Un
jueves numerado por la mala suerte, llegó a Pitilumpia un desfile interminable
de animales. Los elefantes encabezaban la marcha, seguidos muy de cerca por los
rinocerontes, hipopótamos y camellos que guiaban a los demás animales por los
senderos del valle.
El
viaje inició en la punta de los pies y fue provocando un cosquilleo
insoportable con sus millones de pisadas hasta la planta de los pies.
Pasadas
las primeras horas de viaje, sortearon el talón y emprendieron camino cuesta
arriba por las pantorrillas, asegurándose de presionar los puntos más
delicados. El tropel venía furioso, decidido a causar dolor.
Los
peso pesado golpeaban, los medianos entumecían y los ligeros hacían cosquillas.
Trabajaban en equipo para que el dolor no cese y el cansancio se quede colgado
de los músculos.
El
viaje por las piernas fue largo y difícil, sobre todo al llegar a las enormes
nalgas, empinadas y flácidas. Además, todo el esfuerzo que hicieron subiendo no
causó ningún dolor, pues una gran cantidad de grasa separaba a los nervios de
la superficie. Pero por fin, después de mucho escalar, alcanzaron el premio
mayor: la espina dorsal.
Ahí se
sintieron en el paraíso. Rompieron filas y todos los animales, de todos los
tipos y tamaños, corrieron a sus anchas por las planicies de la espalda.
Brincaron por las rocosas vértebras, zapatearon en el coxis e hicieron una
fiesta con bombos y platillos sobre los nervios más importantes de la meseta.
Después
de una noche de fiesta y baile, la caravana siguió viaje con la misma algarabía
hasta llegar al atlas, donde se asentó a descansar.
La
vértebra más alta de la columna era el edén. No solo tenía excelente vista,
sino que, presionando algunos puntos precisos, podían enviar dolor desde allí
hasta cualquier parte del cuerpo.
La
procesión sigue ahí, a gusto, y la reina de Pitilumpia aún no encuentra un
pesticida, calmante, cama o reposo capaz de deshacerse de todos los bichos que
amenazan con causarle una tortícolis.
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