martes, 30 de septiembre de 2014

La Paz

La Paz, oh, linda La Paz. Le debo un homenaje a tu Illimani nevado y tus colores, esos que la gente, ante las adversidades del clima y el gris del paisaje, pinta en todos tus rincones. Colores vivos e infinitos como la whipala, como los millones de aguayos que guardaron a millones de niños chaposos, como todas las flores de todas las plazas y jardines que te adornan. La Paz, estás pintada con los colores del alma.

En cada esquina se respira cultura. Propia, ajena, mestiza, adoptada, forastera; la cultura se manifiesta sola porque la ciudad para ello se presta. Desde el restaurant de honest food hasta la Calle de la Felicidad, pintada toda con murales alucinantes, el arte se desborda y no hay muro gris que se salve del prodigioso aerosol.

Los personajes paceños son un reflejo de su ciudad, así de heterogéneos y pluriculturales. Cosmopolitas, diría algún adulador. Lo mismo puede pasar por la Plaza España un armario vestido completo de negro, con cadenas y chamarra militar alemana, como un clásico abuelito de traje sastre, sombrero y bastón de mara de la época de la Guerra del Chaco.

Las cholitas ofrecen sus palos santos y sahumerios, con la ternura que las caracteriza, a un centenar de gringos albinos que no entienden nada, y en la Plaza Triangular, los lustras pelean junto a sus fieles chapis contra los gendarmes que atentan con decomisar esas botellas de Mendocina que decoran sospechosas los pies de algún monumento.

Hay intelectuales, líderes de sindicatos, niños chaposos y un abuelito entrañable que, en la soledad de su botica, un domingo en la noche, recibe a una tímida pareja con efusiva ceremonia: ¿Cómo está el joven? ¿Qué dice la señorita? ¿En qué los puedo ayudar? ¿Antiácido? Ah… ¡está con dolor de estómago! Cuídese de la comida de la calle joven, usted no sabe cómo la prepararán. Es mejor una cena ligera antes de salir, un huevo en agua hirviendo por tres minutos y una marraquetita, y listo. No necesita más. Ahí tiene, ¡cuídese! ¡Cuide ese estómago y que pase muy buena noche!

Y uno no puede más que sonreír y agradecerle a la imperturbable calma de El Montículo por la belleza de su alma y la de todos los perros que, dueños de las aceras y de sus pasos, recorren la ciudad de arriba abajo. Sus amos (si los tienen) irán tras ellos recogiendo en bolsas plásticas todos los regalitos que pudieran dejar. Bendita educación de ciudad.

Los edificios de principios del siglo pasado, majestuosos y preciosistas, decorados con delicada precisión, se mezclan en el Centro con rascacielos de discutible estética arquitectónica, pero a falta de una vista agradable hacia arriba, acompaña a cada paso un parque, plaza, alameda o jardín cundido de flores.

Pero, qué digo… ¡Por supuesto que el paisaje es agradable a donde quiera que se mire! De día, las montañas bañadas por la luz celeste del cielo siempre despejado, las extrañas formaciones rocosas, la Muela del Diablo y el Illimani. De noche, un manto de lucecitas que abraza a la ciudad por todo el rededor.

La Paz es la ciudad de los hombres lobo que no admiten acabar la noche hasta que el sol, amo y soberano, mande a la luna a dormir. Se empieza por un boliche tranquilo, con buena música (Atajo, Manu Chao, Los Fabulosos…), cacho y Paceña de litro. Se charla largo y profundo, pero llegada la hora, el mesero vuelca las sillas sobre las mesas y el disyóquey pone canciones de trasnoche.

Son más o menos las 3:30am de un sábado, hora perfecta para un vacío o un choripán en cualquiera de los Honguitos regados por Sopocachi. Luego, si uno no sabe dónde continuarla, lo más efectivo es parar un taxi y pedirle que nos lleve a un lugar abierto a estas horas. Él contestará con media sonrisa que ah… ya sé, y conducirá por unos minutos, pasando por el Puente de Las Américas, hasta Kiko’s Bar.

Está oscuro y no se oye absolutamente nada desde la calle, pero al entrar, después de armarnos de mucho valor, descubrimos el zaguán de luces azules que se oculta a dos pisos bajo tierra. Es la definición de kitsch: Neones negros en todas las esquinas, sillones de cuerina, girasoles de plástico gigantes, la barra forrada con un plástico brillante y estrellado, y peluches embolsados colgando en el cuarto de las cámaras de seguridad. Algún borracho canta en karaoke Oye Mamón y en la carta, el chop se escribe shop.

Conforme se acerca el amanecer, el lugar se va llenando de los típicos personajes que pueblan lugares como este: el ebrio que amenaza con vomitar con movimientos similares a los del tinku, el par de mal encachados que quiere pelearse justo en medio del tumulto y el liso que le dice a la señorita risueña que no es así nomás pues, no soy tan fácil.

Si es lunes, un boliche casi idéntico, adicionando una pista de baile con luces de colores en el piso, aguarda a los trasnochados en El Prado. Este cierra a las 4:30am, por lo que los hombres lobo se entregan a los cuatro grados bajo cero de las calles adoquinadas.

La sensación de paz y la fuerza de la propia ciudad son tales, que los forasteros se sienten seguros en ella, prefiriendo caminar antes que tomar un taxi. Los acompañan los perros, los cigarros para calentarse los dedos, las letras doradas en El Prado, los árboles centenarios y la noche clara, sin oxígeno. Al llegar a la puerta del hotel, el sol los encuentra tan sonriente como ellos, que fatigados, agradecen la majestuosidad.


Se necesitan menos de cinco días y un par de caminatas cuesta arriba para deshacerse de todos los prejuicios regionalistas y estar seguros de que La Paz  no es sólo la única ciudad de Bolivia, sino también una auténtica Maravilla del Mundo. 

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