Qué
frío de cuerno, pensaba Lucía, ojalá el invierno artificial termine de una vez.
Llevaba siglos tratando de sacarse la marca de Caín que tenía en la uña del
anular izquierdo, mismo dedo que portaba su anillo de compromiso.
La
sala de espera parecía una pasarela de perdidos, de tránsito lento y
desordenado. Ella, sentada allí, era como un fantasma. Las personas llegaban,
hablaban con la recepcionista pelirroja y luego se adentraban en el laberinto
de pasillos, del cual saldrían más verdosos y desorientados que nunca.
Cuando
Lucía llegó a la sala de espera, se acercó muy serena al escritorio de la mujer
que cortaba cebollas sin llorar y le pidió cita con un cirujano, urgente, para
que le ampute la punta de su anular maldito.
Quienes
la depositaron ahí fueron sus padres en un arrebato de pánico, después de oír a
la hija decir que quería cortarse el dedo por la marca de su uña.
La
recepcionista levantó la cabeza con desidia y posó sus ojos de grandes párpados
sobre la pálida muchacha, pero sus manos no dejaron de picar. Siéntese y
espere, le dijo, en seguida llamo al doctor.
Y así
se pasó sentada cinco días, sin moverse, dormir, comer o beber. Su única ocupación
fue sacarse la mancha negra que había dejado el esmalte. Se embebió tanto en su
labor que se olvidó de su existencia, volviéndose invisible para sus propios
ojos.
Al
pasar los días, Lucía se cansó de raspar con sus uñas y arremató contra la
marca con los dientes, con una brutalidad tal que de su dedo corrió sangre y
esta le provocó un apetito voraz, incontenible, irremediable.
Hubiera
sido espantoso para cualquiera que le viera la sangre derramarse por su quijada
y los dientes teñirse de rojo, pero nadie la veía. Ella no estaba allí.
Cuando
terminó de ejecutar su rudimentaria cirugía, cayó en cuenta de lo sucedido y,
sonriente, se acercó con su medio dedo sangrante en alto a la recepcionista. Ya
no necesito al doctor. Me voy.
La
pelirroja sonrió por primera vez. Espere, dijo, aquí tiene hilo y aguja para su
dedo. Felicidades y que le vaya muy bien.
Lucía
le devolvió la sonrisa y se tomó un minuto para suturarse el muñón del dedo
antes de salir del hospital psiquiátrico, contenta de haber resuelto el
problema, pero sin descubrir, ni entonces ni jamás, que lo único que tenía que hacer
era sacarse el anillo de compromiso.
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