lunes, 6 de enero de 2014

Un paseo por Santa Cruz

Ayer llegué de unas pequeñas vacaciones en el llamado “primer mundo”, para el cual también dedicaré unas letras, y por primera vez me pasó lo que a casi todo el mundo le pasa después de visitar el exterior: me decepcioné de mi ciudad.
Ya había experimentado las diferencias abismales que existen entre Bolivia y cualquier otro país de América, pero siempre volvía alegre a mi tierra. Esta vez, sin embargo, con lo poco que he visto en mis cortos años, podría decir que estamos peor que nunca.
Salí a pie de mi casa –en el centro- y aunque mi destino no estaba lejos, en cada paso sentí terror de ser asaltada. Desconfié de cada persona que pasó a mi lado y en las esquinas, para cruzar la calle, tuve que esperar a que se despeje por completo el tráfico o lanzarme a este porque, a pesar de que los vehículos no venían muy juntos, volaban por las calles enlocetadas como si estuvieran en el Cuarto Anillo.
Ningún conductor me cedió paso, pero varios me lanzaron miradas obscenas mientras caminaba con dificultad por las aceras semi inexistentes que desaparecen al pie de cada construcción y que están percudidas con el hedor que las ha castigado por oficiarse de baños públicos.
Amo a mi país y lo considero hermoso, al igual que a su gente, pero no podemos pretender vivir bien si el miedo a la delincuencia nos persigue cada segundo, dentro y fuera de nuestras casas, sobre todo sabiendo que no existe fuerza que pueda defendernos, pues la policía encabeza la lista interminable de criminales que mandan por detrás de las cortinas de nuestra ciudad.
En Santa Cruz rige la ley de la selva, sálvese quien pueda, el más fuerte sobrevive, y por tal razón, se ha perdido el respeto por la vida y por la humanidad de las personas.

No pido nada a nuestras actuales autoridades, pues han demostrado que solo sirven para llenar las calles de chatarra navideña, pero espero de corazón que las personas que se animen a hacerse cargo de este quilombo tengan la intención de poner orden y no lo hagan solo para robar fama y dinero, que es lo que se repite sin parar en un pueblo en el que nadie tiene tiempo, ganas o agallas para reclamar.

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