lunes, 10 de septiembre de 2012

El Ascensor


Dos hombres, A y B, están parados frente a la puerta metálica de un ascensor. Lo esperan. Cuando se abre, la luz blanca revela un cubículo con paredes de espejo y piso de goma negra, y a dos hombres de traje que se arrinconan para darles espacio: C y D.
Los cuatro, de forma casi simultánea, emiten un fugaz movimiento de cabeza. Ascienden. ¿Qué piso? El último. Todos al último.
Ninguno pronuncia palabra. Sus miradas intercalan entre el piso, el techo, el tablero de números y la puerta. Evitan la cámara de seguridad. Cuando sus ojos se encuentran en el espejo, se desvían veloces, como si les doliera el choque de miradas.
Pasados unos segundos de que la puerta se cierre, C se quita el saco y se lo alcanza a D, se afloja la corbata, se enrolla las mangas de la camisa y saca de su maletín una afeitadora y un frasquito de jabón líquido.
Prosigue a afeitarse. No tuvo tiempo de hacerlo en su casa, pero no puede permitirse llegar con esas pelusillas en el rostro a tan importante reunión.
A y B no caben en su emoción. Tienen material de sobra para un nuevo informe sobre el comportamiento humano sometido a la pérdida del espacio personal en el ascensor, investigación que les ha tomado años de trabajo y por la que se han subido a todos los ascensores que encontraron a su paso.
Una música alegre decora el diminuto lugar.
C aplica un poco de loción en su rostro recién afeitado  y se acomoda de vuelta la vestimenta. D lo ha estado contemplando con una mezcla de pena y admiración. Le sorprende el sentido del humor de su amigo y envidia la tranquilidad con la que durmió toda la noche, y hasta tarde, mientras él, condenado por el insomnio, tuvo que pasársela dejando todo listo, afeitándose con una precisión quirúrgica.
Una música demasiado alegre lleva rato sonando en el lugar.
A y B tienen sus ojos clavados en C y D, quienes alternan la vista entre el tablero de números y la puerta del ascensor. Los dos últimos desearían que funcione la pantalla que marca en qué piso van; los dos primeros se regocijan con el creciente nerviosismo de C y D, que solo piensan en salir.
Una absurda música alegre inunda el lugar.
C y D comienzan a hablar en susurros; bromean de cosas que solo ellos entienden para disminuir la tensión, mientras que A y B entran poco a poco en pánico. Han olvidado que están en medio de una investigación, no recuerdan por qué están en ese ascensor ni cómo llegaron. Desconocen, incluso, su propia identidad.
Les asfixia el encierro del ascensor y les incomoda la charla de C y D, sus miradas, el reflejo que les lanza el espejo. Son incapaces de pronunciar palabra y el ojo acosador de la cámara de seguridad los tiene paralizados. Llevan horas de ascenso y desearían más que nada que funcione el indicador de pisos.
Y una horrorosa música alegre satura el lugar.
A no soporta más, tiene muchas preguntas y necesita respuestas urgentes. Se dirige a C con timidez y desespero para preguntarle, por favor, cuántos pisos tiene este edificio. C está perplejo y confundido, pero no lo demuestra. Gruñe que no sé y mira para otro lado, para el espejo, donde se topa con la mirada de los tres.
B pregunta a D, con más desespero que timidez, que a dónde vamos señor, qué hay en el último piso, y D, demostrando su perplejidad y confusión, le pregunta que a dónde quiere ir señor, por qué se subieron a este ascensor.
A responde que creo que nos hemos equivocado, a dónde vamos.
C y D anuncian, al unísono y con verdadera lástima en el semblante, que al cielo.


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