Ayer llegué de unas pequeñas vacaciones en el llamado “primer
mundo”, para el cual también dedicaré unas letras, y por primera vez me pasó lo
que a casi todo el mundo le pasa después de visitar el exterior: me decepcioné
de mi ciudad.
Ya había experimentado las diferencias abismales que existen entre
Bolivia y cualquier otro país de América, pero siempre volvía alegre a mi
tierra. Esta vez, sin embargo, con lo poco que he visto en mis cortos años,
podría decir que estamos peor que nunca.
Salí a pie de mi casa –en el centro- y aunque mi destino no estaba
lejos, en cada paso sentí terror de ser asaltada. Desconfié de cada persona que
pasó a mi lado y en las esquinas, para cruzar la calle, tuve que esperar a que
se despeje por completo el tráfico o lanzarme a este porque, a pesar de que los
vehículos no venían muy juntos, volaban por las calles enlocetadas como si
estuvieran en el Cuarto Anillo.
Ningún conductor me cedió paso, pero varios me lanzaron miradas
obscenas mientras caminaba con dificultad por las aceras semi inexistentes que
desaparecen al pie de cada construcción y que están percudidas con el hedor que
las ha castigado por oficiarse de baños públicos.
Amo a mi país y lo considero hermoso, al igual que a su gente,
pero no podemos pretender vivir bien si el miedo a la delincuencia nos persigue
cada segundo, dentro y fuera de nuestras casas, sobre todo sabiendo que no
existe fuerza que pueda defendernos, pues la policía encabeza la lista
interminable de criminales que mandan por detrás de las cortinas de nuestra
ciudad.
En Santa Cruz rige la ley de la selva, sálvese quien pueda, el más
fuerte sobrevive, y por tal razón, se ha perdido el respeto por la vida y por
la humanidad de las personas.
No pido nada a nuestras actuales autoridades, pues han demostrado
que solo sirven para llenar las calles de chatarra navideña, pero espero de
corazón que las personas que se animen a hacerse cargo de este quilombo tengan la
intención de poner orden y no lo hagan solo para robar fama y dinero, que es lo
que se repite sin parar en un pueblo en el que nadie tiene tiempo, ganas o
agallas para reclamar.
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