Siento que de repente
llegó el fin de la era, terminó la temporada de una forma casi aleatoria y es
tiempo de colgar los guantes y volver al silencio reflexivo.
Otra vez debo ser
caballo, no yegua. Un caballo blanco celoso del campo, como diría el buen león,
uno que vea el amanecer postrero como una nueva y radiante oportunidad de
crecer.
En estos días todo
esta bien, el cielo más nublado desaparece cuando la cabeza de azabache del sol
aparece detrás de mi reja y la lluvia crea mares plateados, pero sin embargo,
las palabras faltan y las peras espesan las horas.
Volvió el tiempo de
silencio, el de cruzar los dedos, cerrar la boca y abrir ojos y oídos para
descubrir el mundo imparable que corre sin nuestro permiso. El billete de
veinte ahora presenta a nuestro presidente, él también debería ser caballo por
un momento, entonces habrá libertad.
Si todo marcha como
cada silencio por el que he pasado, nada marchará, nunca me los he tomado
enserio, pero si todo sale como yo quiero, lo próximo que escriba llegará
despacio, como si cada palabra fuera una gota que se escapa del grifo de la
cocina.
Llegó la hora de
cerrar los ojos para ver el río de luz que corre por los valles del alma, ese
que de mucho ser visto, nos puede dejar ciegos. Estas son las últimas palabras,
cuyo único propósito es invitar a la sabiduría a entrar en mi morada.
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