Cuando Sergio pasó esa
mañana por la casa materna, que además acoge a su oficina, no se dio cuenta
y ni siquiera imaginó lo que luego le contaría por teléfono su señora madre,
histérica y catatónica.
En ese momento
redireccionó el destino de su moto y, luego de verlo y confirmarlo con sus
propios ojos, llamó primeramente a su sobrino y administrador de la empresa
para avisarle que le habían robado los doce mil bolivianos que él dejó en un
cajón de su escritorio.
Inmediatamente Eduardo
colgó con su tío, caminó por el borde de la piscina del club y llegó a la mesa
donde estaba su padre para contarle lo ocurrido. Carlos no esperó hasta el
final de la historia para empezar a reprocharle su imprudencia, pues habiendo
una caja fuerte en la oficina, él dejó todo ese dinero en un cajón sin
seguridad.
Isabel escuchó por
casualidad un fragmento de la charla entre su primo y su tío cuando pasó cerca
de ellos persiguiendo a Sofía, la hija de Eduardo. No comprendiendo el contexto
y restándole total importancia al hecho de que su familia hubiera sufrido un
robo, siguió con su tarde olvidando lo oído, razón por la cual patinó en un
momento de incomprensión cuando su padre la condujo en su nueva moto a la casa
de su abuela y, en vez de encontrarla contenta en su mecedora como cada día del
señor, la pilló acomodando toallas en su ropero y quejándose de que le robaron
su perfume favorito, ese que vos, Luis Fernando, me regalaste hacen años, ese
que me ponía poquísimo para que no se gaste.
En la casa ya estaba
Carlos y a los pocos minutos apareció Sergio para que así los tres hermanos analizaran
todos los movimientos que tuvieran que hacer los ladrones para violentar,
primero, la oreja de la reja por donde pasa el postigo, luego la cerradura de
la puerta de la casa y por último la de la puerta de la oficina.
Sobrina y madre
seguían a los tres hermanos en su inspección hasta que llegaron al epicentro
del infortunado suceso: la oficina convertida en un revoltijo de papeles
estropeados y muebles abiertos.
Como Sergio ya había
estado ahí horas antes, aún fresco el robo, explicó a sus hermanos el recuento
de las pérdidas: dos computadoras portátiles que albergaban todo el trabajo
laboral y extracurricular de sus ambos hijos, arquitectos como él; la cámara
fotográfica profesional de su hija menor, doce mil bolivianos en efectivo y la
maleta de una de sus motos para guardar todo.
Un triste impermeable
amarillo que había estado en la maleta perdida yacía en el piso como prueba de
que los ladrones se llevaron sólo lo estrictamente necesario, y la caja fuerte
empotrada a la pared e intacta atestiguaba que no hicieron el intento de
abrirla para no perder ni un segundo.
Sergio también contó
que cuando la policía vio la escena del crimen, diagnosticó que se trataba de
delincuentes con poca experiencia que además iban a pie porque no se llevaron
ninguno de los cuatro cascos para motos que habían en la oficina, mucho menos
una de las tres motos que descansaban en el patio y cuyas llaves estaban en un
perchero adentro.
La familia dio unas
vueltas más por la casa arrastrando la penosa impotencia de ser víctimas de un par de miserables
delincuentes, conversaron acerca de las medidas de seguridad que deberían tomar
en la oficina, ya que se trataba de una empresa que prácticamente no cuenta con
la menor vigilancia, y se pusieron a hablar de otras cosas, como la orquídea
monstruosa que crecía dentro de un tacú desde hacían veinte años y que ahora nuevamente
estaba floreciendo, o como cualquier cosa que sirva de bajativo para cerrar la
visita e irse cada cual por su camino.
La abuela invariablemente se quejaba del robo de sus dos perfumes, esos que tan pocas
veces se puso para que no se gastaran, esos que le regalaron su hija Ana María
y su hijo Luis Fernando, y para terminar con la perorata, puso el punto final
con su frase de siempre, la cual sonó a sentencia como nunca.
Santa Cruz de mis
amores, dijo, y su nieta supo que tenía que escribir un cuento acerca de las
causas insensibles y los azares necesarios.
Necesarios aún no se sabe para qué, pero cuando
el robo dé frutos en los azares de otra jornada, Sergio y sus hijos no se darán
cuenta de la relación y la abuela se seguirá doliendo de sus dos perfumes, esos
que salieron casi completitos, esos que no se ponía para no gastarlos.
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