Dos hombres, A y B, están parados frente a
la puerta metálica de un ascensor. Lo esperan. Cuando se abre, la luz blanca
revela un cubículo con paredes de espejo y piso de goma negra, y a dos hombres
de traje que se arrinconan para darles espacio: C y D.
Los cuatro, de forma casi simultánea,
emiten un fugaz movimiento de cabeza. Ascienden. ¿Qué piso? El último. Todos al
último.
Ninguno pronuncia palabra. Sus miradas
intercalan entre el piso, el techo, el tablero de números y la puerta. Evitan
la cámara de seguridad. Cuando sus ojos se encuentran en el espejo, se desvían
veloces, como si les doliera el choque de miradas.
Pasados unos segundos de que la puerta se
cierre, C se quita el saco y se lo alcanza a D, se afloja la corbata, se enrolla
las mangas de la camisa y saca de su maletín una afeitadora y un frasquito de
jabón líquido.
Prosigue a afeitarse. No tuvo tiempo de
hacerlo en su casa, pero no puede permitirse llegar con esas pelusillas en el
rostro a tan importante reunión.
A y B no caben en su emoción. Tienen
material de sobra para un nuevo informe sobre el comportamiento humano sometido
a la pérdida del espacio personal en el ascensor, investigación que les ha
tomado años de trabajo y por la que se han subido a todos los ascensores que
encontraron a su paso.
Una música alegre decora el diminuto lugar.
C aplica un poco de loción en su rostro
recién afeitado y se acomoda de vuelta
la vestimenta. D lo ha estado contemplando con una mezcla de pena y admiración.
Le sorprende el sentido del humor de su amigo y envidia la tranquilidad con la
que durmió toda la noche, y hasta tarde, mientras él, condenado por el
insomnio, tuvo que pasársela dejando todo listo, afeitándose con una precisión
quirúrgica.
Una música demasiado alegre lleva rato
sonando en el lugar.
A y B tienen sus ojos clavados en C y D,
quienes alternan la vista entre el tablero de números y la puerta del ascensor.
Los dos últimos desearían que funcione la pantalla que marca en qué piso van;
los dos primeros se regocijan con el creciente nerviosismo de C y D, que solo
piensan en salir.
Una absurda música alegre inunda el lugar.
C y D comienzan a hablar en susurros;
bromean de cosas que solo ellos entienden para disminuir la tensión, mientras
que A y B entran poco a poco en pánico. Han olvidado que están en medio de una
investigación, no recuerdan por qué están en ese ascensor ni cómo llegaron.
Desconocen, incluso, su propia identidad.
Les asfixia el encierro del ascensor y les
incomoda la charla de C y D, sus miradas, el reflejo que les lanza el espejo.
Son incapaces de pronunciar palabra y el ojo acosador de la cámara de seguridad
los tiene paralizados. Llevan horas de ascenso y desearían más que nada que
funcione el indicador de pisos.
Y una horrorosa música alegre satura el
lugar.
A no soporta más, tiene muchas preguntas y
necesita respuestas urgentes. Se dirige a C con timidez y desespero para
preguntarle, por favor, cuántos pisos tiene este edificio. C está perplejo y
confundido, pero no lo demuestra. Gruñe que no sé y mira para otro lado, para
el espejo, donde se topa con la mirada de los tres.
B pregunta a D, con más desespero que
timidez, que a dónde vamos señor, qué hay en el último piso, y D, demostrando
su perplejidad y confusión, le pregunta que a dónde quiere ir señor, por qué se
subieron a este ascensor.
A responde que creo que nos hemos
equivocado, a dónde vamos.
C y D anuncian, al unísono y con verdadera
lástima en el semblante, que al cielo.
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