Roberto camina por un
bosque oscuro y otoñal. A lo lejos, ve a una mujer que distingue con
dificultad.
A medida que se acerca a
ella, su nombre de vapor se materializa sobre su frente. Son cuatro letras que
sus ojos ven pero su mente no descifra. Siente que la quiere, que por ella su
estómago arde con una angustia incomprensible, casi ajena.
Las hojas de los árboles
lo envuelven con su sonido de páginas de libros ajados, de feroces oleajes de
archivos, de hermosas manos acariciando cartas.
Las manos de ella se
acercan a la cara de él. Son de agua clara, de viento, de fuego. Él trata de
contenerlas con sus propias manos, una de metal y otra de madera, pero al
rozarse, ambos se desgranan como tierra fértil que al mezclarse con la
hojarasca del suelo, da vida a una flor campana que repiquetea sin piedad.
Roberto despierta tieso
en su cama, mirando al techo. En este encuentra un papel que reza: "lávate
los dientes en el baño".
Se levanta con los rizos
alborotados y duros. Sucios. Camina como un muerto de ficción hasta el baño,
cumple las instrucciones del mensaje y al ver su pálido reflejo en el espejo,
encuentra una notita amarilla: "prepárate café en la cocina".
Las paredes lo observan
levitar absorto hasta la cocina. Los azulejos están impecables y en el mesón de
mármol de imitación, junto a la tetera eléctrica, lo esperan todos los
utensilios necesarios para prepararse un desayuno de oficina.
Sin embargo, la nota que
encuentra en su taza no le ordena vestirse con corbata y salir a trabajar, sino
que lo despacha al sofá de la sala, donde el control remoto le pedirá encender
el televisor.
Roberto es artista, dan
fe de ello los cuadros que portan su firma minúscula, los poemas adornando el
verde primavera de las paredes, los instrumentos abandonados en los rincones
que, con melancólico silencio, lo contemplan contemplar la caja boba, siempre
en el mismo canal, siempre con la publicidad de agencia turística a la misma
hora, luego de la cual la pantalla se torna azul y un mensaje le ordena meter
en el microondas el almuerzo que lo espera preparado en la heladera.
Un conjunto de notas y
órdenes cortas lo guiará a lo largo del día con actividades tan simples y poco
edificantes como las anteriores. En ningún momento se le sugerirá salir al
mundo, ni componer versos, ni siquiera leer un libro. Terminará su día
volviendo a la posición estática y horizontal que cada noche ocupa en el hueco
de su cama, ese que, cual molde negativo, contiene a su figura larga.
Roberto está en un
pasillo estrecho que se va achicando hacia el final, donde hay una puerta
negra. El lugar está estampado con un hipnótico diseño de rombos morados y
amarillos que avanzan en espiral hacia la puerta.
Al cruzar el umbral,
otro pasillo similar lo separa de otra puerta y así otros tantos hasta llegar a
una puerta de espejo que le devuelve un retrato sin rostro. La abre y avanza
sin ver, pues del otro lado todo es penumbra, y de inmediato siente que flota en
el espacio. Mira hacia lo que cree que es arriba y descubre un gran círculo de
luz, acaso la boca del pozo, y de este cae una infinita sábana blanca que le
arroja la silueta recortada de la mujer. Él la sujeta con firmeza y empieza a
ascender, mientras la mujer, la tela en una mano y en la otra un enorme globo
negro, asciende por el cielo flotando hacia un cactus temible, gigante. Roberto
está a punto de salir del hoyo, la luz lo enceguece, y de pronto, ¡paf!, se
revienta el globo.
Su vista borrosa no le
permite reconocer a la mujer que, sentada en su cama, le dice que yo no estoy
aquí, vuélvete a dormir. Le da un beso en la frente y Roberto se duerme.
Ella ya ordenó todo el
departamento, preparó las tres comidas del día y colocó las notitas en sus
correspondientes lugares estratégicos con el fin de que el amado, al volver de
su sueño tecnicolor a esta gris realidad que le tocó, sea capaz de atravesar
las horas que lo separan de ese país conocido solo por él.
Le falta la última nota,
la que más le cuesta escribir. Se muerde los labios mientras escudriña rigurosa
su retrato enmarcado en la mesita de noche. El lapicero baila en sus dedos, que
se mueren de ganas de escribir. Ella sabe que es inútil, que de todas formas,
él no recuerda nada, pero aun así, temiendo hasta los huesos ser borrada de sus
sueños, traza con lentitud el papel amarillo.
Ella sale despacito por
la puerta de entrada, y sobre su rostro enmarcado, un mensaje clama:
"Ruth. Olvidar".
No hay comentarios:
Publicar un comentario