lunes, 7 de julio de 2014

Escenario surreal para comedia negra.

Jhonattan, el pentaestrellado.


Las carreras de Moto GP, el evento anual de motociclismo más grande y esperado de Latinoamérica, tiene lugar cada año en Las Termas del Río Hondo, un pueblito del norte argentino que está vacío durante todo el año, hasta que llega el éxodo de 150 mil motociclistas.
Para estas fechas, todos los moradores se preparan. Se acomodan hoteles en casas antiguas, cuartos para alquilar en pocilgas y cualquier espacio donde entre una cama se convierte en refugio para los viajeros.
Un grupo de motoqueros bolivianos fue invitado a la carrera por Triunph, los cuales se encargaron de las reservas de rigor.
Al llegar al hotel asignado, el grupo se sintió en el escenario de una película de terror: La recepción era un pequeño cuartito de paredes sucias color melón, amoblado solo con un par de sillas de plástico forradas con tela rojo bordó y un mostrador de madera tras el cual había una mujer enorme, gorda y con un parche en el ojo.
Los viajeros se presentaron y la gorda les dijo que Fernando les va a mostrar su pieza. Del interior del mostrador salió un pequeño hombrecito cojo que los guió, subiendo con dificultad, por una escalera tan delgada y empinada como la que se usan para subir a un poste de luz.
Al final de la escalinata había una puerta de benesta, y detrás de esta, un cuarto en el que solo entraba una litera, un ropero y una silla, dejando un pasillo de treinta centímetros de ancho para llegar al baño, al fondo del cuarto.
Los cubrecamas eran del mismo color bordó de las sillas, de satén, para que no se note la suciedad. Yeyo agarró con asco el cubrecama, que se le escurría por los dedos como un pescado muerto, y lo arrojó con rabia a la silla.
El baño, de la mitad del tamaño del cuarto, tenía una ducha sobre el lavamanos de permanente agua caliente (por las termas), y el inodoro, junto a la ventana por la cual tuvo que salir Carlos al quedarse encerrado. La ventana daba a un balcón que bordeaba el patio interno, al igual que las ventanas de los otros baños, que echaban sus vaporosas sinfonías a condensarse en el recalentado techo de calamina.
El desayuno –dos medias lunas con café- lo servían los hijos de la gorda: dos muchachotes tan grandes como ella, rubios y albinos.

Luego de escuchar la descripción del lugar, uno de los motoqueros, que tuvo un poco más de suerte para encontrar hotel, con toda su picardía de gente sencilla, pronunció la sentencia final: ahora van a saber como duermen los pobres.

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