martes, 31 de julio de 2012

Diviértanse, es mi triller


Probablemente era jueves. Iba por las calles del centro admirada por como brotaban conciertos y tocadas cual flores en primavera cuando, en una esquina muy amplia, encontró al hijo pródigo del buri vaciando las últimas gotas de una botellita de alcohol etílico en otra de gaseosa, más ebrio que nunca. Él era el primer plano de una muchedumbre que pudo identificar como familiar, en la que luego vislumbró a un par de amigos: primero chiri, más cerca cuba y luego el flaco, quien la saludó con un abrazo de sanguijuela.
Pudieron haber conversado de miles de cosas, pues hacía mucho no se veían todos juntos, en cambio decidieron encontrarse en el museo, pues esa noche tocaba una buena banda, de las que más le agradaban.
“Primero lo primero”, pensó, y se encerró en su baño a practicar la curación de las cinco de la tarde, la cuarta del día. Por cosas de la vida y con la emoción de la velada atravesada en su mente, dejó la ducha abierta mientras se enjabonaba frente al lavamanos las heridas del mundo, de la libertad y del idealismo: un jardín de sangre hecha poesía con el principal propósito de recordarle que su felicidad fue forjada en el futuro con herramientas punzocortantes.
Y cuando volvió a la realidad, el baño parecía una piscina. El agua, de un extraño pero precioso color verduzco, le llegaba al pecho. Sabía que tenía que abrir la puerta y la ventana para vaciar el cuarto, pero entonces escuchó la voz de sus padres afuera y se le ocurrió que sería mejor evitar la hecatombe, al menos, por el momento.
Las ideas se conectaron muy lento, el agua fluyó muy rápido y, de un momento para el otro, el íquido había alcanzado el techo y ella lo respiraba sin la menor dificultad. Hitler ya había descubierto, cuando se le dio por ahogar gente, que el hombre tiene la capacidad de volverse pez cuando el cuerpo lo requiere y la concentración lo permite, la clave está en no perder la conciencia de que lo que se respira es agua. Lucía tenía esa teoría muy presente en la cabeza, aprendida en un documental que vio en sus años de colegio, pero aun así cometió la tontería de volver a encender la ducha para enjuagarse el jabón.
Cuando por fin se animó a abrir la ventana y el baño se vació con menos violencia de la esperada, salió para descubrir que la noche se había posado en una ciudad por completo cambiada: Daniel Radcliffe la esperaba en un auto de colección amarillo de casi un siglo de antigüedad para salvarla de los zombies que de nuevo se apoderaban de las calles. Ya casi parecía un cliché.
Lo novedoso eran las armas: él pulverizaba a los malditos con el flash de una cámara fotográfica, casi tan vieja como el auto, que disparaba a una velocidad inverosímil y ella se defendía con las aspas de una batidora enloquecida. La primera misión era encontrar el refugio de los salvos para que la cabeza le devolviera a Lucía su celular. Cuando llegaron a la primorosa casita que camuflaba el bunker subterráneo, ya se habían deshecho de muchísimos muertos vivos que ahora ardían en las aceras, pero la batidora se había quedado sin batería y dos dedos de Lucía estaban contaminados, índice y meñique izquierdos. Se metió en la casa, bajó por la trampilla escondida tras la escalera, se encontró con todos los refugiados y puso a cargar la batidora, pero olvidó el teléfono. Cuando salió, era su madre quien la esperaba en un jeep contemporáneo para salir a toda velocidad, no queriendo darle indicaciones a la desgraciada mujer que cargaba un niño en brazos y buscaba con desesperación un lugar en el que pudieran estar a salvo. Ya estaban muy lejos de ella cuando Lucía la vio acercarse a un ser sin piel y preguntarle lo que un grupo de personas invadidas por el terror y la falta de misericordia no pudieron decirle.
La máquina de escribir hizo la conexión directa con la realidad.

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