jueves, 20 de noviembre de 2014

Historia de fantasmas


1. Cuenta la tía Luli que en su casa de Samaipata había un bulto, quizás el espíritu errante del adinerado español que construyó la casa.  
El terreno era enorme, escondido en un bosque de eucaliptos, y la casa, con sus imponentes paredes de adobe, estaba separada por partes en toda la extensión, quedando área social aquí, cocina allá, patio al medio y baño al fondo, a la derecha.
Cuando tía Luli compró la casa, le advirtieron que nadie había durado más de una semana en ella, pero la aguerrida mujer no le temía a ningún hombre, vivo o muerto.
A los pocos días de que la familia Jammes se instalara, el espectro empezó a manifestarse. Su lugar favorito era el baño, donde disfrutaba presumiendo su sombra sin cuerpo a todos los urgidos. Joel, hijo de tía Luli y miope congénito, iba sin lentes para no verlo, pero el fantasma no se conformaba con mostrarse; movía cosas y erizaba la piel de la pantorrilla derecha.
Con los meses, el espectro fue tomando forma hasta adquirir un cuerpo oscuro, medio traslúcido, que se paseaba cómodo por toda la casa.
Una noche clara, la tía Luli silbaba una melodía alegre mientras lavaba los platos de la cena. Sintió un cosquilleo en el tobillo derecho, pero trató de no hacerle caso y silbó más fuerte su tonada. Luego sintió unos suaves tirones en el doblez de su falda y para deshacerse de las malas vibras, zapateó tres veces y se puso a cantar. Su voz temblaba un poco y el color abandonaba su rostro. No sabía si la piel de gallina de sus brazos era producto de las caricias del morador o simple sugestión, pero sin duda tenía miedo.
Manipulaba con torpeza una copa cuando, de pronto, su blusa se levantó. Tía Luli soltó la copa y gritó de espanto, pero al ver los vidrios rotos en el piso, una rabia histérica se apoderó de ella y empezó a regar agua por todas partes, gritándole improperios al fantasma.
¡Mostrate si sos tan valiente!, gritó, y él se manifestó. Parado delante de tía Luli, a un palmo de la punta de su nariz, un hombre enorme, de cabello castaño rizado, ojos verdes y el rostro hermoso cundido de pecas, la miraba inerte. La mujer se quedó sin respiración, más por sorpresa que por espanto. Lo escudriñó con esmero, en caso de que no lo volviera a ver, y después de una honda bocanada de aire, con mirada desafiante, le dijo, si sos tan machito, atrevete a tocar otra cosa.

2. Un día, la mamá de Herland fue al supermercado y volvió sin más compras que una muñeca de porcelana. Peinaba su cabello cobrizo, absorta, ignorando la presencia de los demás. Caminó como hipnotizada delante de sus hijos, delante de su marido, subió las gradas y se instaló en su cuarto, sentada en una mecedora junto a la ventana con la pequeña de vestido verde.
Y así se pasó días. El señor Tórrez supuso que su mujer estaría pasando por alguna de esas crisis emocionales que tienen las señoras a sus años, por lo que prefirió no hacer preguntas, hasta que una noche, harto de semejante excentricidad, decidió acabar con el actuar psicótico, acaso poseído, de su esposa.
Esperó a que el sueño la venciera en la mecedora para secuestrar a la muñeca y esconderla en un cajón de su escritorio, pero concluida la tarea, la mujer, con el rostro congelado en una expresión ausente y aterradora, lo apuntó con un revolver demandando que se la devolviera.
Entonces los hijos intentaron intervenir. Primero llamaron al sacerdote de la parroquia más cercana, famoso por realizar liberaciones, pero se negó a entrar a la casa o acercarse a la muñeca porque la energía negativa era demasiado fuerte
Optaron por contratar a un brujo, quien también se resistió a acercarse, dejando a los muchachos con la única receta que podría funcionar: Metan a la muñeca en una lata con alcohol y bótenla al río.
Los hermanos Tórrez esperaron a que su madre volviera a dormirse, le sacaron a la muñeca y la metieron en una lata vacía. Antes de verter el alcohol, Herland encontró prudente cerrar cortinas y ventanas, pero cuando retornó a la lata, se dio cuenta de que la muñeca se había transportado al velador de su dueña.
Volvieron a meterla en la lata, aterrados, y la cubrieron de inmediato con alcohol para luego tapar bien el recipiente. Al salir de la habitación, sintieron un temblor que se intensificaba a medida que se alejaban de su madre. Cuando llegaron al jardín delantero, un estrépito como de mil puños golpeaba todas las ventanas y puertas de la casa. Los vidrios se sacudían como si fueran de seda. La bebé llamaba a gritos a su madre, pero ella no despertaba.
Antes de arrojarla al río, le hicieron la señal de la cruz a la lata para que su alma tomara buen rumbo. Cuando por fin se perdió en la corriente, desearon no verla nunca más.

3.  Una noche, Joel llegó a su casa y, desde la reja, visualizó a su esposa sentada a la computadora junto a un hombre mayor de traje a rayas marrón y sombrero de ala corta.
Littzi no levantó la cabeza, pero el señor vio a Joel a través de la ventana y se paró junto a la mujer, como esperando para recibirlo.
El muchacho contuvo un escalofrío. Se distrajo un momento con el candado mañoso de la reja y cuando se volteó, Littzi se acercaba a saludarlo, pero ya no había rastros del hombre de traje marrón.
¿Con quién estabas?, preguntó Joel. Con nadie, respondió Littzi, extrañada. Hizo un signo de interrogación con la ceja que el marido ignoró. Conociéndola tan asustadiza y sensible, era mejor ni mencionarlo.
Al día siguiente, Joel conversó con la hermana de su madre sobre la extraña aparición, haciendo énfasis en la descripción del atuendo. Tenía sombrero, repitió pensativa la tía. Se dirigió al baúl de las fotos familiares, ojeó veloz un viejo álbum y volvió con una pequeña fotografía en sepia. ¿Este señor?, preguntó, y tomando por afirmación el silencio ansioso del sobrino, añadió: Es tu bisabuelo.

4. En la clínica a veces aparece algún espíritu, se escuchan pasos, se mueven un par de cosas…  pero no pasa nada. Eso le dijeron a Emilio cuando empezó su trabajo como recepcionista nocturno. Se esmeró por mostrarse escéptico, pero a los pocos días lo vieron arrastrándose por un pasillo, gimoteando pálido y sudoroso.
 ¡Qué pasó! ¡Qué vio! Preguntó una enfermera casi tan nueva como él. Yo estaba agachado, sacando papel del cuarto de la fotocopiadora, cuando alguien me puso una mano en el hombro y  me dijo hola, qué tal. Cuando me volqué, no había nadie.

5. Una tarde, hace muchos años, Suami estaba dibujando en su cuarto. Tenía el ceño fruncido y la mirada clavada en sus trazos. Escuchó unos pasos de piecitos descalzos que se acercaron a carreras hasta el umbral de su puerta.  Es Simón, pensó con fastidio, sin levantar la cabeza. Suami lo ignoró por unos segundos, hasta volver a escuchar sus piecitos alejarse corriendo, tamborileando en el piso de cerámica.
¡Denisse! Llamó desde arriba el papá a la mamá de los Martínez. ¿Simón está en el jardín? Lo escuché corriendo pero no lo encuentro.
No Omar, respondió la mamá al papá, Simón está en casa de su amigo.
Suami, que escuchó desde su cuarto, no pudo seguir dibujando.

6. Una noche, los primos se juntaron donde Joel. Su casa era grande y parecía estar a medio hacer, con sus paredes sin revocar y sus maderas sin barnizar. Lo único que se invirtió en pintura fue destinado a los diseños africanos que adornaban la barda.
Los primos estaban conversando en el jardín cuando, en un segundo de silencio entre un tema y otro, se escuchó golpe seco. Corrieron a la sala, donde encontraron la pintura de la mujer desnuda en el piso y al enorme clavo que la sostenía y que de manera inexplicable se había salido de la pared de ladrillo.
Intentaron no darle importancia. Joel recogió el cuadro y todos volvieron al jardín a seguir con lo suyo. Intentaron conversar, pero la charla se había enfriado, y en medio de otro silencio, un estrépito de maderas les erizó la nuca.
¿Qué fue eso?, preguntó Daniel, aterrorizado. Mi cama, respondió el pequeño Javier con voz llorosa.
Todos se acercaron despacio, casi abrazados, a la habitación. Desde el umbral, observaron petrificados la cama deshecha: el catre en el piso y las patas abiertas hacia los pies y la cabecera.
Esa noche, cinco temblorosos muchachos se apretujaron para dormir en la cama de Joel.

7. En el kilómetro doce había un tinglado abandonado.
Un grupo de Jamboree Scouts llegó a Santa Cruz para hacer una excursión por el Parque Amboró, pero tres de ellos se retrasaron en el cronograma y tuvieron que ir al campamento por su cuenta.
Cuando lleguen al tinglado, doblen por el camino a la izquierda y sigan dos kilómetros más, les indicó el jefe de grupo.
Emprendieron la excursión a pie y encontraron el tinglado. Caminaron hacia él, pero no llegaban y hasta parecía que ni siquiera se acercaban. Anduvieron durante horas hasta que se dieron cuenta de que estaban en medio del monte, y el tinglado, en el horizonte, seguía burlándose de ellos.
Dos días después, un escuadrón de rescate los encontró en el otro extremo del parque, enloquecidos de tanto perseguir al inquieto espejismo.
Meses después, los excursionistas se enteraron de que ese tinglado solía funcionar como fábrica de pasta base y guarida de una gran banda de narcotraficantes. Un grupo de policías agujereó el lugar a balazos, pero como no lograron abrirlo ni sacar a nadie, le prendieron fuego.
A la sombra del tinglado, un precario cementerio improvisado ampara a las almas chamuscadas de las víctimas del incendio.

8. Waldo vive por el cementerio general. Otrora, los alrededores del cementerio se prestaban como campo sacro clandestino para las familias de escasos recursos, pero conforme la ciudad crecía, las antiguas tumbas se fueron mezclando con los nuevos cimientos de la civilización.
Más o menos treinta años después, la familia Varas decidió expandir su casa y, al tumbar una pared, descubrieron tres cráneos entre los escombros.
No sabiendo qué hacer, llamaron al único pariente médico que tenían, quien se llevó los cráneos para estudiarlos, dejando furiosos a los espíritus.
Desde ese momento, la casa se volvió inhabitable.
Las puertas se cerraban, las luces se apagaban, las cosas se movían. La familia se vio obligada a trasladarse a un hostal mientras albañiles cuidaban la casa durante la noche, o al menos pretendían, hasta que las manos y pies fantasmagóricos que arañaban la lona de sus carpas los hacían huían despavoridos a las cuatro de la mañana.
Primero mandaron a un cura a despejar el ambiente con agua bendita, pero no funcionó.
Luego contrataron a un espiritista que logró ponerse en contacto con los espíritus. Así descubrió que dos de ellos eran malignos y podrían convertirse en demonios, así que les ayudó a encontrar la luz para que descansen en paz, pero el tercero, de energía benévola, no se quería ir. Estaba muy cómodo.
Desde entonces, su presencia invisible habita la casa. A veces mueve un par de cosas, le gusta participar en acontecimientos sociales y cambia la música si le ponen reguetón.
Alguna vez hizo una aparición en cámara, flotando detrás de una ventana, y alguna otra vez, la mamá de los Varas logró verlo entre el ensueño de una siesta dormida en el sofá de la sala.


Flotaba en una esquina del techo, con la melena ondeante y el estilo de los setentas en todo su intacto esplendor. Con su camisa de estampado psicodélico y sus pantalones de jean acampanados, Waldo no podía más que pensar en lo divertido que era tener en casa a su propio fantasma de Canterville. 

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