Llovía demasiado fuerte,
el perro ya lo había notado. Veía con hipnótico placer cómo las gotas se
distraían en los cables del alumbrado público. Primero se colgaban, luego se
engrosaban, se deslizaban en fila como los vagones de un tren y caían a la
calle que, como siempre, era un río.
Olivia estaba inmersa en
la ventana de su nueva habitación, con la clara cortina recorrida apenas lo
suficiente para dejarla ver el mar de tejados y techos de calamina que se
extendían hasta el horizonte, los edificios a medio construir que ya
funcionaban como vivienda improvisada, la gente resguardándose en la pensión de
enfrente, la pared de coca cola, los tajibos y los cables negros adornados de
lluvia cual collar de perlas.
Olivia pensaba en el
agua. El agua dulce que cae aquí no es la misma que el agua salada de mi playa,
y sin embargo, es agua.
Y sin embargo tuve que
venir de tan lejos para estar tan cerca, pensaba Olivia pensando en los días
pasados, en este país sin mar, en ese chico que todo él es como el mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario