Sos una cebolla, una
blanca. Yacés en el mesón de la cocina, rodeada de desorden y sumergida en la
fría oscuridad, pero tranquila.
De pronto se enciende la
luz. El gordo entra en la cocina y se dirige a la heladera, de la que saca el
pan molde, el táper de jamón y queso, y un tomate. A este lo conocés. Lo viste
cuando llegó del supermercado y lleva como una semana viviendo en la heladera.
Por alguna razón no te cae bien. Será porque es demasiado rojo, demasiado
redondo, brillante… No. Solo sos una cebolla racista.
El gordo saca un gran cuchillo.
Pone dos panes en el mesón y cubre uno con dos lonjas de jamón y abundante
mayonesa. Que gordo goloso, pensás. Luego agarra al tomate con una mano y el
cuchillo con la otra. Toma impulso, levanta la muñeca derecha y la deja caer
con fuerza. La piel del tomate se abre con un corte perfecto y su jugo se
derrama, rojo ardiente. Caen dos lonjas de tomate sangrante en el mesón y el
resto queda como un corazón abandonado, partido en dos. Qué desagradable, podés
ver hasta sus pepitas.
El gordo vuelve a la
heladera y saca una cabeza de lechuga, esa vieja mustia y pálida que nunca te
cayó bien. Le arranca unos pedazos y los lava antes de colocarlos sobre el
jamón. Al menos ella no hizo tanto escándalo como el tomate.
Pero ahora el gordo te
mira a vos y se acerca, cuchillo en mano, decidido a cortarte y convertirte en
sándwich. El momento ha llegado. Por fin vas a cumplir tu cometido de ser
alimento. Desde que eras un pequeño cebollín, tus padres te inculcaron la
obediencia y el estoicismo, recalcando que te quedaras muy quietecita cuando
por fin fueras a ser comida, pero no te sentís lista, todavía querés hacer
muchas cosas con tu vida y te destroza la idea de perecer entre dos panes con
tus antipáticos compañeros de cocina.
No hay tiempo para
pensar, el corte fatal es inminente. Justo cuando el gordo levanta el cuchillo
en el aire, mordés la mano que te sostiene con todas tus fuerzas.
El gordo empieza a
chillar, despavorido, y corre por todo su departamento como puerquito
espantado. Vos también tenés que correr ahora que sos una rebelde, una prófuga
de la ley natural.
Brincás hacia la
ventana, respirás profundo y agradecés a dios que el departamento está en
planta baja antes de lanzarte. Tu cuerpo queda abollado, sucio y adolorido,
pero podés seguir saltando.
De las sombras, aparece
un gato acechante que te debe confundir con un ratón. No hay tiempo que perder.
Le escupís tu ácido en los ojos y seguís saltando a toda prisa, hasta llegar al
patio del vecino, donde te sentís a salvo.
El hombre que vive ahí
tiene un labrador y acostumbra jugar a la pelota con él todas las noches.
Sucede demasiado rápido, no lo podés evitar: vas saltando y de pronto el perro,
torpe y daltónico, te atrapa con toda la fuerza de sus fauces.
Te suelta al instante,
perturbado por tu horrendo sabor, pero ya te pegó una buena mordida.
Quedás ahí, inerte y
herida, pero viva aún. El hombre se acerca buscando la pelota, pero se
sorprende al encontrarte. Te mira desconcertado por unos segundos, luego te
patea con indiferencia y se va, dejándote ahí, sola.
La reacción de este vil
humano te hace pensar. No se supone que un hombre patee con desprecio a una
cebolla. El hombre necesita la cebolla, la busca, paga por ella, se aguanta el
ardor de ojos y las lágrimas al cortarla, y aun así disfruta comérsela.
Sin embargo vos, cebolla
rebelde con aspiraciones más grandes que ser una simple cena rápida, yacés en
la tierra de un patio extraño.
Contemplás la inmensidad
del cielo. Las estrellas parecen brillar más en la última noche de tus ojos. La
sonrisa de la luna te hace sentir que valió la pena.
Cuando salga el sol, la
potencia de sus rayos te secará y el calor descompondrá tu cuerpo en pocas horas.
Serás tierra de la tierra
y alimento del polvo, mientras el gordo, dopado hasta la idiotez, se desahoga
con un psiquiatra que le ayuda a perder el miedo de consumir a tus semejantes
que sí están dispuestas a quedarse quietas.
noooo, jajajaja, si lo publicaste n_n groove.
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