domingo, 18 de noviembre de 2012

Anécdota de domingo

Dejá de pensar en imágenes y recobrá la belleza de las letras, porque son esas las que tienen el poder de convertir en arte una anécdota de domingo.
Cuando Sergio pasó esa mañana por la casa materna, que además acoge a su oficina, no se dio cuenta y ni siquiera imaginó lo que luego le contaría por teléfono su señora madre, histérica y catatónica.
En ese momento redireccionó el destino de su moto y, luego de verlo y confirmarlo con sus propios ojos, llamó primeramente a su sobrino y administrador de la empresa para avisarle que le habían robado los doce mil bolivianos que él dejó en un cajón de su escritorio.
Inmediatamente Eduardo colgó con su tío, caminó por el borde de la piscina del club y llegó a la mesa donde estaba su padre para contarle lo ocurrido. Carlos no esperó hasta el final de la historia para empezar a reprocharle su imprudencia, pues habiendo una caja fuerte en la oficina, él dejó todo ese dinero en un cajón sin seguridad.
Isabel escuchó por casualidad un fragmento de la charla entre su primo y su tío cuando pasó cerca de ellos persiguiendo a Sofía, la hija de Eduardo. No comprendiendo el contexto y restándole total importancia al hecho de que su familia hubiera sufrido un robo, siguió con su tarde olvidando lo oído, razón por la cual patinó en un momento de incomprensión cuando su padre la condujo en su nueva moto a la casa de su abuela y, en vez de encontrarla contenta en su mecedora como cada día del señor, la pilló acomodando toallas en su ropero y quejándose de que le robaron su perfume favorito, ese que vos, Luis Fernando, me regalaste hacen años, ese que me ponía poquísimo para que no se gaste.
En la casa ya estaba Carlos y a los pocos minutos apareció Sergio para que así los tres hermanos analizaran todos los movimientos que tuvieran que hacer los ladrones para violentar, primero, la oreja de la reja por donde pasa el postigo, luego la cerradura de la puerta de la casa y por último la de la puerta de la oficina.
Sobrina y madre seguían a los tres hermanos en su inspección hasta que llegaron al epicentro del infortunado suceso: la oficina convertida en un revoltijo de papeles estropeados y muebles abiertos.
Como Sergio ya había estado ahí horas antes, aún fresco el robo, explicó a sus hermanos el recuento de las pérdidas: dos computadoras portátiles que albergaban todo el trabajo laboral y extracurricular de sus ambos hijos, arquitectos como él; la cámara fotográfica profesional de su hija menor, doce mil bolivianos en efectivo y la maleta de una de sus motos para guardar todo.
Un triste impermeable amarillo que había estado en la maleta perdida yacía en el piso como prueba de que los ladrones se llevaron sólo lo estrictamente necesario, y la caja fuerte empotrada a la pared e intacta atestiguaba que no hicieron el intento de abrirla para no perder ni un segundo.
Sergio también contó que cuando la policía vio la escena del crimen, diagnosticó que se trataba de delincuentes con poca experiencia que además iban a pie porque no se llevaron ninguno de los cuatro cascos para motos que habían en la oficina, mucho menos una de las tres motos que descansaban en el patio y cuyas llaves estaban en un perchero adentro.
La familia dio unas vueltas más por la casa arrastrando la penosa impotencia  de ser víctimas de un par de miserables delincuentes, conversaron acerca de las medidas de seguridad que deberían tomar en la oficina, ya que se trataba de una empresa que prácticamente no cuenta con la menor vigilancia, y se pusieron a hablar de otras cosas, como la orquídea monstruosa que crecía dentro de un tacú desde hacían veinte años y que ahora nuevamente estaba floreciendo, o como cualquier cosa que sirva de bajativo para cerrar la visita e irse cada cual por su camino.
La abuela invariablemente se quejaba del robo de sus dos perfumes, esos que tan pocas veces se puso para que no se gastaran, esos que le regalaron su hija Ana María y su hijo Luis Fernando, y para terminar con la perorata, puso el punto final con su frase de siempre, la cual sonó a sentencia como nunca.
Santa Cruz de mis amores, dijo, y su nieta supo que tenía que escribir un cuento acerca de las causas insensibles y los azares necesarios.
Necesarios aún no se sabe para qué, pero cuando el robo dé frutos en los azares de otra jornada, Sergio y sus hijos no se darán cuenta de la relación y la abuela se seguirá doliendo de sus dos perfumes, esos que salieron casi completitos, esos que no se ponía para no gastarlos.

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