¡Venga! ¡Pase! ¡Únase a
la fiesta del año! ¡No se pierda el reventón del siglo! ¡Ya casi no hay espacio
para nadie!
La fiesta en mi estómago
ya lleva tres días y no tiene vísperas de acabar. Todo empezó con un grupo de
maleantes no identificados que se salió del ciclo digestivo reglamentado, se
apoderó del lugar y puso música a todo volumen. Trancaron el paso a los
intestinos y fueron reteniendo a los que llegaron después para empezar la
farra.
A mi
estómago ya no le entra una papa más, pero todas las comidas están empecinadas
en quedarse y no dejarán que nadie salga, ni por delante ni por detrás.
El
trago abunda y los nachos de ayer ya no pueden ni decir salud. La fiesta crece
cada vez más y la contaminación está volviendo locos a los vecinos. Los riñones
reprochan la inmundicia, el páncreas se escandaliza del despilfarro y el hígado
quiere irse de vacaciones. No se puede circular por la zona y todo el cuerpo
está al borde del colapso.
Hacia
el final del tercer día de este carnaval gástrico, los anfitriones se dan
cuenta de que los gases que los rodean son irrespirables. Deciden entonces
abrir las ventanas, apagar la música y mandar a todos a dormir su borrachera.
La
joda parece haber acabado hasta que, más tarde, una nueva tropa de revoltosos
llega a perturbar la resaca del domingo. Los raspa buri que todavía no se han
ido, mal encachados, se agarran a golpes con los recién llegados.
Al
final, las leyes de la naturaleza y los Peptos® llegan a poner orden. En menos
de dos horas, sanos y ebrios, nuevos y viejos, catarros y dormilones salen en
filita india, lentos, fastidiados y en silencio.
Después
del desalojo, el flujo digestivo vuelve a la normalidad.
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