Entraron dos arpías a
la casa, dos rubias hermosas con aires, buenos aires, de fiestas de playa y
gafas con forma de corazón.
Reían mientras
arrastraban por los brazos a una tercera muchacha; la escena era difusa para
ella, quien las observaba desde las sombras de un lugar inexplicable. Se
metieron en la cocina y, a medida que pasaba el tiempo y volaban los cuchillos,
subieron sus risas los decibeles como la sangre su marea. Salieron de la casa
dos chicas rubias, solo dos, y se sentaron muy divertidas sobre la que a veces
se llama colina de la vida a jugar con una libélula monstruosa, enorme,
amarilla y grotesca. Pudo haber sido una escena enternecedora para los
demonios, pues no eran más que dos nenas jugando, una, a que tenía un
helicóptero singular, y la otra, a saltar la cuerda con las tripas de la
desgraciada cuya carne, ahora molida, yacía en bolsas plásticas.
Se habrían quedado
mucho tiempo a jugar sobre la colina de no ser porque las moscas olieron la
peste de la carne humana y fueron a morder a las responsables. Cabe aclarar,
moscas como pirañas.
Cuando por fin quedó
sola, Lucía se reintegró a la luz del recinto y se apresuró a guardar aquella
barbaridad de homicidio que, para su suerte, habían dejado limpia y organizada
en varias bandejas forradas de papel plástico, como si de compras de carnicería
se trataran.
El primero en llegar
fue el santo, su novio, amante del peligro y el exhibicionismo, característica
que explicó por qué escogieron la entrada de la sala para echar a mimarse. Casi
de inmediato apareció su hermano con la novia, mas hicieron caso omiso al hecho
de que les faltaran algunas prendas; entraron veloces y se perdieron en el
segundo piso. Los nervios, sin embargo, ya habían alcanzado a Lucía, por lo que
obedeció a la voz de la razón y se sentaron en el sofá como niños buenos, justo
antes de que su madre apareciera. “Qué suerte”, pensó Lucía, no sabía que las
madres, a cierta edad, fingen perder la vista para sorprendernos mirando a
través de las paredes.
Lo único que la señora
tenía para anunciar era que, con toda certeza, su hija estaba embarazada. Se
veía más molesta que preocupada, y a pesar de los intentos de explicación por
parte de la pareja, silenció toda lógica y concluyó con un: “tenés que llamar
al veterinario para que se ocupe de eso”.
Lucía sabía que no era
posible la noticia de su madre, ella no podía saberlo, no había forma de que,
hasta esa fecha, nadie lo supiera, sencillamente aun no era tiempo de sacar
conclusiones. Pero había seguridad en las palabras de su progenitora y su
sapiencia era infranqueable.
Se sentaron, pues, los
novios en la mesa del comedor a conversar en silencio, o telepáticamente, sobre
el futuro. Ella bien sabía que estaba mal, pero la opción de la carnicería era
la mejor, las más sencilla. Estaba segura de que el santo, como santo que era,
odiaría la idea, pero no tenía por qué enterarse, al menos no hasta realizada
la operación y superado el problema. Sencillo: no era tiempo para coartar toda
la vida que tenían por delante.
Si alguien ha de morir esta noche, que sea un caballo.
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