Jhonattan, el pentaestrellado.
Las carreras de Moto GP, el evento anual
de motociclismo más grande y esperado de Latinoamérica, tiene lugar cada año en
Las Termas del Río Hondo, un pueblito del norte argentino que está vacío
durante todo el año, hasta que llega el éxodo de 150 mil motociclistas.
Para estas fechas, todos los moradores se
preparan. Se acomodan hoteles en casas antiguas, cuartos para alquilar en
pocilgas y cualquier espacio donde entre una cama se convierte en refugio para
los viajeros.
Un grupo de motoqueros bolivianos fue
invitado a la carrera por Triunph, los cuales se encargaron de las reservas de
rigor.
Al llegar al hotel asignado, el grupo se
sintió en el escenario de una película de terror: La recepción era un pequeño
cuartito de paredes sucias color melón, amoblado solo con un par de sillas de
plástico forradas con tela rojo bordó y un mostrador de madera tras el cual
había una mujer enorme, gorda y con un parche en el ojo.
Los viajeros se presentaron y la gorda
les dijo que Fernando les va a mostrar su pieza. Del interior del mostrador
salió un pequeño hombrecito cojo que los guió, subiendo con dificultad, por una
escalera tan delgada y empinada como la que se usan para subir a un poste de
luz.
Al final de la escalinata había una
puerta de benesta, y detrás de esta, un cuarto en el que solo entraba una
litera, un ropero y una silla, dejando un pasillo de treinta centímetros de
ancho para llegar al baño, al fondo del cuarto.
Los cubrecamas eran del mismo color bordó
de las sillas, de satén, para que no se note la suciedad. Yeyo agarró con asco
el cubrecama, que se le escurría por los dedos como un pescado muerto, y lo
arrojó con rabia a la silla.
El baño, de la mitad del tamaño del
cuarto, tenía una ducha sobre el lavamanos de permanente agua caliente (por las
termas), y el inodoro, junto a la ventana por la cual tuvo que salir Carlos al
quedarse encerrado. La ventana daba a un balcón que bordeaba el patio interno,
al igual que las ventanas de los otros baños, que echaban sus vaporosas
sinfonías a condensarse en el recalentado techo de calamina.
El desayuno –dos medias lunas con café-
lo servían los hijos de la gorda: dos muchachotes tan grandes como ella, rubios
y albinos.
Luego de escuchar la descripción del
lugar, uno de los motoqueros, que tuvo un poco más de suerte para encontrar
hotel, con toda su picardía de gente sencilla, pronunció la sentencia final:
ahora van a saber como duermen los pobres.
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