lunes, 7 de julio de 2014

Historias de trenes

1.       Eli, Sergito y dos amigos más se organizaron para pasar el Año Nuevo en Bombinha, Brasil, e inspirados por las historias de su padre, decidieron vivir la aventura en tren.
Dorita, la más entusiasta del grupo, tuvo la iniciativa de comprar los boletos en primera clase, pero cuando les tocó acomodarse en el vagón, comprendieron la truculenta jerarquía de las clases del trenes: Pullman es la clase de los caballeros del siglo pasado, con asientos semi reclinables, comedor y sala de estar; segunda clase es una sala larga con dos filas de asientos enfrentadas a lo largo de esta, y primera clase, la más divertida de todas, es un vagón de portones abiertos en el que viajan personas y animales. Todos sus asientos son de palo y están construidos con un estricto ángulo de noventa grados, excepto el que está delante del baño, ese tiene una ligera inclinación hacia delante. En ese viajaba Eli.
Partieron de noche, a paso lento, hacia la frontera. El tren se tambaleaba con un traqueteo torpe y constante, y era tan inestable su paso que se descarriló tres veces en el primer tramo. Nada raro para los más experimentados en andanzas ferroviarias.
Entrada la noche, parte de los pasajeros se recostó en el pasillo para dormir, entre encaramados y revueltos. Eli, por el infortunio de su asiento, se animó a seguir el ejemplo.
Picó papel periódico cual roedor doméstico y se acostó tiesa en el piso helado, sintiendo una llovizna de tierra en la cara cada vez que alguien pasaba encima de ella para ir al baño. En la oscuridad del tren, había que rezar para no terminar pisoteado en alguna zona delicada.
Tal como los gallos cacarean y los pájaros cantan, los vendedores ambulantes dieron la bienvenida al sol con su café café, pollo frito, empanada, y cuñapé.
Por los sendos portones del vagón entraban a vender sus manjares de la ruta ferroviaria, y como no podía faltar en una buena historia boliviana, por los mismos portones subían los  ladronzuelos a quitonearse mochilas, gorras y relojes con los propietarios, con la misma parsimonia con que avanzaba el tren.
Después de dieciocho fatídicas horas de viaje, el arribo a Bombinha fue como llegar al paraíso. La playa de arena blanca era una cama de nubes.

2.     Yeyo recuerda que en el año ’81, la primera clase del tren bala no era muy distinta a la que sus hijos conocerían veinte años después.
Él, su esposa, suegro y cuñado decidieron viajar en moto a la Chiquitanía, pero por falta de caminos, tuvieron que hacer el primer tramo en tren, embalando las motos en un vagón de carga pre sellado que iba al final.
Sobre los asientos de palo había una larga parrilla para el equipaje, de la que colgaron los cascos, uno al lado del otro, sobre sus cabezas. Estos, al son del vagón, se golpearon toda la noche.
Al nacer el nuevo día, la señora sentada detrás de Yeyo le comentó a su compañera que durmió terrible, soñando que uno de esos mates gigantes se le caía en la cabeza.
Yeyo la escuchó y rio para sus adentros. Miró complacido por la ventana y notó que, en la estación que ya estaban abandonado, se quedaba el vagón de carga.
¡Christian!, exclamó, ¡las motos! ¡Maquinista, alguien, paren el tren! Pero a pesar del escándalo, el tren solo se detuvo en la siguiente estación, veinticinco kilómetros más allá.
Yeyo se bajó con Christian, su cuñado, prometiendo a Renate que se encontrarían al final del viaje. En una choza amarilla perdida en medio del monte, con un sol calcinante y la humedad inundando el aire, el par de gringos se armó de valor para emprender la caminata.
Andaban con trancos largos por las vías del tren, esquivando los tablones rotos o ausentes cuando, en el horizonte, vislumbraron una pequeña nave blanca que se acercaba, traqueteando desvencijada. Se trataba de una ambulancia ferroviaria: una vagoneta con las ruedas adaptadas para las rieles que se encargaba de socorrer a maquinistas, pasajeros y, luego de exhaustivas plegarias, civiles varados en medio del camino.
Al llegar a la estación, encontraron el vagón de carga y a una señora gorda desparramada a sus anchas en un sillón de alambres. Se abanicaba.
Lo sacaron porque estaba botando gasolina, dijo despreocupada. Tiene que venir el encargado para abrirlo. Y, ¿va a tardar mucho?, preguntó Yeyo, nervioso. A ver si viene, respondió la doña, cuando quiere nomás viene.
El encargado llegó en un tren Mixto y accedió a revisar la carga. La gasolina se derramaba de un bidón de contrabando agujereado, así que, comprobada la inocencia de las motos, las trasladaron a un vagón del nuevo tren. Yeyo y Christian, que antes viajaban con personas y animales, llegaron a destino entre cajas de embalaje.

3.   A propósito del tema, existían en Bolivia tres tipos de trenes:
El tren Bala, que llegaba a la frontera con Brasil en doce horas y contaba con las tres clases antes mencionadas.
El tren Mixto, con una clase única para carga y pasajeros.
El tren Expreso, con segunda clase y Pullman, llegaba en ocho horas a la frontera, pero se sacudía tanto que era imposible asentar un vaso sobre la mesita plegable. La única que no temblaba en el tren era la rodomoza, quien gozaba de tal equilibrio y flexibilidad en caderas y rodillas que, más que andar, parecía flotar por los pasillos del tren. Los vasos venían inmóviles en su bandeja, pero apenas le alcanzaba uno a un pasajero, el líquido en su interior se desparramaba para todos lados.
Sin embargo, antes de la llegada de los trenes eléctricos al país, existía el tren a vapor que popularmente se conocía como “María Fumaza”.
Yeyo recuerda que en los tiernos días de su infancia, su padre lo llevó a él y a su hermanito Carlos a dar un paseo en la María Fuamaza, que no era más que una plancha de hierro enganchada a un brasero gigante que desprendía chispas como brota el fuego de las fauces de un dragón.
Los niños lloraban porque se quemaban las cabecitas y su padre les hacía sombreritos de pañuelo con las puntas anudadas al tiempo que los golpeaba y les gritaba que no sean maricones, no se llora.


Al llegar a la estación, el cabello de los niños estaba chamuscado y los pañuelos, agujereados como un cernidor.

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