Al nacer la mañana, el sol brillaba y los pájaros
cantaban.
Me despierta el estruendo de un rayo que cae cerca
de mi casa. Miro al exterior, aturdida, y descubro que llueve como si llorara
dios.
Con cada trueno, el aguacero se intensifica; el
agua impactando con fuerza absurda en los botes de hojalata que navegan por el
río que es mi calle.
El clima invita al enclaustramiento, pero una razón
de fuerza mayor me arranca de mi cama. Debo llegar a la universidad como sea.
Protegida por un paraguas agujereado, salgo
resignada a empaparme. Empujo al agua a La Vaca, que ahora hará sus veces de
barco, levo el ancla y enciendo el motor con tres tirones certeros.
Me lanzo a la corriente por la que desfilan
despacio otros botes e, ignorante de las dimensiones del turbión, me encamino
por la ruta acostumbrada.
Después de algunas cuadras de navegación, me
encuentro metida en calles tan ondas que recorrerlas se convierte en una
travesía. Cambiar de ruta es apremiante, así que me meto por pasillos y
callejones, avanzando despacio para no dar un paso en falso, tanteando la
profundidad y buscando zonas altas.
La marea crece sin piedad con la lluvia infinita.
Las otras embarcaciones pasan dejando estelas y batiendo el agua. Esta noche,
todos tendremos el síndrome del marinero.
Las avenidas más transitadas están en estado
crítico de inundación y las rotondas del Segundo Anillo se han convertido en
pozas truculentas que atraparon a los más imprudentes. Tal es el caso del
pequeño Tico rojo que, con el agua llegándole al techo, provoca un caos de
ambulancias y camiones de bombero que no pueden ni acercarse por el
congestionamiento.
Me desvié por el bien de La Vaca, que empieza a
filtrar agua por las puertas, pero después de mucho navegar, me encuentro
delante del trecho final.
Es una avenida larga y desierta, interrumpida solo
por una camioneta varada en medio de la vía.
Me meto despacio y de pronto encuentro un descenso
en la calle. Avanzo lento, casi rezando. A mi derecha observo el canal de desagüe,
cuyas aguas son una con las de la avenida, de vereda a vereda.
La marea parda lame la proa, amenazando con llegar
al parabrisas. La vaca jadea y tiembla de frío, pero galopa heroica hasta el
final, hasta el ascenso milagroso que revela las losetas bajo el agua.
Al llegar a la universidad, saco el agua a baldazos
del interior y arranco los barbechos enredados en la trompa.
Lo hiciste de nuevo Vaca, salvaste el día.
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