Un muchacho está
completamente conectado, y a la vez, totalmente aislado.
Es uno con la
tecnología que lo rodea y su base de datos –su cerebro- está siendo siempre
actualizada con novedades, chismes, chistes, curiosidades y demás parafernalias.
Es un autómata con
internet, y sin embrago, es un chico tan común como cualquiera. Tan común, de
hecho, que se podría pensar en el tan sólo como el resultado de una producción
en masa de estereotipo juvenil.
Está de moda ser un
zombi de las telecomunicaciones.
Una mañana despierta,
apaga la alarma de su celular e inmediatamente intenta conectarse a la red
social a través de él, pero no lo logra; el servicio parece haberse caído.
Reniega un poco pero no se preocupa, enciende su laptop (sin levantarse de la
cama) y repite el procedimiento anterior, pero de nuevo sin éxito.
Después de un rato,
convencido de que la culpa la tiene el servicio de internet, se levanta para
empezar su día, pero en vez de irse a andar en bicicleta en un parque cercano
como cada domingo, pedalea hasta un café donde sabe que hay wi fi. Ahí pide un
capuchino caliente, un croissant de jamón y queso y la clave del wi fi. Se la
dan, pero le advierten que no está funcionando. En efecto, no consigue
conectarse.
Vuelve a su casa con
premeditada calma, pero en realidad le escuecen el coxis y la sien por la
ansiedad que le causa el no poder comunicarse. Llega al departamento que habita
él solo y marca el número de su mejor amigo para saber qué será de su domingo,
pero la llamada no entra. Lo intenta varias veces y con más números, pero no
consigue llamar a ninguno.
-Será cuestión de unos
minutos- piensa a la vez que enciende la televisión para matar el tiempo, pero
en la pantalla sólo se ve una maraña de garabatos grises que se mueven
frenéticos dentro del cuadro. No lo soporta, tira el control al suelo y apoya
la cabeza en sus manos para sufrir su frustración; la tecnología lo está
timando.
Vuelve a intentar
conectarse al internet con su laptop, pero ya ni siquiera enciende. También su
celular está apagado y la televisión acaba de apagarse, intenta encender la luz
y no lo logra.
El joven por fin se
resigna, convencido de que la luz volverá después de una siesta, pero varias
horas más tarde las tinieblas se tragan a la ciudad y ya no sólo él está desesperado,
pues el mundo se ha convertido en un caos dentro de la oscuridad incandescente
que los baña.
Y la luz no vuelve, y
así se empieza a acabar el mundo.
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