Los
troncos aguantan, las hojas caminan.
Los demonios internos son domados por las
pasiones propias.
Cada noche, en mi terror, conozco más la
casa.
Es como aprender un idioma nuevo:
comienzo a reconocer sonidos y dejo de
temerles.
Los reconozco.
No siempre sé de dónde provienen,
pero los reconozco cotidianos, lo que los
hace inofensivos.
Las paredes lloran hilos líquidos que las
marcan de lastimero modo.
Tan nueva y tan vieja, las tempestades
doblegan a la casa.
La orquesta Follaje proviene de todas las
viviendas vecinas.
Los chirridos que se perciben más
cercanos,
se adivinan oriundos de los inmuebles traseros;
esos que no conozco con precisión,
acaso una casa, acaso un edificio,
arañando las ramas de sus árboles,
las paredes de mi edificación.
El clima no me da tregua.
Poco recuerdo las pocas noches en que
dormí como bendecida
(nunca bendita).
En cambio se graba en mi memoria
cada tormentosa cifra que me advierte la
inminencia del alba.
Yo, en vela, pendiente del menor ruido,
aterrorizada del malhechor que se acerque
a ultrajarnos.
El insomnio me devora.
O, más bien, me escupe a la realidad,
a la conciencia.
Quien devora es el sueño,
solo para acogernos
en su tibio refugio estomacal,
durante el tiempo que demore la digestión,
antes de volvernos a defecar
al aquí y al ahora.
La tormenta se calma.
¿Qué conexión extraña tienen
el clima y el alma?
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