1. Cuenta la tía Luli que
en su casa de Samaipata había un bulto, quizás el espíritu errante del
adinerado español que construyó la casa.
El terreno era enorme,
escondido en un bosque de eucaliptos, y la casa, con sus imponentes paredes de
adobe, estaba separada por partes en toda la extensión, quedando área social
aquí, cocina allá, patio al medio y baño al fondo, a la derecha.
Cuando tía Luli compró la
casa, le advirtieron que nadie había durado más de una semana en ella, pero la aguerrida
mujer no le temía a ningún hombre, vivo o muerto.
A los pocos días de que la
familia Jammes se instalara, el espectro empezó a manifestarse. Su lugar
favorito era el baño, donde disfrutaba presumiendo su sombra sin cuerpo a todos
los urgidos. Joel, hijo de tía Luli y miope congénito, iba sin lentes para no
verlo, pero el fantasma no se conformaba con mostrarse; movía cosas y erizaba
la piel de la pantorrilla derecha.
Con los meses, el espectro
fue tomando forma hasta adquirir un cuerpo oscuro, medio traslúcido, que se
paseaba cómodo por toda la casa.
Una noche clara, la tía
Luli silbaba una melodía alegre mientras lavaba los platos de la cena. Sintió
un cosquilleo en el tobillo derecho, pero trató de no hacerle caso y silbó más
fuerte su tonada. Luego sintió unos suaves tirones en el doblez de su falda y
para deshacerse de las malas vibras, zapateó tres veces y se puso a cantar. Su
voz temblaba un poco y el color abandonaba su rostro. No sabía si la piel de
gallina de sus brazos era producto de las caricias del morador o simple sugestión,
pero sin duda tenía miedo.
Manipulaba con torpeza una
copa cuando, de pronto, su blusa se levantó. Tía Luli soltó la copa y gritó de
espanto, pero al ver los vidrios rotos en el piso, una rabia histérica se
apoderó de ella y empezó a regar agua por todas partes, gritándole improperios
al fantasma.
¡Mostrate si sos tan
valiente!, gritó, y él se manifestó. Parado delante de tía Luli, a un palmo de
la punta de su nariz, un hombre enorme, de cabello castaño rizado, ojos verdes
y el rostro hermoso cundido de pecas, la miraba inerte. La mujer se quedó sin
respiración, más por sorpresa que por espanto. Lo escudriñó con esmero, en caso
de que no lo volviera a ver, y después de una honda bocanada de aire, con
mirada desafiante, le dijo, si sos tan machito, atrevete a tocar otra cosa.
2. Un día, la mamá de
Herland fue al supermercado y volvió sin más compras que una muñeca de porcelana.
Peinaba su cabello cobrizo, absorta, ignorando la presencia de los demás. Caminó
como hipnotizada delante de sus hijos, delante de su marido, subió las gradas y
se instaló en su cuarto, sentada en una mecedora junto a la ventana con la
pequeña de vestido verde.
Y así se pasó días. El
señor Tórrez supuso que su mujer estaría pasando por alguna de esas crisis emocionales
que tienen las señoras a sus años, por lo que prefirió no hacer preguntas, hasta
que una noche, harto de semejante excentricidad, decidió acabar con el actuar
psicótico, acaso poseído, de su esposa.
Esperó a que el sueño la
venciera en la mecedora para secuestrar a la muñeca y esconderla en un cajón de
su escritorio, pero concluida la tarea, la mujer, con el rostro congelado en una
expresión ausente y aterradora, lo apuntó con un revolver demandando que se la
devolviera.
Entonces los hijos
intentaron intervenir. Primero llamaron al sacerdote de la parroquia más
cercana, famoso por realizar liberaciones, pero se negó a entrar a la casa o
acercarse a la muñeca porque la energía negativa era demasiado fuerte
Optaron por contratar a un
brujo, quien también se resistió a acercarse, dejando a los muchachos con la
única receta que podría funcionar: Metan a la muñeca en una lata con alcohol y
bótenla al río.
Los hermanos Tórrez
esperaron a que su madre volviera a dormirse, le sacaron a la muñeca y la
metieron en una lata vacía. Antes de verter el alcohol, Herland encontró
prudente cerrar cortinas y ventanas, pero cuando retornó a la lata, se dio
cuenta de que la muñeca se había transportado al velador de su dueña.
Volvieron a meterla en la
lata, aterrados, y la cubrieron de inmediato con alcohol para luego tapar bien
el recipiente. Al salir de la habitación, sintieron un temblor que se
intensificaba a medida que se alejaban de su madre. Cuando llegaron al jardín
delantero, un estrépito como de mil puños golpeaba todas las ventanas y puertas
de la casa. Los vidrios se sacudían como si fueran de seda. La bebé llamaba a
gritos a su madre, pero ella no despertaba.
Antes de arrojarla al río,
le hicieron la señal de la cruz a la lata para que su alma tomara buen rumbo. Cuando
por fin se perdió en la corriente, desearon no verla nunca más.
3. Una noche, Joel llegó a su casa y, desde la
reja, visualizó a su esposa sentada a la computadora junto a un hombre mayor de
traje a rayas marrón y sombrero de ala corta.
Littzi no levantó la
cabeza, pero el señor vio a Joel a través de la ventana y se paró junto a la
mujer, como esperando para recibirlo.
El muchacho contuvo un
escalofrío. Se distrajo un momento con el candado mañoso de la reja y cuando se
volteó, Littzi se acercaba a saludarlo, pero ya no había rastros del hombre de
traje marrón.
¿Con quién estabas?,
preguntó Joel. Con nadie, respondió Littzi, extrañada. Hizo un signo de
interrogación con la ceja que el marido ignoró. Conociéndola tan asustadiza y
sensible, era mejor ni mencionarlo.
Al día siguiente, Joel conversó
con la hermana de su madre sobre la extraña aparición, haciendo énfasis en la
descripción del atuendo. Tenía sombrero, repitió pensativa la tía. Se dirigió
al baúl de las fotos familiares, ojeó veloz un viejo álbum y volvió con una
pequeña fotografía en sepia. ¿Este señor?, preguntó, y tomando por afirmación
el silencio ansioso del sobrino, añadió: Es tu bisabuelo.
4. En la clínica a veces aparece
algún espíritu, se escuchan pasos, se mueven un par de cosas… pero no pasa nada. Eso le dijeron a Emilio
cuando empezó su trabajo como recepcionista nocturno. Se esmeró por mostrarse escéptico,
pero a los pocos días lo vieron arrastrándose por un pasillo, gimoteando pálido
y sudoroso.
¡Qué pasó! ¡Qué vio! Preguntó una enfermera
casi tan nueva como él. Yo estaba agachado, sacando papel del cuarto de la
fotocopiadora, cuando alguien me puso una mano en el hombro y me dijo hola, qué tal. Cuando me volqué, no
había nadie.
5. Una tarde, hace muchos
años, Suami estaba dibujando en su cuarto. Tenía el ceño fruncido y la mirada
clavada en sus trazos. Escuchó unos pasos de piecitos descalzos que se
acercaron a carreras hasta el umbral de su puerta. Es Simón, pensó con fastidio, sin levantar la
cabeza. Suami lo ignoró por unos segundos, hasta volver a escuchar sus piecitos
alejarse corriendo, tamborileando en el piso de cerámica.
¡Denisse! Llamó desde
arriba el papá a la mamá de los Martínez. ¿Simón está en el jardín? Lo escuché
corriendo pero no lo encuentro.
No Omar, respondió la mamá
al papá, Simón está en casa de su amigo.
Suami, que escuchó desde su
cuarto, no pudo seguir dibujando.
6. Una noche, los primos se
juntaron donde Joel. Su casa era grande y parecía estar a medio hacer, con sus
paredes sin revocar y sus maderas sin barnizar. Lo único que se invirtió en pintura
fue destinado a los diseños africanos que adornaban la barda.
Los primos estaban
conversando en el jardín cuando, en un segundo de silencio entre un tema y
otro, se escuchó golpe seco. Corrieron a la sala, donde encontraron la pintura de
la mujer desnuda en el piso y al enorme clavo que la sostenía y que de manera
inexplicable se había salido de la pared de ladrillo.
Intentaron no darle
importancia. Joel recogió el cuadro y todos volvieron al jardín a seguir con lo
suyo. Intentaron conversar, pero la charla se había enfriado, y en medio de
otro silencio, un estrépito de maderas les erizó la nuca.
¿Qué fue eso?, preguntó
Daniel, aterrorizado. Mi cama, respondió el pequeño Javier con voz llorosa.
Todos se acercaron
despacio, casi abrazados, a la habitación. Desde el umbral, observaron petrificados
la cama deshecha: el catre en el piso y las patas abiertas hacia los pies y la
cabecera.
Esa noche, cinco
temblorosos muchachos se apretujaron para dormir en la cama de Joel.
7. En el kilómetro doce
había un tinglado abandonado.
Un grupo de Jamboree Scouts
llegó a Santa Cruz para hacer una excursión por el Parque Amboró, pero tres de
ellos se retrasaron en el cronograma y tuvieron que ir al campamento por su
cuenta.
Cuando lleguen al tinglado,
doblen por el camino a la izquierda y sigan dos kilómetros más, les indicó el
jefe de grupo.
Emprendieron la excursión a
pie y encontraron el tinglado. Caminaron hacia él, pero no llegaban y hasta
parecía que ni siquiera se acercaban. Anduvieron durante horas hasta que se
dieron cuenta de que estaban en medio del monte, y el tinglado, en el
horizonte, seguía burlándose de ellos.
Dos días después, un
escuadrón de rescate los encontró en el otro extremo del parque, enloquecidos
de tanto perseguir al inquieto espejismo.
Meses después, los
excursionistas se enteraron de que ese tinglado solía funcionar como fábrica de
pasta base y guarida de una gran banda de narcotraficantes. Un grupo de
policías agujereó el lugar a balazos, pero como no lograron abrirlo ni sacar a
nadie, le prendieron fuego.
A la sombra del tinglado,
un precario cementerio improvisado ampara a las almas chamuscadas de las
víctimas del incendio.
8. Waldo vive por el
cementerio general. Otrora, los alrededores del cementerio se prestaban como
campo sacro clandestino para las familias de escasos recursos, pero conforme la
ciudad crecía, las antiguas tumbas se fueron mezclando con los nuevos cimientos
de la civilización.
Más o menos treinta años
después, la familia Varas decidió expandir su casa y, al tumbar una pared,
descubrieron tres cráneos entre los escombros.
No sabiendo qué hacer,
llamaron al único pariente médico que tenían, quien se llevó los cráneos para
estudiarlos, dejando furiosos a los espíritus.
Desde ese momento, la casa
se volvió inhabitable.
Las puertas se cerraban,
las luces se apagaban, las cosas se movían. La familia se vio obligada a trasladarse
a un hostal mientras albañiles cuidaban la casa durante la noche, o al menos
pretendían, hasta que las manos y pies fantasmagóricos que arañaban la lona de
sus carpas los hacían huían despavoridos a las cuatro de la mañana.
Primero mandaron a un cura
a despejar el ambiente con agua bendita, pero no funcionó.
Luego contrataron a un
espiritista que logró ponerse en contacto con los espíritus. Así descubrió que
dos de ellos eran malignos y podrían convertirse en demonios, así que les ayudó
a encontrar la luz para que descansen en paz, pero el tercero, de energía benévola,
no se quería ir. Estaba muy cómodo.
Desde entonces, su
presencia invisible habita la casa. A veces mueve un par de cosas, le gusta
participar en acontecimientos sociales y cambia la música si le ponen reguetón.
Alguna vez hizo una
aparición en cámara, flotando detrás de una ventana, y alguna otra vez, la mamá
de los Varas logró verlo entre el ensueño de una siesta dormida en el sofá de
la sala.
Flotaba en una esquina del
techo, con la melena ondeante y el estilo de los setentas en todo su intacto
esplendor. Con su camisa de estampado psicodélico y sus pantalones de jean
acampanados, Waldo no podía más que pensar en lo divertido que era tener en
casa a su propio fantasma de Canterville.
No hay comentarios:
Publicar un comentario