Ana decidió matarse.
Lo tenía decidido pero sabía en el
fondo de sí que no era capaz; no solo le faltaba valor, sino también
motivación.
Ana estaba cansada de su soledad, de su
trabajo que le exigía ir en contra de sus principios e ideales para que otros
se hagan ricos, de las amigas de colegio que decían siempre pero estaban nunca,
de su soltería eterna, cundida de cabrones y bastardos, en fin, Ana estaba
cansada, pero no lo suficiente como para ponerse la soga al cuello.
A modo de tomarse unas vacaciones del
mundo y morirse a la vez, sin la presión del suicidio y mirando de frente a la
incertidumbre, Ana decidió emprender un viaje por tierra y sin fin, culminando,
según el cronograma en blanco, en la muerte espontánea de nuestra protagonista.
Un día de junio, después de escribir
una carta exhaustiva a sus padres y otra al amor de su vida que nunca llegó, se
subió a su camioneta modelo ’86 –sin aire acondicionado, con casetera y con
posibilidades de rebelarse y dejar de andar en cualquier momento- y emprendió
camino al sur, cargando solo con su guitarra, un par de cuadernos y lapiceros,
ropa para una semana y los ahorros de toda su vida, que no eran tantos como
pudiera pensarse.
Lo que fue de Ana en su viaje suicida aún no lo
sabremos, pues en este momento, ella acaba de tomar la decisión de matarse, y
de modo que un viaje es un coctel de sorpresas y azares, el desenlace de
nuestra heroína queda en incógnita para ser descifrado por el estado de ánimo
de cada uno de los lectores.
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