no hay vida, pobre persona, murió de súbito.
Lo mismo puede hacer un padre manipulador, lo mismo un jefe, lo mismo cualquier persona a la que se le dé el derecho de convertirse en asesino, pero si uno no revierte su propio óbito, entonces no hay muerte peor que la que se encontró de súbito con la puerta de la vida justo cuando esta se cerraba.