Vehículos de todos los sabores y colores
recorren veloces esa avenida ancha, bien iluminada, por la que ha pasado tantas
veces. Sus ojos han visto al menos cien veces ese letrero amarillo y ese
terreno baldío lleno de basura, pero en esta noche de nauseas, la ciudad se
reinventa y se revela para ella engalanada de verde, más moderna y menos sucia
que a la luz del día.
Está sentada en un taxi con la mente a
cientos de kilómetros de la estratósfera, pero conserva en su mano, apretado,
el quinto de valor absoluto que aboga por su juventud y la afirma en su
condición de estudiante. Los adultos cargan con tres monedas en una mano y un
crío en la otra. Ella no sabe con qué carga, y más preocupante aun, no sabe
cómo cargar.
Podría estar rodeada de mil personas como
sola en el más inhóspito desierto; en este momento, ella es la única habitante
de su mundo. Cuando la mente tiene la necesidad urgente de escapar a un espacio
donde pueda trabajar con lógica y tranquilidad, salta el térmico, enloquecen
los sensores y, por virtudes del instinto, la conciencia se aísla en la mera
nada, en una ausencia tan incorruptible que ni los pensamientos entran en ella.
Luego vuelve, se da cuenta de que es de
noche. Mira a su alrededor, se da cuenta de que está bien acompañada. Él
bromea, ella se da cuenta de que le duele reír.
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